Lo tenía siempre en
exposición en el escaparate de la papelería, entre libretas, cuadernos Rubio,
estuches de pinturas, una biografía de Felipe II y La enciclopedia Álvarez con
sus niños bien alimentados en portada. El plumier tenía dos alturas. Elaborado
en madera de pino barnizada y con unos arabescos ahumados. Olía a nuevo. A
estrenar. Se lo hice sacar a la señora Otilia varias veces para enseñárselo. Descorría
la tapa y luego giraba el piso de arriba, desde un lateral, para mostrar el
sótano de aquella casa de lápices, gomas de nata y sacapuntas. Soñaba con aquel
plumier.
Durante el periodo
escolar de Primaria la maestra decidió hacer dos competiciones para, según
dijo, estimular el esfuerzo en el estudio de las asignaturas más importantes:
Matemáticas y Lengua. En la primera yo aún no alcanzaba la edad requerida:
competían las más mayores. En aquella ocasión el premio consistió en un estuche
con regla, cartabón, escuadra y compás que mostraba muy orgullosa, abierto
sobre el pupitre, Raimunda la alumna más rápida en cálculo de todas las niñas
del mismo nivel.
Aunque era una de las
alumnas más jóvenes, tenía la edad mínima que estipuló la maestra para que yo
pudiera competir en Lengua. El premio, según anunció con mucho bombo, era el
plumier, o regalo similar, a escoger de la papelería de la señora Otilia. Desde
ese momento me propuse conseguir el ansiado trofeo. Yo era buena en la
asignatura. Solo flojeaba un poco en ortografía. Así que hincaría los codos
para no fallar en tildes, bes, uves, haches, hiatos, diptongos y otras normas
de la gramática. La única rival para mí era Luisa, la niña de la casa más alejada
del pueblo y ella estaba siempre enfangada con el cuidado de sus hermanos, sin
tiempo para estudiar. De las demás no había nada que temer. La hija del médico se
sentaba a mi lado, era poco espabilada y tenía cero posibilidades de conseguir
el plumier, así que no se inscribió en la prueba. Era una niña antipática y
soberbia que nos miraba por encima del hombro y nunca se mezclaba con nosotras
en el patio. Ninguna la queríamos.
Los días previos a la
competición los pasé estudiando normas de ortografía y haciendo análisis
morfológicos y sintácticos hasta agotar todos los ejercicios del libro. Me
sabía al dedillo las oraciones compuestas y cómo analizarlas hasta conseguir no
cometer ni un solo fallo. Conseguí que mi amiga Merche colaborara conmigo con
dictados y otras pruebas que yo pedía que me hiciera. A cambio, le prometí
prestarle todo un día el plumier cuando lo consiguiera. Centrada como estaba en
el premio, no me percaté de la sonrisa burlona de mi compañera de pupitre. Más
tarde supe el porqué de su felicidad.
Gané la prueba, sí, pero
no el plumier que había desaparecido del escaparate de la señora Otilia. Lo
había vendido después de meses sin que nadie se interesara por él al ser un
artículo caro. El mismo día del examen, después de que la maestra diera a
conocer los resultados, la hija del médico sacó de su mochila el plumier, lo
abrió y lo mostró en todo su esplendor, cargadito de lápices, gomas, sacapuntas
y rotuladores. Tuve que conformarme con la biografía de Felipe II. Cuando me
entregaron el premio, a duras penas conseguí controlar el llanto y la
frustración con una sonrisa forzada.
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