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Tomada de la red |
La piel de un bebé,
fina y delicada, llama a la caricia suave, para no dejar mácula. El tiempo es
aún un leve soplo de vida. Duele verla cuando el roce de un pañal, o de una sabanita
deja su marca roja. Los padres buscan la esponja que mime, el gel que lave sin
dañar, la crema y el aceite que nutran, la colonia que alimente el olor a
recién nacido en la casa.
Y pasan los años.
La cicatriz en la rodilla de aquella caída durante una
carrera en la niñez. La quemadura en la espalda cuando nos creíamos inmunes al sol,
en una playa cualquiera, jóvenes y sin más futuro que la inmediatez del día
siguiente, y el cine y el beso de enamorados. La flexibilidad, como piel de
tambor, de la barriga, si eres ella y madre. La cuna en los brazos cuando eres
él y padre. El primer racimo de pliegues alrededor de los ojos. Los enfados,
surcos pequeños y perennes en el entrecejo y la boca. Las risas en finas líneas
en las mejillas. Las primeras manchas pardas en las manos. La rugosidad en las
rodillas. Los pellizcos en los brazos. El tiempo, condensado y veloz, deja su
rastro en la piel. Miramos el pasado. Envidiamos esas fotografías donde aún
conservábamos la lozanía. Las estaciones pasan el cepillo de púas por la
tersura y la mancillan. Acercamos una mano a la nariz y ya no huele a bebé, ni
a juventud. Queremos atrapar el segundo, el minuto, la hora, el día, el mes, el
año; que no se nos vaya. Dar un paso atrás. Y otro. Y otro más para llegar a
donde todo comienza. Pero aquí estamos, mirándonos en el espejo, cuarenta y
cuatro años cogidos de la mano. Y vemos la huella y el reflejo de mucha vida en
el mapa de nuestra piel.