30/3/11

FINALISTA "CUENTA 140"


Desde que su cuñado lo hirió gravemente con un tenedor, todos los días lee las necrológicas y se cerciora de que no está su nombre.

26/3/11

FRÍO, TEMPLADO, CALIENTE

Después de meses de olor a Nenuco, jabón, polvos de talco y camisitas de bebé secándose en los radiadores, llegó el momento de cambiarlo por el del cuero, la madera y el ambientador. Preparé biberones, leche en polvo y Milton para esterilizar, saqué del armario la falda negra, el suéter verde, las medias y los zapatos negros, me vestí y maquillé con esmero y salí del piso dejando mi niño al cuidado de mi madre.
Había pasado parte de la mañana, hablando y enseñando las fotografías de mi hijo a las compañeras de oficina, cuando me llamó mi jefe. Entré en su despacho, me senté frente al ordenador de la mesa supletoria, crucé las piernas, tiré de la falda hasta las rodillas, y me dispuse a escribir. Él dejó su sillón, tras la gran mesa de caoba, y comenzó a pasear, como era su costumbre, mientras dictaba con el tono impersonal de siempre. Los zapatos con un leve crujido de piel nueva, de un lado a otro, hundiéndose apenas en la moqueta gris, y un Mont Blanc de oro en la mano derecha con el pulgar presionando la bola que sacaba y retiraba su punta. Al poco rato, se paró ante su mesa, cogió una botellita de agua, llenó un vaso y bebió. Miré mi reloj, pensé que a esa hora mi bebé estaría tomando su primer biberón y sentí la nostalgia de las tardes, cuando se dormía con una mano sobre mi pecho izquierdo y el pezón retenido en la humedad de su boca. Dormitábamos y suspirábamos y así nos encontraba mi marido cuando regresaba de la oficina. Se llevaba al niño a la cuna, volvía, se arrodillaba delante de mí, mojaba la yema de su dedo índice en saliva y lo pasaba suave y en círculos, por mis pezones irritados. El ruido del vaso sobre la mesa, me devolvió a la oficina y a mi jefe que había reanudado sus paseos y el dictado de la carta. Fue entonces cuando sentí los pequeños ríos de calor subir y desembocar en una pequeña mancha a dos dedos del latido acelerado de mi corazón. Al dar la vuelta en su paseo, se dio cuenta. Se paró y después de unos segundos de titubeos continuó, intentando dejar su mirada en el marfil de la pared, pero siempre volvían a la humedad que se iba extendiendo en el cachemir de mi suéter adaptándose a la forma de mis pezones. Mi jefe se había callado. Lo miré y vi las pequeñas gotitas en su frente. Volvió a la mesa, sacó un clínex del paquete, se enjugó el sudor y, vuelto de espaldas, me dijo: "Por hoy hemos terminado. Puede marcharse". Guardé la carta, cerré el ordenador, me levanté y salí. Cuando me alejaba por el pasillo, le oí ordenar que nadie lo molestara. Después escuché el roce del pestillo de su despacho.

23/3/11

EL PODER

“Quiero a la liebre como abogada, que es la más lista”, pidió la marmota. Subida en el estrado, sus dientes castañeteaban de miedo. Intenté que el juez aceptara un tarro de mermelada como fianza, pero la Reina de Corazones pedía su cabeza. No me dejó otra opción que hacerla desaparecer. Lo del tres de picas, en cambio, fue un accidente. Pero el gato de cheshire me ponía de los nervios cuando se hacía invisible a trozos. Ahora Sombrerero, se sienta a mi derecha. El conejo, a mi izquierda. El gusano, el lirón y las rosas, se distribuyen por doquier. ¡Feliz no cumpleaños! Nos pasamos las galletas de viento, entre estornudos y risas. “Una taza de té con una nube de leche”, le digo a Sombrerero. “¡Sírvetelo tú!”, se atreve a contestarme. En cuanto acabe. Entonces lo llevaré a mi madriguera, lo pondré frente al espejo y le diré: ”Toca, toca”.

18/3/11

MAL DE AMORES


Salió al patio. Desnudo. Entró en el taller de reparaciones. Cogió la bolsa. La agitó. Hizo música con los guijarros. Volvió afuera. Rodeó el brocal del pozo. Buscó el centro. Sacó el tirachinas. Sujetó con una mano la horquilla. Puso un guijarro en mitad de la goma. La estiró con la otra mano. Apuntó a la luna. Disparó. Escurrió su cuerpo al suelo y, encogido como una cochinilla, lloró.

16/3/11

SE NECESITAN FIRMAS URGENTES


















Un error ha hecho que duplicara la entrada sobre este asunto de las firmas. Una de ellas causaba confusión porque el enlace iba a la página de comentarios. He decidido suprimirlo y de paso pediros disculpas a los que ya os habíais manifestado en esa entrada.
Saludos.

13/3/11

EL ÚLTIMO CUENTACUENTOS






Agustín ha querido sumarse al homenaje que hago más abajo a Manolo y me ha regalado esta belleza de relato. Gracias, Agus.










Los días de feria la plaza mayor se llena de comerciantes, artesanos, vendedores ambulantes, acróbatas, titiriteros y nigromantes que pugnan por atraer la atención de los que por allí pasean. Ajeno al bullicio, un anciano deambula cabizbajo entre la gente. Antes solía madrugar para coger sitio. Hoy es el único que aún viene por aquí. Cuando llega bajo el soportal detiene sus pasos y comienza a hablar. Al principio nadie le presta ningún interés, pero pronto se acercan unos niños. Luego algunas mujeres. Y en apenas un instante, una muchedumbre se agolpa alrededor suyo. El hombre gesticula, alza la voz y mueve los brazos sin cesar. Sus ojos, desorbitados, escudriñan a cada uno de los allí presentes. El hombre devora las palabras. Y éstas, hambrientas, se comen las orejas de todos los que escuchan su increíble historia. Esta mañana cuenta una antigua leyenda que le explicó su padre. De repente, se oye un terrible alarido y un batir de alas metálico. Alguien grita y señala el cielo. En lo alto, un dragón de tres cabezas escupe fuego y se abalanza contra un valiente caballero. Éste blande la espada y se defiende con su escudo. Tras un intenso combate, la bestia malherida cae sobre la plaza. La multitud aplaude, se dispersa y vuelve otra vez a sus cosas. El hombre desaparece. Y el dragón, moribundo, exhala su último y definitivo suspiro.


Agustín Martínez Valderrama

12/3/11

LAS HISTORIAS DE MANOLO (in memoria)

COMUNIDAD DE VECINOS
Hace tiempo, en los años de sequía, cortaban el agua durante horas. La daban a mediodía y los vecinos esperaban con los grifos
abiertos para llenar bidones, cubos, cántaros y botijos. Se oía un fluir continuo del líquido por todo el edificio hasta que, por encima del ruido del chorro cayendo, se escuchaba una voz aterradora, triturando la orden entre los dientes, cayendo por el hueco de la escalera. - ¡Dejen subir el agua! Detrás de cualquier puerta de los pisos más bajos, se oía a modo de contestación: - Sí, sí, en eso estaba yo pensando, con el chorrito tan bueno que sale ahora.

ANIMALES DE COMPAÑÍA
En la casa del tío Miguel, además de su mujer, su suegra y una tía de su mujer, vivía un gato de nombre "Pichi" que dormía encima del
fogón de la cocina con el beneplácito de las tres mujeres. Cuando el tío Miguel volvía de trabajar y se lo encontraba enroscado entre las ollas, se enfadaba mucho. El gato, al oírlo entrar en la cocina, apenas levantaba la cabeza y, según apreciaciones del tío, le sacaba la lengua. “Pobrecito", decía la suegra. "Pobrecito", apostillaba la hermana. "Pobrecito", zanjaba el asunto la mujer. El hombre, en minoría, callaba su rencor y comía ante la presencia insolente del felino que volvía a su sueño apacible. Conforme avanzaban los días el rencor del tío era proporcional al desprecio del gato, quien le sacaba la lengua nada más verlo para ignorarlo inmediatamente. Con la rabia reprimida por las costuras del alma, el tío se encontró un día a solas con "Pichi". Al gato no le dio tiempo a reaccionar, lo agarró y, dejando que la ira reventara de una vez por los costados, lo tiró contra el suelo. El felino se golpeó en la cara con la pata de la mesa, se quedó algo aturdido unos instantes y después salió corriendo a meterse debajo de una cama de donde no salió hasta que llegaron las mujeres. Al día siguiente "Pichi" mostraba un ojo morado. "¿Qué le habrá pasado al gato?", se preguntaban. Y el tío se reía para sus adentros y no contestaba. Desde entonces, Pichi, en cuanto oía la llave entrar en la cerradura de la casa, saltaba del fogón para ir a refugiarse debajo de la cama. 



EL MEJOR PREMIO

En los años cincuenta, en lugar de una copa, un diploma, o una medalla, al ganador de una carrera le daban chuletas de cordero. La organizaban en el barrio de mi cuñ
ado y el patrocinador era el carnicero. Salían los corredores de la puerta de la carnicería y hacían un recorrido de varios kilómetros en círculo. El carnicero, mandil blanco con la barriga manchada de sangre, esperaba al ganador preparado con un kilo de chuletas. Antes de entregárselas, abría el envoltorio, levantaba una por el palo y la mostraba para que todos vieran que era de lechal, tierna y sonrosada. El corredor, en cuanto recuperaba el resuello, agarraba el paquete y se iba para casa tan contento pensando en el atracón que se iba a dar. Uno de aquellos años participó el gorrón del barrio. Lo llamaban así porque ya desde el colegio apuntaba maneras. Solía registrar las mochilas de los compañeros y apropiarse del bocadillo de mortadela que encontraba a mano. Por eso, cuando se inscribió en la carrera, todos desconfiaron.
El carnicero dio la salida, como cada año, con un gatillazo de la escopeta con tapón de corcho de su hijo, y todos salieron corriendo como si les fuera la vida en ello, y a tenor de los huesos que mostraban, algo de verdad había. El gorrón se quedó el último y todos los espectadores lo vieron doblar la esquina tan tranquilo.

Volvió el primero, fresco y sonriente y agarró las chuletas sin esperar a las demostraciones del carnicero. Ya se iba con el botín cuando, yo Claudio, apodado así desde pequeño por su tartamudeo y la manía de espiar a todo el mundo, llegó corriendo y, entre atranques y desatranques de palabras, informó a todo el mundo de que el gorrón había subido a un autobús con el que había hecho todo el recorrido.

Cuando el carnicero y los demás participantes que habían ido llegando, estuvieron al corriente de lo ocurrido y quisieron detener al gorrón, el pájaro había volado.

10/3/11

ATROPELLO

Llevo dos días que no salgo del estupor.
Supongamos que el S.R.B.S. con su brazo armado Aguirre, la cólera de dios, quieren lo mejor para las personas con discapacidad intelectual y el personal que los atiende. Supongamos que, aunque ningún techo se ha venido abajo, ni un muro se ha derruido en estos días, de repente se han alarmado ante la posibilidad de que esto ocurra y decidan salvaguardar la integridad de estas personas cerrando centros para su rehabilitación. Supongamos que esto no obedece a una maniobra bestial de privatizar lo público desalojando a usuarios y trabajadores y dispersándolos para ir menguando plantillas y metiendo a entidades con ánimo de lucro en la gestión de los nuevos centros. Supongamos que son buena gente. Supongamos. Todos estaríamos entonces de acuerdo en que se reformen centros que tienen muchos años sobre sus tejados. Pero no con cuarenta y ocho horas de plazo. No provocando angustia en las familias, padres octogenarios que abarrotaban el despacho de la directora pidiendo información, no angustiando a los usuarios que no saben a dónde van ni por qué de la noche a la mañana se los llevan en grupos a otros centros con otros compañeros y con otro personal. Eso ocurre hoy con el C.O. Magerit donde estuve trabajando durante cuatro años. Un atropello en toda regla.
Ayer se encerraron los trabajadores. Esta noche está previsto que entren a desalojarlos. Ayer, cuando fui al centro con otros compañeros a pasar un rato con el personal, volví a casa hecha polvo. No puede ser lo que está ocurriendo, me dije. No se puede llegar a tal grado de inhumanidad. Hoy he vuelto. Había una concentración a la puerta. Y se me ha ocurrido pasar dentro. Y he visto a los usuarios abrazarse a los trabajadores llorando a moco tendido. Y he escuchado a una belleza de persona preguntarle, atemorizada, a su hermana: “¿Adónde me llevan?”. Regreso hecha polvo, no sólo físicamente. No me lo acabo de creer.
Y mientras tanto, hoy hemos tenido una reunión de urgencia en el centro donde ahora trabajo para preparar de la mejor manera posible a veintinueve usuarios que nos llegan mañana. Se intentará que, siendo personas que lo pasan muy mal si se les saca de la rutina, que ésta se les trastoque lo menos posible, pero cómo no, si se les ha expulsado de un sitio donde habían asistido durante muchos años, separado de otros compañeros y del personal de referencia. De urgencia se han elaborado informes médicos y psicológicos. Y así tiraremos.
Hablo del Magerit, pero con él han caído el C.O. Fray Bernardino que ha tenido más suerte porque los ubican juntos, echando a unos ancianos previamente de su residencia, y ha caído el CAMP de Arganda.
Lo dicho: un atropello. No sé qué más pueden hacer, pero seguro que se les ocurre algo. La maldad anda suelta.

P.D.Espero que sepáis entender que no esté comentando en blogs que sigo habitualmente, pero ando trastabillada, agotada, y no doy abasto.

8/3/11

FINALISTA DE "CUENTA 140"


Desde que se metió en el negocio del nido, el cuervo, acompañado por dos buitres, va de torreón en campanario, con una orden de desalojo.

2/3/11

"ME QUIERES, NO TE QUIERO"

 
GANADORA DEL VI CERTAMEN DE CARTAS DE AMOR, DE LA CASA DE CULTURA DEL AYUNTAMIENTO DE GRADO (ASTURIAS)




Querido Alberto:

Te escribo para recordarte, para recordarnos, porque a veces se me queda la mente en blanco y añoro nuestra vida que presiento tras la niebla espesa que penetra y se queda durante un tiempo infinito, en mi cabeza.
“Dime que me quieres”, te decía yo cuando era muy joven. Tú me contestabas: “No te quiero” y yo reía fuerte, cerraba los ojos y movía mi cuerpo a ritmo de bolero.
Dime que me quieres”, me decías tú cuando nació nuestro hijo. Yo te contestaba: “No te quiero” y tú te esforzabas en sonreír pero se te quedaba en mueca amarga. Porque tú querías que la estancia del amor se llenara contigo, sólo contigo. Comenzaste a repetir: “Dime que me quieres”, como si el hecho de que yo te dijera sí, te pudiera asegurar el amor. Como si el hecho de pronunciar dos palabras, me amarrara a ti para siempre.
“Dime que me quieres”, te pedía cuando comenzaste a volver tarde del trabajo y yo arrastraba las zapatillas por la casa, con la bata cruzada en el cuerpo, el pelo recogido con una goma en una coleta, y una mancha de leche rezumando de mi pecho. "Te quiero”, decías, y yo no te creía. Aborrecía mi imagen en el espejo, aborrecía la espera a que tú llegaras, aborrecía el suelo, las paredes, el cazo y las ollas. Me aborrecía.
Una cinta larga, larga, como una cadena de color gris. Eso era yo para ti. Dejaste de venir a casa. “Dime que me quieres”, me empeñaba yo en arrancarte un sí, todas las noches, cuando llamabas. Me contestaba tu silencio. Luego: “¿Cómo está el niño?”. Y después cortabas y yo me quedaba con el auricular pegado a la oreja, escuchando el tono.
Un día abrí una ventana de vapor en el espejo del baño y me miré. Recogí mi pelo en la nuca con el pasador de carey, le di unos toques de color a mi cara. Pinté mis labios. Sonreí. Dejé de llorar. En el armario, mis vestidos, mis jerseys, mis faldas y los zapatos de tacón habían esperado a que aquella nube turbia se disolviera en el cielo. No te llamé más. Dejé que el tiempo transcurriera suave. Y entonces fuiste tú el que volviste a nuestro viejo juego. “Dime que me quieres”, decías en mitad de una de nuestras conversaciones por teléfono, cada vez más largas, más penoso el momento de colgar, más difícil la despedida. “No te quiero”, te contestaba, y tú, como cuando éramos muy jóvenes, te reías.
“Dime que me quieres”, te digo. Me pongo delante. Entre tu mirada y el infinito que sigues explorando todos los días. Y a veces mueves la cabeza y sonríes, aunque nuestro hijo diga que no, que ya no sabes lo que es eso, y acercas tu mano a mi cara. Otras, preguntas quién soy. Las más, ni siquiera contestas. Abro el cuaderno por donde lo dejé el día anterior y sigo escribiendo esta carta. Para que quede ahí, para que no se pierda en el olvido que soy casi siempre para ti, en el olvido que serás, tal vez, para mí. Paro de vez en cuando. Levanto el bolígrafo de punta fina y te observo. Ya no veo ese brillo en tu mirada que unas veces era enfado, otras dudas, y algunas miedo. Aquella viveza con la que me seguías hasta la cocina, abrías el frigorífico y mientras yo terminaba de freír un pescado o de echar los fideos a la sopa, tirabas de la anilla y bebías de la lata de cerveza. ¿Cuándo dejé de pedirte que me dijeras que me querías? ¿Cuándo dejaste de hacerlo tú? No lo recuerdo. Quizás fue un pacto entre los dos, sin que lo acordáramos con palabras. Quizás dejé de pedirte que me dijeras que me querías, porque si me contestabas sí, yo pensaba que era no, que necesitabas tapar algo con ese sí, y si me contestabas no, tal vez te creería. Habías vuelto y ya no era igual que antes. Ni mejor, ni peor, sólo diferente. Con más dudas y miedos quizás, pero también con heridas cicatrizadas de las que habíamos aprendido algo. Volviste y todo fue más reposado, un discurrir de días como si flotáramos en un mar calmo, tú y yo, y también el niño, a quien habías aprendido a amar como algo tuyo, separándolo de mí, de lo que yo pudiera sentir por él. Era un yo contigo, tú conmigo, tú con él, yo con él, tú, él y yo. Un mecerse sobre olas tibias.
Comencé a mirarte todas las noches mientras dormías, con el brazo doblado bajo la nuca. Seguía tu respiración pausada, tus sonrisas, tus llantos; porque sí, a veces reías y llorabas en sueños, y también hablabas. Hablabas de aquella vez, cuando te alejaste de mí porque no soportabas que yo me volcara en el pequeño, y se interpuso entre los dos cuando debía ser de otra manera. Hablabas y nombrabas a una mujer que no era yo. Así son los sueños, traicionan los secretos. Y aquel hueco tuyo, me estuvo mortificando durante un tiempo. Porque yo quería llenar cada uno de tus instantes, seguir tus pasos, conocer tu vida, hacerla mía. Que no hubiera un pedazo tuyo ajeno a mí. Intentaba ocuparlo con una historia y no funcionaba. Porque unas veces era de traición y otras de amores rotos como la porcelana que rompió mi madre cuando mi padre la dejó. ¿Me quieres? Así estuve durante mucho tiempo, intentando despejar esa incógnita que se había quedado, como un cristal duro, invisible, pero imposible de atravesar, entre nosotros. Te espiaba dormido, porque despierto no quería preguntarte e iniciar un nuevo remolino de celos, reproches y otras malas hierbas que había que segar día a día para que no cogieran fuerza y reventaran los cimientos del amor con sus raíces. De aquellas noches en vela, mirándote y escuchando tu bisbiseo y el nombre, siempre el mismo, entre sueños, guardo un recuerdo que, fíjate, lejos de ser amargura en su estado puro, tiene algo de agridulce. Porque sentí que te quería más, admiré el perfil de tu cara, iluminado por la luz de la luna que entraba a través de las rendijas de la persiana, a trozos, con sombras de agujeros negros, como los que yo llevaba en mi interior. De madrugada, me abrazaba a tu cuerpo, y me sentía feliz por poder tenerte a mi lado y dormía hasta que sonaba el despertador y tú te levantabas y me mirabas desde tu altura. Quieto durante unos minutos. Vigilando mi falso sueño. Te miraba a través de dos rendijas, entre los juncos de mis pestañas, sin que tú te dieras cuenta. ¿O tal vez sí?
No fue premeditado. Te inclinaste para darme un beso, como hacías todas las mañanas, después de mirarme. Y yo susurré un nombre que no era el tuyo. Te detuviste a medio camino, y te pusiste serio un momento. Pero enseguida volviste a sonreír. Bajaste hacia mí y, después de besarme, dijiste: “Yo también te quiero”. Y me sentí feliz y algo avergonzada por mí, por las dudas, por el resentimiento acumulado durante todas esas noches. A ti no te importaba que otro nombre habitara mis sueños ¿por qué iba a importarme a mí? A veces pienso que tú, como yo, fingías dormir, y que inventaste un nuevo juego para nosotros. Nunca podré saberlo porque tú ya sólo estás a ratos conmigo y esos ratos se nos van en un mutuo reconocimiento. En tocarnos. Volver a nuestro antiguo juego, decirte una vez más: “Dime que me quieres”. Y contestarme con una sonrisa y un cabeceo, antes de que la mirada se te vaya otra vez detrás de la ventana, de los edificios, del campo, del mar, de la tierra, del espacio, del pozo en el que ahora andas metido, mi querido Alberto.

1/3/11

FINALISTA "CUENTA 140"


Saqué el cuchillo de la caña de mi bota y lo hundí en su pecho. Dicen que era estrabismo, pero lo cierto es que me miró mal.