27/6/21

EL PLUMIER

 


 

Tomada de la red.

Lo tenía siempre en exposición en el escaparate de la papelería, entre libretas, cuadernos Rubio, estuches de pinturas, una biografía de Felipe II y La enciclopedia Álvarez con sus niños bien alimentados en portada. El plumier tenía dos alturas. Elaborado en madera de pino barnizada y con unos arabescos ahumados. Olía a nuevo. A estrenar. Se lo hice sacar a la señora Otilia varias veces para enseñárselo. Descorría la tapa y luego giraba el piso de arriba, desde un lateral, para mostrar el sótano de aquella casa de lápices, gomas de nata y sacapuntas. Soñaba con aquel plumier.

Durante el periodo escolar de Primaria la maestra decidió hacer dos competiciones para, según dijo, estimular el esfuerzo en el estudio de las asignaturas más importantes: Matemáticas y Lengua. En la primera yo aún no alcanzaba la edad requerida: competían las más mayores. En aquella ocasión el premio consistió en un estuche con regla, cartabón, escuadra y compás que mostraba muy orgullosa, abierto sobre el pupitre, Raimunda la alumna más rápida en cálculo de todas las niñas del mismo nivel.

Aunque era una de las alumnas más jóvenes, tenía la edad mínima que estipuló la maestra para que yo pudiera competir en Lengua. El premio, según anunció con mucho bombo, era el plumier, o regalo similar, a escoger de la papelería de la señora Otilia. Desde ese momento me propuse conseguir el ansiado trofeo. Yo era buena en la asignatura. Solo flojeaba un poco en ortografía. Así que hincaría los codos para no fallar en tildes, bes, uves, haches, hiatos, diptongos y otras normas de la gramática. La única rival para mí era Luisa, la niña de la casa más alejada del pueblo y ella estaba siempre enfangada con el cuidado de sus hermanos, sin tiempo para estudiar. De las demás no había nada que temer. La hija del médico se sentaba a mi lado, era poco espabilada y tenía cero posibilidades de conseguir el plumier, así que no se inscribió en la prueba. Era una niña antipática y soberbia que nos miraba por encima del hombro y nunca se mezclaba con nosotras en el patio. Ninguna la queríamos.

Los días previos a la competición los pasé estudiando normas de ortografía y haciendo análisis morfológicos y sintácticos hasta agotar todos los ejercicios del libro. Me sabía al dedillo las oraciones compuestas y cómo analizarlas hasta conseguir no cometer ni un solo fallo. Conseguí que mi amiga Merche colaborara conmigo con dictados y otras pruebas que yo pedía que me hiciera. A cambio, le prometí prestarle todo un día el plumier cuando lo consiguiera. Centrada como estaba en el premio, no me percaté de la sonrisa burlona de mi compañera de pupitre. Más tarde supe el porqué de su felicidad.

Gané la prueba, sí, pero no el plumier que había desaparecido del escaparate de la señora Otilia. Lo había vendido después de meses sin que nadie se interesara por él al ser un artículo caro. El mismo día del examen, después de que la maestra diera a conocer los resultados, la hija del médico sacó de su mochila el plumier, lo abrió y lo mostró en todo su esplendor, cargadito de lápices, gomas, sacapuntas y rotuladores. Tuve que conformarme con la biografía de Felipe II. Cuando me entregaron el premio, a duras penas conseguí controlar el llanto y la frustración con una sonrisa forzada.

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