Tomada de la red.
Voy de la habitación de mi madre a la de mis niños y del
baño a la cocina. Día y noche. A veces me regalan el milagro de unos minutos de
silencio. Entonces echo el pestillo, bajo la tapa y me siento en el váter a
llorar. Ruedan las lágrimas, redondas y pesadas, por mi cara, bajan y se
despeñan en mis rodillas y corren por los cauces secos de las junturas de las
baldosas. La primera vez que lloré aquellas lágrimas que se movían bajo la
presión de un dedo pero no se deshacían, comenté la rareza con el médico y nos
visitó para quedarse embobado con aquellas bolitas parecidas al mercurio.
Vinieron a llevárselas para analizarlas: agua y sal, poco más. Y sin embargo,
densas como metal líquido. Experimentaron con los monos. Ninguno sobrevivió.
Muerte por tristeza extrema, determinó el forense. El ejército me ofreció
comprar mis lágrimas para no sé qué guerra, pero yo no quise. Así pues, cuando
un grito me reclama, me pongo de rodillas y busco bien por todos los rincones,
las recojo y las meto en un termo grande de acero inoxidable y enrosco bien la
tapa para que no lleguen nunca a las manos de mis hijos. Luego salgo dispuesta
a apagar otro incendio familiar.