28/11/11

LA SIEMBRA Y LA COSECHA-EURO-PA-LABRA


Mi primera mujer me dio tres hijos. La segunda, cinco. La tercera, nueve. Cuando mis chicos tuvieron uso de razón, los puse a trabajar conmigo en el campo. Ninguno me culpó de la muerte de su madre. Ninguno me reprochó hacerles ganarse el pan. Una noche, viéndolos tomar el sopicaldo, me entró la tontuna y a cada uno le regalé un euro. Pusieron los diecisiete euros en una cartilla. Cuando enfermé, el mayor de mis hijos vino a mi cama y me dijo: Pa, no puedes morirte aún. Tienen que rentar los diecisiete euros para un entierro decente.

27/11/11

APUNTES PARA LLEGAR A SER UN BUEN CENSOR




Si usted aspira a ser un buen censor, es importante que coja experiencia.

Facebook es un buen sitio para ejercitarse. Como usted es un defensor de las causas justas, y, por tanto, de denunciar las que no lo son, usted podrá colgar en su muro el caso de un anciano al que su médico ha usado como cobaya administrándole un fármaco que lo dejó para el arrastre. No dude ni un segundo que sus amigos se unirán a las críticas de semejante práctica del doctor Miserable.

Pero si por casualidad pasa por allí un perroflauta o mosca cojonera y le da por señalar al laboratorio como parte responsable, usted, que tiene tratos comerciales con dicho laboratorio, saldrá inmediatamente en su defensa, pues no va a morder la mano que le da de comer. Y si el perroflauta o mosca cojonera sigue, erre que erre, metiendo el dedo en la llaga, no borre el post, no porque ¡qué dirían sus amigos! Lo que debe hacer es impedir el paso al que ha venido a molestar y dar las órdenes pertinentes para que nadie que no sean sus agregados, pueda leer ese debate. Así quedará como un justiciero ante sus amigos y habrá condenado al cuarto oscuro del ostracismo al disidente.

Ya verá cómo en poco tiempo pasa de envasador de pastillas y cápsulas, a censor, típex en mano, de prospectos, tachando en las contraindicaciones, riesgos de infartos de miocardio, íctus, cirrosis y otras banalidades que solo sirven para alarmar y estropear el negocio.

De nada, hombre, de nada, a mandar que para eso estamos.


¡Ahí va, qué chulo me ha quedado! Estoy pensando que con unos arreglitos lo puedo enviar a ese concurso de pocas palabras y muchos euros. Con suerte, lo mismo pasa la primera selección aprovechando un despiste, y gracias al hastío u otra circunstancia de los miembros del jurado, me dan el primer premio y me embolso una pasta gansa.

24/11/11

¿NOS ESCUCHAMOS?



Hace ya mucho tiempo, cuando mi hijo mayor, entonces de cinco años, peleaba por su vida en una UVI, yo iba a la cafetería, y al ver a los viejecitos mojando un churro o una porra en un café y comiéndosela como si la rumiaran, pensaba que ellos ya habían vivido, que les tocaba morir y no a mi niño. Y cuando la compañera de una enfermera, a la que tanto debo por su apoyo, mostraba su preocupación por la fiebre altísima de su hijo que no cedía, también pensaba que era muy injusto tener que escuchar algo tan nimio frente al calvario por el que yo estaba pasando.
Ni los viejecitos ni la madre enfermera tenían la culpa de lo que a mí me ocurría, la responsabilidad era del conductor del coche que nos embistió.
Así que yo no tengo la culpa (no voy a pedir perdón por ello a los millones de parados) de que yo tenga un contrato eventual, al ochenta y cinco por ciento, que finaliza en julio. De igual modo que no tendrán responsabilidad, cuando yo me quede en el paro, los compañeros que, al ser fijos, conserven su puesto de trabajo. Ni deberán rasgarse las vestiduras aquellos que no tengan que pagar hipotecas porque haya gente viviendo en la calle.
Sí, tenemos responsabilidad los votantes, hayamos metido una papeleta o no en una urna, sobre lo que está ocurriendo. Decidimos con lo que hacemos o dejamos de hacer, sobre el pasado, el presente y el futuro por llegar. Así que no, no somos unos pobrecitos, sino ciudadanos con plenas facultades para tomar decisiones. Es muy fatigoso, lo sé por experiencia, pero hay que mostrarse dispuesto a rebelarse y a luchar, cada cual a su manera.
No es lo mismo quejarse de una uña rota que de un brazo roto y habrá que escuchar al segundo, pero, sin llegar a estos extremos, todos tenemos nuestras heridas, unas más grandes y otras más pequeñas y todos tenemos necesidad de que se nos escuche. Sin embargo, no parecemos dispuestos a hacerlo, enseguida sacamos nuestra situación a la palestra e intentamos acaparar la atención del que escucha, y si no lo conseguimos, nos ponemos agresivos y echamos en cara que lo nuestro es más importante, que no se nos muestra respeto por nuestra situación que es la peor con diferencia. A veces incluso olvidamos que tenemos enfrente a alguien que nos ha echado una mano.
Y así volvemos a Babel.

Resumiendo, que todos tenemos responsabilidades que asumir y también derecho a un pico del paño de lágrimas. En definitiva a ser personas comprometidas y solidarias y a escucharnos los unos a los otros.

23/11/11

CONOCIÉNDOTE, CONOCIÉNDOME




No me digáis que no es una belleza. Gracias MJ, me leo y estoy encantada de conocerme.


Hay un duende en Lola, la niña traviesa que chapotea de charco en charco buscando una rana para ilustrar el cuento que siempre quiso escribir. Nostalgia en el abuelo que se queda varado frente al televisor, perdido en el laberinto de sus recuerdos. Soledad en la abuela que se sienta en el umbral para tomar el fresco esperando el caramelo que endulzará su mirada. Un par de zapatos que no encajan en los delicados pies de cenicienta ni en los del niño que aprende a hacerse mayor asumiendo como propio el dolor ajeno. Una fecha marcada a fuego en el alma indignada de una Lola solidaria. Un cabello ensortijado donde nacen las palabras que fluyen como ríos de tinta sobre el papel en blanco. Hay, en fin, un genio en Lola, la escritora que convoca a las musas con sólo frotar su lámpara mágica.

María José Abia.

21/11/11

EL TIEMPO ENCRIPTADO O EL MILAGRO (NO TAN) SECRETO


fotografía tomada de la red

El primer día tiró, distraída, el agua del cubo al patio. El segundo, le pareció que el hombre a quien iban a fusilar era el de la víspera. El tercero, se acercó con precaución, aplastando a la abeja que proyectaba una sombra fija en una baldosa. No se movía un pelo de aire. El cuarto, limpió con el trapo del polvo la gota de agua de la mejilla del reo. Después enfermó. Cuando volvió, sólo quedaba una salpicadura de sangre en la pared del patio.

18/11/11

REBELIÓN


Fotografía tomada de la red
Aristóteles siguió con su discurso filosófico, como si nada. Pablo agitó el bote y se distrajo pintando el quinqué en el muro. Napoleón, con la mano bajo la chaqueta, propuso traspasar la frontera de la puerta. ¿Qué podía hacer yo si nadie me escuchaba? Sorteé el cuerpo de la psiquiatra, empujé al enfermero, derribándolo de la silla, me senté, saqué papel y lápiz y me puse a escribir: "La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores".

16/11/11

FANZINE RUIDO

Fotografía tomada de la red

Y QUEDARÁ LA NADA

Mi instinto dice que tu perfume ya no es verde; que la mermelada no es música para camaleones; que el néctar dulce del bodoque no existe; que el canto del jilguero nunca más será terciopelo. Mi instinto dice que la soberbia me llevó por caminos equivocados y la ceguera a regresar a un hogar sin chimenea encendida, sin lavanda, sin tu tarareo, sin el quejido chico de la aguja al horadar la tela tensada del bastidor. Mi instinto dice, en fin, que cuando hoy vuelva, desapareceré, como tú, entre las paredes de nuestra casa.

INVASIÓN


Me quedé a esperarla sin pasar de la entrada. Poco a poco, ella había ido tomando cada estancia a pasitos cortos, sin que nada ni nadie pudiera detenerla; y yo, después de mi intento de huida, fui obligada a regresar por los cancerberos de bata blanca y sonda gástrica. Antes de verla frente a mí, con la cara amable de mi bisabuela, olí su perfume de adormidera. Me despedí de mis recuerdos, luego dejé que ella invadiera con un abrazo, el último rincón de mi cordura.

Gracias, Anita.

14/11/11

MALAS HIERBAS- COSECHA EÑE 2011



Cuando cumplí seis años, mi madre me regaló una alcancía para que comenzara a ahorrar para el futuro. Mi padre, una azada para el trabajo en la huerta. A mi hermano Antonio, dos años mayor que yo, le habían hecho el mismo regalo cuando cumplió los seis años. Dejó la alcancía sobre el arcón de la entrada, donde estaban las cosas inservibles, y la azada la llevó al pajar y allí se quedó abandonada para siempre. No se quejó de los regalos, pero tampoco los recibió con las muestras de alegría con que lo hice yo. Él no creía en el ahorro ni en el trabajo, ni en nada que no fuera conseguir un beneficio inmediato para derrocharlo. Yo, en cambio, seguía los pasos de mis padres.

Los domingos por la tarde íbamos a visitar a la abuela Leocadia. Nuestra madre nos ponía el pantalón gris de franela con la raya bien marcada, la camisa blanca y el chaleco también gris, los calcetines negros y los zapatos de cordones, bien lustrados, del mismo color. Nos peinaba con agua hacia atrás y, con el pelo brillante y relamido, subíamos la calle del maestro Ruiz González. Yo contento, pensando en las monedas que me daría la abuela para llenar mi alcancía; mi hermano Antonio enfurruñado, pasando la mano por el pelo desde la coronilla, para despeinarlo.
La abuela Leocadia vivía en la casa más grande del pueblo. En sus techos y paredes pintadas, en sus adornos de angelotes de escayola, se adivinaba el esplendor de otras épocas, cuando vivía el abuelo Benito, un derrochador que siempre andaba metido en proyectos que dejaran su huella en la historia de la casa. De aquella época quedaban los angelotes; las pinturas imitando escenas griegas, que la abuela tapó con manos de pintura blanca, y que se empeñaban en salir todas las primaveras; los azulejos a media pared del patio; y una imitación de una fuente romana. La casa se caía a pedazos, pero a la abuela no le importaba. “¡Para qué voy a meter dinero en ella!. Con el poco tiempo de vida que me queda, no voy a disfrutarla. Que se entierre conmigo”, decía cuando mi hermano le echaba en cara lo que él llamaba usura. Aquellos desplantes y malos modos, le costaban caro a mi hermano, pues la abuela Leocadia lo castigaba dándole una sola moneda mientras que a mí me daba dos o tres. A él parecía no importarle, y muchas veces me la regalaba. Decía que con esa miseria qué iba a comprar. No se trataba de comprar sino de ahorrar. Intentaba convencerlo, y él me decía: ”¡ Pobre Luis, pobre Luis!”, mientras pasaba su mano por mi cabeza.
La abuela Leocadia murió muy vieja pero no de achaques de la edad. El tejado de la casa se le vino encima mientras dormía. Mi padre lo sintió mucho, no sólo porque había perdido a su madre, también porque se le fueron unos cuartos en pagar a algunos hombres para que la sacaran de debajo de las tejas. De la casa que heredó no quiso hacerse cargo. Mucho gasto y nada de ganancias, dijo. Y entonces fue cuando mi hermano quiso quedársela. No fue por enriquecerme a su costa, pero esa casa, una vez muertos nuestros padres, me correspondería a partes iguales con mi hermano, y si él la quería, qué menos que pagarme un dinero. Así se lo dije a mis padres y ellos estuvieron de acuerdo conmigo. A mi hermano se le nublaron los ojos de tristeza. No porque no pudiera pagarme. Él, si quería, era buen trabajador y si algo le interesaba, no dudaba en coger la azada, la sierra, o lo que hiciera falta, para conseguir un fajo de billetes. Era otra cosa, dijo. Le apenaba yo, tan ruin como nuestros padres. A mí fue la primera vez que me molestó oírle hablar así de mí y de mis padres, que eran los suyos, pero no quise afearle sus palabras. A fin de cuentas, bastante tenía con ser un manirroto, un hombre sin provecho ni futuro. Le dije que bueno, que se lo pensara, y él no tuvo nada que pensar. Aceptó mi oferta y se fue del pueblo durante unos años. Volvió con callos en las manos, algo tocados sus pulmones por el polvo de las minas, y con una bolsa llena de dinero. Cuando contaba los billetes para pagarme, me arrepentí de no haberle pedido más por la casa; a buen seguro lo habría dado con gusto, pero soy un hombre de palabra y no iba a volverme atrás. Él se quedó con la casa en ruinas y yo volví al trabajo en la huerta.
Mi hermano Antonio mandó picar las paredes para quitarles las capas de pintura que le dio la abuela y que volvieran las escenas de griegos que tanto le gustaban. Hizo un nuevo tejado y restauró los angelotes, metió una bomba para sacar agua del pozo y darle vida a la fuente, puso azulejos donde faltaban y enlosó el patio. Mandó traer canapés y sillones, camas que ocupaban habitaciones enteras, y aceites para el baño que se hizo construir robándole un trozo a la bodega donde guardaba botellas de vino y licores. En su despensa no faltaba el chorizo, el jamón y los tocinos: todos los martes venía una negra con la que pasaba las noches de los domingos, con algo para él. Yo veía con horror ese ir y venir de aquella mujer a la casa de la abuela mientras me esforzaba en sacar las lechugas adelante, los tomates, los pepinos y otras hortalizas para el consumo de mi familia y la venta en el mercado.
Mis padres andaban encorvados, con la cabeza gacha, y no volvieron a nombrar a mi hermano ni a visitarlo. No tengo la menor duda de que él les quitó las ganas de vivir. Primero murió mi padre de una mala caída del manzano de la que no tuvo fuerzas para recuperarse; luego mi madre, que no supo qué hacer sin mi padre. Aguanté la presencia de mi hermano en el entierro, del brazo de la negra que llegó al pueblo sin papeles ni ropa, ni donde caerse muerta, por no armar un escándalo, pero desde ese día, miraba para otro lado cuando me cruzaba con él por la calle.
Me casé con Aurelia, una mujer limpia, callada y hacendosa que me dio tres hijos varones. Ella se levanta conmigo al amanecer y me prepara los torreznos y las migas y el café con leche. Me hace un hato con la fiambrera para que no tenga que dejar una tierra sin cardar, ni unos pimientos sin recoger para volver a casa a la hora de la comida. La alcancía que me regaló mi madre, se llena muchas veces, y yo voy sacando los billetes y las monedas y las guardo en una arqueta de madera porque de los Bancos no me fío. La huerta, de la que mi hermano no reclamó su parte, pasó a mis manos. Yo, por si acaso, gasté algo de dinero en un notario que arregló los papeles para que los firmara, cediéndome todos sus derechos, no fuera a ser que un día se arrepintiera y quisiera aprovecharse de mi trabajo. Peor aún: que le diera por casarse con la negra y luego ella reclamara la mitad de la huerta. Pero mi hermano no se casó, ni tuvo hijos, afortunadamente, porque qué vida podía darles un padre así.
La negra trajo a otras negras. Gente rara que atraviesa el mar en un barcucho para quedarse en nuestra tierra sin papeles. Levantaron una casa en las afueras, cerca de la carretera que va a la ciudad, y allí hacían collares y vasijas de barro por el día, y por la noche atendían el bar que montaron dentro de la misma casa. Los domingos cerraban el negocio y se iban a casa de mi hermano a pasar la noche. De allí salían gritos y carcajadas. Decían los vecinos que no eran risas humanas. También se escuchaba música hasta primeras horas del día siguiente. Luego todo era silencio.
La antigua casa de la abuela tenía sus merodeadores. Los hombres, cuando se hartaban de jugar a las cartas y beber chatos de vino, algo achispados, acercaban las orejas a la puerta y a las ventanas y se emborrachaban aún más con la barbarie que les llegaba de dentro. A mí aquello me repugnaba y sólo los acompañé una vez, supongo que más bebido que de costumbre. Una vergüenza que no logro borrar del todo. Me sumé al desahogo colectivo que se estrellaba y absorbía las rendijas de puerta y postigos, escurriendo por el umbral, y luego me sentí como un puerco y me dio lástima de mi hermano. Yo había caído una vez, pero él siempre estaba en lo más bajo. Un lodazal la casa de la abuela, de la que mi hermano Antonio apenas salía. En parte, como aseguraba, porque no había nada más allá de esos muros que pudiera interesarle, pero también, porque tenía los pulmones atascados de polvo de minas y respiraba como un pájaro en los días calurosos y sin agua, boqueando a cada paso.
Las autoridades eclesiásticas tomaron cartas en el asunto, alertadas por una denuncia del párroco, quien aseguraba que aquella casa era el mismísimo infierno y en ella se llevaban a cabo todo tipo de atrocidades. Aseguraba haber oído convocar al demonio en una orgía de depravación jamás imaginable. Claro que, para haberlo oído, el señor cura debió acercarse también a la puerta uno de aquellos domingos. No habría podido, de otra manera, hablar con tanto detalle de las aberraciones que se consumaban dentro. También se apoyó el cura en que los vecinos aseguraban haber visto hogueras y saltar a las negras desnudas entre las llamas, y caer convulsionadas de gusto mientras mi hermano las poseía. Los vecinos justificaban haberse encaramado a los muros de los patios para asomarse, el tener constancia, como el cura, de lo que allí estaba ocurriendo. Y con aquellos testimonios hicieron llegar una carta al obispo y, de paso, a la oficina de inmigración de la capital, para que pusieran en su lugar, es decir, echaran a su país a aquellas brujas que tentaban a los hombres y los hacían perder sus ganancias en la casa de las afueras, bebiendo hasta reventar.
A mi hermano lo encontraron muerto las negras cuando fueron un martes por la mañana a llevarle pan y leche para el desayuno. El médico dictaminó que había muerto de lo suyo, ahogado por el polvo de mina. No le dio importancia a las marcas alrededor del cuello, pues, dijo, el sadismo era común en prácticas depravadas.
Lo enterré lejos de nuestros padres, porque, a buen seguro, se habrían levantado de sus tumbas si lo hubiera metido con ellos. Un ataúd sencillo en un terreno barato. Bastante hice, ya que él no dejó ningún dinero ni para mí ni para mis hijos. Todo lo ingresó en una cuenta de un Banco para sus negras. Olvidó, seguro, poner la casa a su nombre y la heredé yo porque él no tenía ni mujer ni hijos reconocidos. Tuve mis dudas. Podría haberla vendido tal y como estaba a buen precio, pero aquel lugar me repugnaba tanto que la eché abajo y esperé al mejor postor para deshacerme del terreno. Dicen que el comprador va a hacer su agosto, que dividirá el solar en parcelas y levantará varias casas. Eso me revuelve las tripas porque yo no he sacado mucho de la venta, al menos no tanto como sacará él, pero por otro lado, estoy contento de haberme librado de ella y del demonio de mi hermano, esa oveja descarriada como lo llamó el cura en la misa que ofició en su funeral. Ya sé que él no habría querido pasar por la iglesia, y que si hubiera podido, se habría levantado de la caja para salir corriendo, pero manda el que se queda, y ese soy yo.
Sigo trabajando la huerta todos los días menos los domingos. Meto mis ahorros en la alcancía que vacío cuando está llena. Y estoy educando a mis hijos como buenos cristianos, lo mismo que hicieron mis padres conmigo. Tengo una vida tranquila. Aunque, algunas noches me despierto sobresaltado, miro a mi mujer, su pelo canoso y enmarañado, su piel cuarteada por el sol y el aire y el poco cuidado, las manos anchas y callosas sobre el embozo, y me viene a la cabeza aquella noche de domingo cuando llamé a la puerta de mi hermano, llevado por la piedad sin duda, para ofrecerle un tarro de tomates en conserva. Él me hizo pasar y yo me dejé seducir por las brujas que untaron mi cuerpo con aceites olorosos y me dieron a beber vino, quién sabe si con algo de sus hechizos. Caí en lo peor que se pueda imaginar cristiano alguno. Borracho, dando saltos entre las llamas, arrastrándome en el lodo de la perdición, y vaciando mis bolsillos del dinero de la última venta de hortalizas para regalárselo a aquellas mujeres de piel suave y risa escandalosa. Y mi hermano no paraba de decir: “¡Vaya con mi hermanito!”, viéndome hacer aquellas cosas. Cogía a una, la tiraba al suelo y allí mismo me desahogaba, luego a otra, y así hasta el amanecer. Después vino el despertar en la cama de mi hermano, entre sábanas empapadas, él durmiendo a pierna suelta, feliz, y yo horrorizado. Solos porque las negras ya se habían ido. Me llegaban retazos de la noche. Los dos como bestias revolcándonos con aquellas perdidas. Me entró una ira ciega hacia él, culpable de mi caída bochornosa, de la pérdida de mi dinero que acabó, lo sé porque ella levantó el brazo cuando se la llevaban del pueblo con las demás, en una pulsera con campanitas de oro que no dejaban de tintinear con el movimiento de su muñeca. Perdí la razón. No tenía intención de hacerlo. Pero lo hice, y no me detuvo verlo abrir los ojos y mirarme como si no pudiera creer que fuera yo quien le apretaba la garganta. “¡Maldito seas!”, dije y repetí mil veces sin dejar de mirarle a la cara hasta que sus labios se volvieron morados y dejó de resollar como el puerco que era, como el puerco que siempre fue.
Me despierto empapado en sudor y recuerdo la pesadilla. Pero sé que es cuestión de tiempo, que mi vida y mi sueño volverán al cauce del que nunca debieron salir. Porque yo no tuve la culpa de que una semilla del demonio fecundara a mi madre y creciera la mala hierba.

12/11/11

ALERGIA (Abogados.Finalista de septiembre)

Fotografía tomada de la red.

Mamá lo llama catarro, pero es un premio incómodo de la naturaleza. Yo trabajaba como detective privado en la jurisdicción de Margarita. Una ocupación de bombilla y luz macilenta de cine, pero sin el glamour ni la vida excitante de un Marlowe. Necesitaba urgentemente una reforma en mis hábitos. Y aquella noche se me ocurrió dar una vuelta por los muelles. Miraba las aguas turbias, cuando pasó aquel tipo cerca de mí y comencé a estornudar sin tregua. Corrió asustado, como si fueran tiros y lo seguí con mi automática a punto, hasta darle caza. Resultó ser un mafioso. Después vinieron otros casos. Siempre me ocurre igual. Sufro algún tipo de alergia al mal. Decidí aprovecharlo y hacer el bien. Estudié para juez. No falla: entra un culpable en la sala y no paran los estornudos y el lagrimeo hasta que se lo llevan esposado. A más maldad, más estornudos.

8/11/11

SEÑALADORES - IV Jornadas Nacionales de Minificción en Mendoza (Argentina)


TODO, DEMASIADO


Apuró tanto el vaso del amor, que tragó los posos contaminados de odio.


ACONDROPLASIA

Hay un hada en la polilla que busca la luz del farolillo; un dragón en César, el perro que tira bocados a las moscas; una maga en Rosa, la vecina que trae el anís para los cólicos del pequeño; y un enano en el bebé que acuno entre mis brazos.


4/11/11

RELIQUIA DE AMOR

Fotografía tomada de la red

Le di la extremaunción al Papa y abandoné sus aposentos con la bolsita que me entregó. Pero cómo hacer el encargo. Debía bajar a la cripta y romper la lápida. Paseé nervioso, asomándome varias veces a las luces de vigilia en la plaza de San Pedro; Negrín, ladraba a mi lado. Tomé una decisión: abrí el saquito y eché su contenido en el comedero. Sor Angelina lo entendería, seguro. Después de todo, llevaba años sin ese trocito de cuerpo.

1/11/11

MALOS TRATOS

Dibujo tomado de la red

Está dulce el tiempo. En hileras, los árboles pintan de verde y amarillo. Abajo, las máquinas han levantado el asfalto. Está caliente el día. Sobre el azul del cielo los pájaros mandan trinos al aire. A ras de suelo, el estruendo de las taladradoras reventando la tierra. Se oye el espanto venir. Más abajo, cerca del infierno, cinco años peleando. En los sótanos, nadie sabe del dolor. Pasa de puntillas la cordura y deja una cabeza y un cuerpo machacados. Dice, la madre, dice. Y los veladores de la infancia miran hacia otro lado. Está duro el tiempo. Invierno de adultos. Ella, maldita alma. Él, corazón tan negro. Amores perros que siembran semillas de cicuta entre las flores de la infancia. Y bajo la cabeza y miro mis zapatos manchados de gris en un día luminoso de inicios de la primavera. Sobrevive. Hazlo por ti.