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12/12/15

ACCÉSIT DEL XVIII PREMIO INTERNACIONAL JULIO CORTÁZAR DE RELATO BREVE

LA PALOMA
Perdón señorita, pero mi úlcera no puede con tanto sufrimiento, dijo mientras se incorporaba para bajar una maleta pequeña del guarda equipajes. La puso sobre la mesa supletoria y la abrió. Luego volvió a cerrarla y la dejó en su sitio. Destapó el frasco que había sacado del botiquín de viaje que llevaba siempre consigo, y echó una pastilla dentro de un vaso de plástico. Mientras subían a la superficie del agua las burbujas de la tableta efervescente, regresó su mirada compasiva hacia la mujer que tenía a su lado. Ella contenía el llanto en hipidos pequeños, sin dejar de disculparse.
    Usted no ha hecho nada. ¿Verdad que no ha sido usted, señorita? No tiene que pedir disculpas— dijo el compañero de asiento de Adoración Parra, con la voz dulce y persuasiva de un cura escuchando una confesión.
    Ya lo sé. Pero le estoy dando el viaje con mis problemas. Lo siento de veras— siguió ella lamentándose.
    ¡No, por Dios! Lo que ocurre, señorita, es que a mí me educaron en la piedad. Mi abuela, señorita. Porque me quedé solo muy chiquito y ella tuvo que sacarme adelante. Fue mi madre y también mi padre. De él no tuve noticias hasta hace poco. La abuela  Trini tenía prohibido mencionarlo en la casa. Luego supe cosas, señorita, pero esa es otra historia. — Dejó de hablar para beberse el agua blanquecina donde se había disuelto el medicamento. — ¡Mucho mejor ahora! Ande, pare de llorar que es usted muy guapa y va a estropearse un cutis de porcelana. Porque tiene usted una piel preciosa.
     Beni del Corral le tendió un pañuelo de hilo con sus iniciales bordadas. A mano, eh, señorita, por la abuela Trini, le aclaró mientras no dejaba de mirarla. Ella le dio las gracias y después de enjugarse las lágrimas, estrujó el pañuelo dentro de su puño derecho. Los dos se quedaron callados durante unos instantes. Él se pasaba la mano por la corbata. Ella miraba la lluvia estrellarse contra la ventanilla mientras recordaba, como una pesadilla, las últimas horas. No era posible. No podía haberle ocurrido una cosa así. La más guapa, eso decía Ramón Ramos a menudo, la mejor, me llevo la mejor. Después de tanto tiempo cortejándola, recibiendo un no por respuesta a sus pretensiones, después de merodear como lobo en celo por el portal de ella, al acecho, esperando su regreso del cine con las amigas, de la discoteca, del paseo y el batido en la heladería «Menta fresca», ella se rindió al fin a los halagos, al te voy a querer más que nadie te puede querer en el mundo. ¡Qué prisas con el casamiento!, decía su madre. ¿No será...? Que no madre, que no, que Ramón está impaciente por tenerme, le contestaba ella. Y sí, tenía mucha prisa, pero para dejarla plantada el mismo día de la boda, no sin antes haber dado el sí ante el cura. Ahora vas a saber lo que se siente, susurró Ramón a su oído, cuando te desprecian. Después se dio la vuelta y salió de la iglesia silbando una canción de moda.
     Adoración Parra no podía quedarse allí. Una vergüenza así necesitaba una distancia grande. Tuvo aquel impulso de tirar del bolso de Paquita Maravillas y correr, correr, hasta verse frente a la taquilla. Vestida de novia y en la estación. No vertió ni una lágrima hasta que el tren se puso en marcha. Entonces dio rienda suelta a su rabia. Porque lo que la hacía llorar sin término era el desplante de aquel miserable. Amor, amor, lo que se dice amor, debía reconocer que tampoco le tenía mucho; había sido seducida por los halagos continuos, las flores, el perfume, las promesas de una vida sin penalidades. Y allí estaba Beni, todo un caballero a la antigua usanza, para consolarla.
     El sol salió de repente y entre las nubes se abrió el arco iris. Sin duda era una señal. Tal vez fuera mejor, después de todo, lo ocurrido, se dijo Adoración. Tendría otras oportunidades. Pero qué oportunidades iba a tener una mujer casada con apenas dieciocho años y sin un trabajo. Volvió al llanto. Esta vez fuerte, amargo y desesperado.
    ¡No, no, señorita, no me haga esto!— se quejó Beni— Ahora que se había tranquilizado. Usted vale mucho, señorita. No hay nada más que verla. ¡Si parece un ángel caído del cielo! Sólo le faltan las alas. ¡Bellísima, criatura!, ese novio suyo...
    ¡Marido, marido!— lo corrigió Adoración mientras retorcía el pañuelo con las dos manos como si escurriera una bayeta de fregar.
    Bueno, sí, pero no se ha consumado el matrimonio ¿no es así, señorita?
    No ha dado tiempo.
    Por eso, por eso. Se puede anular. Todo se arreglará, ya lo verá. ¡Pero qué guapa es usted, señorita! Ese canalla, permítame la expresión, no se la merece. ¡Dejarla así, tirada! ¿Quiere un refresco? Voy al bar y se lo traigo. ¿No, seguro? Ya sabe que no tiene nada más que pedírmelo. Tengo dinero. He vendido la casa. También la tierra. El burro que daba vueltas a la noria. Todo, señorita. La vida en el campo es muy dura. La abuela Trini me educó en el trabajo y la disciplina. Me levantaba cuando aún no había amanecido. Tazón de café con sopas de pan y a trabajar. — Hizo una pausa para beber un trago de agua sin dejar de observarla. — En cuanto a las mujeres, siempre me decía: «No tengas prisa. Ya encontrarás a una buena mujer a quien respetar  cuando llegue el momento. Mientras tanto, a tus asuntos». El caso es que aún no la he encontrado, señorita. 
     A través de la megafonía anunciaron la siguiente parada.  Adoración  volvió la cabeza y vio su imagen reflejada en la ventanilla. El tocado de florecillas, el vestido de organza, todo blanco. Ella a punto de desaparecer, engullida por el tejido vaporoso. Cuánto le habría gustado tener una falda sencilla y un jersey de algodón para cambiarse.
    Está muy guapa así, señorita— dijo Beni sobresaltándola. Sintió como si pudiera leerle la mente y eso la inquietó.
    Me gustaría tener otra ropa para cambiarme. No me encuentro a gusto en traje de novia.
    ¡Ah!, por eso no debe preocuparse, señorita. Como ya le dije, tengo dinero y puedo comprarle lo que necesite.
    ¡No, no, de ninguna manera puedo aceptarlo!
    Usted tranquila. Sería sólo un préstamo. Ya tendría ocasión de devolverme el dinero, señorita. Su papá... — dejó sin acabar la frase mientras la miraba con atención.
    No tengo padre. Murió hace dos años— aclaró Adoración con una nueva llantina.
    Son cosas de la vida, señorita. Usted pudo contar con él cuando era una niña, recibir sus consejos, caricias; también, seguro, algún castigo cuando se portara mal... ¡Lo que debe hacer un padre! En cambio yo, fíjese bien, señorita, no tuve nada de eso cuando era un chaval, sólo lo que me dio la abuela Trini, que a veces, en confianza, era escaso porque la pobre bastante tenía con sacarme adelante. Ha tenido que ser de mayor.
    ¿Conoció al fin a su padre?— Adoración Parra había dejado de llorar. Formuló la pregunta después de beber de la botella de agua de Beni.
    ¡Beba, beba, señorita!— la animó él— Conocerlo, conocerlo, poco. Vino a visitarme al poco de morir la abuela. Un señor bien trajeado, con corbatas de colores y camisas floreadas; zapatos y botas de piel de cabritilla y cocodrilo; pulsera, anillo y cadena de oro al cuello. Un dandi con el pelo engominado y un bigotito bien cuidado. Sin embargo, señorita, aunque el envoltorio era excelente, por dentro las cosas no marchaban bien. Para decirlo en plata: se estaba muriendo. Y, lo que son las cosas, en el último repechón de vida quiso venir a verme para hablarme de su testamento. Me dejaba todos sus negocios de la capital. Pero conforme el tumor avanzaba, se fue volviendo blando. No dejaba de lloriquear y acordarse de mi madre. Incluso fue a confesar sus pecados. Y no sé si fue idea suya o de don Pascual, pero quería liquidar sus bienes para entregarlos a la iglesia, señorita. Ellos ya tienen bastante, padre, le decía yo, pero él erre que erre. Un día tras otro, iba retrasando el momento de llevarlo al notario para anular el testamento y ordenar las ventas, porque él no estaba en condiciones de dar un paso sin mi ayuda. Hasta que le llegó su hora.
     Beni dejó de hablar y la miró detenidamente. Ella parecía a punto de dormirse de agotamiento y había parado de llorar. El tren dejó atrás los campos y avanzó rápido entre las primeras construcciones. Por megafonía anunciaron la inminente entrada en la estación. Beni consultó el reloj: puntual como siempre.
    Regreso de firmar los últimos papeles para acabar con las propiedades de  la abuela Trini. Porque yo, señorita, me trasladé a la ciudad, a regentar los negocios que heredé de mi padre. Y, créame, dan el dinero suficiente para vivir de ellos el resto de mi vida... ¿Cuántos años cree que tengo? ¡Ande, dígalo sin miedo!
    ¿Cuarenta?— aventuró ella.
    No tantos, señorita, no tantos. Es el campo que envejece mucho. Pero voy a cuidarme en adelante. Buena comida, buena bebida, masajes y... lo que venga. — Se calló un instante, luego se lanzó—  ¿Tiene usted donde pasar la noche? Si no quiere, no me responda, yo sólo quiero ayudarla.
    No conozco a nadie— dijo ella agachando la cabeza.
    ¡Pobrecilla! Pero, señorita, usted no tiene que preocuparse. Yo le puedo dar alojamiento.
    No tengo dinero para pagarle.
    Ni trabajo.
    Tampoco— confesó ella con un hilo de voz.
    Pues ya lo tiene. Como le dije, mi padre me dejó  unos locales muy bonitos, decorados con luces de neón de colores que se apagan y se encienden; con muchas señoritas que cantan y bailan. ¿Tiene usted buena voz? ¿No? ¿Y algo de baile, se le da bien? ¿Tampoco? ¡No importa, no importa! Puede hacer de... de camarera, ¡vamos, servir bebidas y todo eso! ¿Sí? Es un trabajo fácil y pago bien, porque como me dijo mi padre, en estos negocios hay que tener al personal contento.
     El tren entró suave en la estación y se detuvo. Beni del Corral se levantó para bajar su maleta sin perder de vista a Adoración Parra que permanecía sin moverse de su asiento. Después, con una sonrisa que mostró unos colmillos afilados y amarillentos, le ofreció apoyo para incorporarse. Ella dudó unos segundos antes de entregarse, pasando una  mano por el hueco de su brazo. Bajaron enlazados, como una pareja estrafalaria.
    Ya verá como le va bien, señorita. Estará contenta. Puede ocupar el cuarto de arriba del «Arrabal», mi club más distinguido. Y lo arregla como usted quiera, porque he de confesarle que la inquilina que ocupó la habitación con anterioridad era, como diría la abuela Trini, un poco espesa. Así la dejó, hecha un asco. Ahora, si no quiere estropearse unas manos tan finas como las que tiene, puedo encargar que se la limpien, luego se lo descuento de la paga mensual. Usted, señorita, en adelante estará siempre bajo mi protección. No tiene que preocuparse por nada.

14/2/15

SEGUNDO PREMIO DEL XXVIII CERTAMEN DE CARTAS DE AMOR EL TIMÓN






De izquierda a derecha: la presidenta de la asociación el Timón, Manoli Sánchez; Isabel Jiménez, tercer premio; Amando García Nuño, primer premio; servidora, segundo premio; y la alcaldesa de Puertollano, Mayte Fernández.

LA PRINCESA DEL GUIRLACHE


Siempre ocurre. Me quedo idiotizado en mitad de la cocina. Tú dejas de remover en círculos, levantas la cuchara de madera y un hilo ámbar se estira hasta donde detienes tu mano. Entra el sol de mediodía por la ventana y brilla el azúcar tostado y líquido. Te quedas así una partícula infinita de tiempo. Doy dos pasos con el impulso de cortarlo, de quedarme con el hilo enrollado en mi dedo, pero tú ya lo sueltas y cae, enroscándose sobre el fondo de la sartén. Te pasas el envés del brazo por la frente poblada de gotas brillantes bajo el calor de julio. Remueves con energía: no tiene que pegarse, haciendo como si no supieras que estoy parado sin saber si salir o dar el paso que nos separa. Y es entonces cuando se oye el rechinar de los goznes de la puerta. El tío Mario. Que nos vamos ya, chaval, a la era, dice. Tiene esa manía de poner el que delante de todo. Que te estás quedando lelo ahí parado. Y tú, mi princesa del guirlache, levantas la cabeza, aunque sigues removiendo, removiendo, siempre en círculos, removiendo... y me dedicas una de tus sonrisas. Que se te va a quemar, advierte el tío. Vuelves a lo tuyo. Y yo retrocedo  en las losetas gastadas, viejas de tantos años, de tantos amores y odios alrededor de un fuego siempre encendido. Que quiero un pocillo de café. Que cuándo está la cena, mujer. El tío siempre pide algo. Siempre. El fuego tiene que alimentarse con la urgencia del hombre de la casa.
     La tía Mamen se agachaba a recoger las hebras de azafrán y sacaba un dedo herido. Y la princesa del guirlache le chupaba la sangre. La tía Mamen escaldaba gallinas en el caldero de agua agarrado del gancho que colgaba de la chimenea. Pero no mataba animales. Que le cortes la cabeza, mujer, ordenaba el tío. Se echaba a llorar, ella. Que sois muy flojas las mujeres, decía él sacando belfo, crecido con su machete en la mano. La tía Mamen se nos fue en una crisis de asma. Y te quedaste tú, mi princesa del guirlache, para derretir a fuego lento el azúcar y hacerlo caramelo tostado y cremoso para las almendras.
      ¿Te das cuenta? Caramelo y almendras. ¿Te das cuenta? Tú y yo, el guirlache que endulza tus noches y las mías cuando se va el calor y refresca en el porche. Tú y yo y el guirlache que haces de día. Te sientas en el balancín y cortas un trozo en dos. Ni los grillos apaciguan el golpe seco del dulce al quebrarse. Me preparo. Toma, ofreces. Y nuestras manos se rozan. Luego tú sueñas y dejas que en tu ensoñación yo te dé impulso. Tus pies tocan los tallos del trigo, a lo lejos. Y hay un silencio roto por el cricri de los insectos y el rechinar de las argollas en el balancín. Tú sueñas, sabe Dios con quién, yo cierro los ojos y aspiro el olor a hierbabuena que impregnó tu pelo con el último guiso. Entonces llega él y nos regresa a la realidad de sopetón. Que ya es hora de acostarse. Dejo de impulsarte y tú paras el balancín arrastrando la puntera de los zapatos por el suelo. Yo me voy a dormir a la habitación que tus padres reservaron para mis vacaciones de verano. Y tú, querida prima, mi querida princesa del guirlache, desapareces entre las sombras, tragada por la boca de dragón del pasillo, de camino a tu encierro.
     Pero cada año que pasa recojo un poco más de valor y ya estoy casi a punto. Un día acortaré la distancia que me separa de ti en la cocina y liaré el guirlache en mi dedo y te lo daré a probar. Una noche sentiré el frío del suelo bajo mis pies descalzos y avanzaré silencioso hasta tu cama y me meteré bajo las sábanas. Seremos guirlache. Y ni tu padre ni nadie podrán separarnos.

21/7/14

CARTELES - SEGUNDO PREMIO DEL I CONCURSO DE RELATO CORTO “SIERRA DEL POZO”

Mi agradecimiento al jurado de Pozo Alcón y especialmente a Francisco José Rodríguez Torrecillas, concejal de cultura que, con su buen hacer, consiguió que fuera una visita inolvidable.

Tomado de la red.





Ayer retiraron el cartel. Una reliquia, dijo el dueño de la sala. Hay que renovarse, siguió él justificando el destrozo. Ni tiempo me dio a pedir que me lo dieran. El joven tiró de una esquina y separó a James Estewart de Kim Novak con una línea quebrada y blanca. Quedó el hermoso rostro de ella colgando como un despojo antes de que la mano del chico del mono azul acabara de rematar la faena arrancando el trozo más grande y James arrastrara a Kim en su caída. Luego rascó y rascó hasta hacer desaparecer cualquier rastro de aquel Vértigo que tanto me emocionó. En el suelo quedaron amontonados los restos, como testigos mudos de tantos pases como vi con la cabeza asomada, oculta detrás de los pesados cortinajes de la entrada. ¡Anda, entra!, me decía Antonio, el portero, cuando ya las luces interiores se habían apagado, porque no tenía dinero para ver todo el cine que yo quería. Entonces daban grandes películas, sin tantos artificios como ahora, historias que llegaban muy adentro. Y la sala se llenaba. A mí no me importaba quedarme de pie todo el rato, casi ni me daba cuenta de cuánto me dolían los pies de estar todo el día trajinando. Vivía. Era un sitio acogedor y seguro. Aunque echaran una película del oeste, con muchos tiros y serpientes de cascabel, a mí no me daba miedo. Me asustaba lo que había fuera: niños que alimentar, facturas por pagar, y él. Mi Ricardo. Lo quería mucho, pero daba tanta pena que envolvía la alegría en una suerte de sudario. Así que mi vida era el cine. Un mercado donde coger las mejores frutas, las más sabrosas, las más refrescantes y dulces.
      Por las mañanas era diferente. Todos aquellos carteles, encerrando tantas historias, mudos, planos, algunos descoloridos, otros brillantes, estaban ahí sólo para mí. Yo deslizaba mi mano por la cara de Gary Cooper, los colmillos de King Kong, la boquilla de Audrey Hepburn, el vuelo de la falda de Marilyn Monroe, la sonrisa de Glenn Ford, el pelo de Rita Hayworth... Cuidaba de ellos. Pasaba suave el trapo del polvo para no dañarlos. Y luego, cuando decidían cambiarlos, siempre estaba yo para recogerlos y llevármelos a casa. ¿Lo quiere, Felisa?, Marcos nunca se olvidaba de preguntarme. Este era el último cartel de los de antes. Me habría gustado tanto quedármelo. Las paredes de mi casa están llenas de ellos, pero le habría buscado un huequecito. Tal vez en la habitación de Marina. Ya no volverá a casa. Habrá hecho su vida por esos mundos de Dios. Uno a uno, todos se han ido. También mi Ricardo, después de penar lo suyo, el pobre. Estoy sola. Hace tiempo que lo estoy. Pero fue ayer cuando me di cuenta. De eso y de lo poquito que me queda de estar aquí. Mañanas enteras pasando el aspirador por las butacas, barriendo palomitas y recogiendo vasos de papel. Y luego la fregona. Un brillo sacado a fuerza de agua que dejaba los pasillos, las escaleras, todo, como un espejo. Mi reino. Y entre tanto chapoteo de agua y restregón, reverberaban las despedidas y los encuentros, los llantos y las alegrías, los nacimientos y las muertes. Aprendí de memoria más de un diálogo que el tiempo ha ido borrando de mi cabeza.
     Ahora soy yo la que se va. Jubilación lo llaman. Un merecido descanso, dicen. Pero ¿qué voy a hacer yo todo el día, mano sobre mano, si los recuerdos se me están yendo? A veces me asusta quedarme frente a un cartel donde una mujer y un hombre se despiden, con un avión al fondo, y no saber de qué película se trata, ni cómo se llamaban los actores, ni qué historia vivieron. Me está desapareciendo mi vida, como tragada por un desagüe. ¿Y qué me quedará entonces? La nada. Así que lo tengo decidido. Yo de esta sala no me muevo. Me quedaré aquí, día y noche, alimentándome de chocolatinas y palomitas, hasta que mi cuerpo lo absorba la tapicería de una butaca. Veré todas las películas que quieran pasar. Las antiguas, mis favoritas, no creo que vuelvan, me tendré que conformar con las nuevas, esas que no me gustan mucho, pero distraen. Formaré parte de este cine hasta que lo derriben para hacer un centro comercial, o lo dividan en multisalas, cualquier cosa. Entonces desapareceré con él para siempre.