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13/2/17

PARA UN BUEN GUISO



 A Juan, por los años vividos.

 
Tomada de la red.
La razón de nuestro llanto al partir la cebolla, es la consecuencia de la irritación de las mucosas nasales cuando inspiramos una molécula llamada propanotial que se desprende al cortar sus diversas capas.
Para eliminar o reducir estos efectos, existen diferentes trucos.
Meter la cebolla en el congelador unos minutos, o en la nevera una hora, más o menos, antes de utilizarla.
Introducirla en agua templada durante un rato, o incluso, trabajar con ella sumergida.
Poner distancia de por medio.
Encender una vela al lado. Ésta absorberá gran cantidad de gases de la cebolla y así lloraremos menos al cortarla.
También hay que tener en cuenta qué utensilios y técnica utilicemos. Un cuchillo bien afilado y la destreza a la hora del corte minimizarán los efectos.
Ahora bien, podemos pasar de trucos y precauciones y dejar que las lágrimas liguen con las perlas diminutas de saliva que brotan de nuestras bocas cuando reímos. La ternura en la piel mezcla bien con las penas y alegrías que aderezan un buen guiso cocinado durante cuarenta y tres años. A fuego lento, moviéndolo de vez en cuando con mucho amor y vigilando para que nunca se nos pegue.

AMIGAS

Tomada de la red.

Para María José. Por todo lo recorrido, por lo mucho que queda por recorrer.
Aunque parezcan ajadas, en realidad dan fe de experiencia. Las limpia con frecuencia y las nutre con crema para que las arrugas no se abran en grietas. Hace un tiempo decidió darles un nombre oficial. Ese con el que de vez en cuando las llamaba. Así que la de la derecha es Filomena como una vela y la de la izquierda Felisa anda bien lista. Se las pone a diario, nada más canta el amanecer en el cielo. Y sale al Paseo. No importa si el día revienta de gris lluvia o de luz solar. Porque a esa hora el frío lo combate con gorros, bufandas y anorak y el calor aún no ha caído a plomo sobre las aceras aún húmedas de riego. Comienza a andar y ya está Felisa anda bien lista con el cordón desatado. Es díscola y no le gusta que le anuden la lengüeta. Se sienta en un banco y se agacha para hacer la lazada mientras, por lo bajini le vuelve a recriminar su egoísmo. Porque, ¿qué ocurriría si lo pisara? Podría caerse y romperse la crisma. Pero Felisa se pone muy digna y ni contesta. «¡Claro, como eres una zapatilla no tienes sentimientos!», le dice, sólo para hacerla saltar. Y lo consigue. «¿Ah, no? ¿Quién te libró de que patinaras en aquel barrizal, eh? Mi menda lirenda con esta suela que tengo que se agarra al asfalto como una lapa. ¿Y quién te hizo correr como una bala buscando refugio en el café de Pepón del aguacero del domingo?» Mientras Dora abraza un lazo con la otra punta, le da la razón, aunque puntualiza que Filomena como una vela también hizo lo suyo. Ahí no se da cuenta y un día un señor con abrigo de mezclilla y sombrero a lo Bogart, una joven con el ombligo al aire y un chicle de fresa en la boca, o una niña con un calcetín comido por su sandalia y dos ojazos muy vivos detrás de unas gafas, le preguntan si le pasa algo, si tiene algún problema y le pueden ayudar, o por qué habla sola. Ella dice que no le pasa nada, les da las gracias y retoma el paseo. Nadie tiene que saber que conversa con sus zapatillas. La tomarían por loca.
          Hace una semana, cuando recriminaba a la díscola Felisa anda bien lista su manía de deshacer el abrazo de los cordones, una vocecilla aguda como silbato, le dijo, mostrándole un pie derecho dentro de una zapatilla con dibujos de osos: «Son unas pesadas. A mí me pasa lo mismo con Enriqueta». Dora alzó la cabeza y se encontró con unos pelos de pincho del color de las zanahorias, una cara de panecillo moteado de pecas y una boquita roja como un fresón. Se llamaba Fita y había dejado atrás a su abuela que la llevaba a la escuela. Cuando la alcanzó, Fita cruzó los labios con un dedo rematado en una uña mordida y Dora hizo lo mismo. «No molestes a la señora», dijo la abuela. «No me molesta», contestó. Y decidió acompañarlas un trecho del camino. Hablaron de cosas triviales y por lo tanto importantes. A la abuela le gustaba pellizcar la miga del pan y dejarlo hueco. Fita guardaba los tirabuzones, que salían de los sacapuntas cuando afilaba los lápices de colores, en una caja vacía de galletas. A Dora le encantaba chapotear en los charcos pequeños, un chas, chas, que no llegaba a mojarle los pies por dentro.
          Con el tiempo, dejaron que Fita fuera a visitar a Dora a su casa y, mientras merendaban, hablaban con y de sus zapatillas. Incluso las dejaban corretear por el piso. A veces pasaban algún apuro cuando la abuela venía a buscar a la nieta, pues se escondían debajo de la cama, dentro de un armario, detrás de una cortina y tenían que buscarlas, llamándolas muy bajito. Porque la anciana no entendería que no supieran dónde habían dejado el calzado. Ni que decir tiene que el día que la mamá de Fita decidió comprarle otras zapatillas, llevó las viejas a casa de Dora que también tuvo que desprenderse de las suyas. Juntas conviven en el zapatero. De vez en cuando se las oye pelearse, o tirarse de puntera con la intención de darse una vuelta. Tanto Dora como Fita, las dejan salir y charlan un rato con ellas. Pero siempre cuando están solas.

2/10/15

PODERÍO


Tomada de la red.


A María Jesús que hoy tiene mucho que celebrar.

Había que verlo. Antonio el Pimientito, engallado y con el coraje en los tacones, se empleaba a fondo en el tablao. La dueña del local temía dos cosas: que el zapateado del prodigio hundiera las tablas donde la carcoma había decidido arruinar el arte a dentelladas, y que el palmeo y los vivas de la concurrencia, entregada al arte, agrandaran la grieta que recorría, como culebrilla de rayo, la pared de los abanicos y los mantones. No era capaz de discernir cuántas lágrimas se debían al arte del Pimientito, que ya había perdido la conciencia de dónde estaba y cuántas fuerzas le quedaban para desplomarse allí mismo, ahíto de gloria, y se dedicaba con devoción a las bulerías, las soleares y los tarantos, sin tomarse un descanso, rojo como un tomate maduro y sudando litros de líquido saturado de sal y vino, y cuántas a la imagen apocalíptica de su maltrecho garito derrumbándose sobre las cabezas de los clientes. Sacó un pañuelo de encaje del canalillo de sus hermosos pechos y enjugó las lágrimas. « ¡Cálmate, Mariquita, y disfruta del espectáculo!», se repetía mientras lamentaba no poder abofetearse como había hecho otras veces en privado. Eso la habría calmado, pero allí, en público, era un disparate. La tomarían por loca. Violeta la de la Parrilla vino a rescatarla con la premura de que se les estaba acabando la absenta y a ver qué hacían. Mariquita maldijo la nueva moda que había rescatado del pasado aquella bebida no hecha para hígados algo tocados, y se dispuso a crear, en vivo y directo, un cóctel que ríete tú del molotov. Los iba a tumbar a todos, ya verían cómo se les acababan las palmas y los gritos de un plumazo.
     Reme la del Geranio estaba hasta la mismísima peineta del Pimientito. Tenía las manos escocidas de tanto palmear, y por mucho que buscara acomodo en la silla de anea, la vejiga hacía rato que la estaba avisando de que, o hacía un mutis por el foro, o desaguaba en el lugar. Paquito el Chocolatinas estaba a punto de quedarse sin voz. Tenía las cuerdas vocales en un tris de decirle vete a la mierda ya, y dejar de emitir sonido alguno durante una temporada. Aguantaba, golpeando con un pie el entarimado para darse ánimos. Pero de todos los acompañantes, el peor era Toñín el Venao, atento a las evoluciones del Pimientito, con la pierna a punto, buscando el momento propicio para ponerle la zancadilla y acabar con el espectáculo.
     Pasaba la una de la madrugada cuando se abrió la puerta de la entrada. Y, como una imagen divina radiando haces de luz de neones reumáticos y mortecinos, apareció ella, enfundada en traje negro cosido al cuerpo, como una Marilyn Monroe renacida, el pelo en un recogido de apariencia descuidada, con bucles cayendo sobre sus hombros desnudos, un mantón cuyos flecos descansaban en un culo prieto como balón de cuero, y el abanico abriéndose y cerrándose a voluntad de reinona.
     El local enmudeció. Durante unos segundos, no se escuchó ni el vuelo de una mosca. Luego, mientras el cuadro flamenco se deshacía, cada cual tirando para donde podía, la niña del Caracol comenzó a andar, bamboleando las caderas a ritmo de palmas y gritos de guapa, maciza y otras lindezas que la acompañaron en su desplazamiento hasta la barra donde, mientras se daba aire con el abanico, pidió un gin-tonic bien cargadito, que la juerga acababa de empezar y quería acogerla con alegría.
      Mariquita se apresuró a preparárselo; ese y todos los que hicieran falta, consciente de que, si había alguien que pudiera salvar su negocio, esa era la niña del Caracol, cuyo poder de convocatoria se hizo patente cuando comenzaron a llegar nuevos clientes. En un rato estaría el local hasta la bandera, se dijo mientras rallaba jengibre. Pudo vislumbrarlo con las grietas restañadas, un tablao nuevo y sillas con el tapizado de terciopelo bermellón renovado, y una lágrima de agradecimiento hacia la estrella, que en breve pondría el vello de punta a todo dios con la potencia de su voz, hizo un caminito en el maquillaje hasta perderse en las honduras de tan generoso escote.

23/2/15

YO

Fotografía tomada de la red.





A mi cuña querida. A ella, y sus años sabios.

Amanece un día sin sol. El cielo, cubierto de ceniza, amenaza lluvia. Acodada en la barandilla del balcón, aspira la humedad del riego, apenas media hora antes, en el Paseo. Román regaña a su perro Torky. No te alejes o te pongo la correa, le dice. Y él cabriolea a su alrededor, contento de su espacio en libertad. Libertad, aunque no sepamos a veces qué hacer con ella, piensa. Pero libertad a fin de cuentas, concluye antes de volver a la habitación y prepararse para salir.
     Mientras se toma un café con leche, hojea un libro de reciente salida al mercado. Mete la nariz entre sus páginas y huele la tinta, tan reciente su marca en el papel que aún brilla fresca. Pero hoy no ha ido allí a comprar libros, por mucho que la llamen. Deja la taza vacía, devuelve el volumen a su lugar en el anaquel y busca en la papelería. Las libretas se alinean en montoncitos de colores sobre un mueble gris metálico. Se decide por una de tono tostado. En la portada tiene un recuadro en negro. Dentro puede escribir su nombre. Dentro pueden ir las palabras que den cuenta de qué te puedes encontrar en su interior. O nada. Será su decisión.
     Cubiletes morados, rojos, verdes, azules y amarillos le ofrecen un abanico de lápices, plumas y bolígrafos. Elige uno azul cobalto. Presiona la bola. Hace una raya en la palma de su mano. Elige una pluma verde musgo. Traza otra raya al lado de la que hizo con el bolígrafo. La tinta palpita viva en su piel.
     Con la compra dentro de una bolsa acharolada, moteada de corazones pequeños, sube al autobús que la lleva de vuelta a casa. Durante el trayecto, comienza la lluvia; al principio cae tímida, luego las nubes se abren en un aguacero. Al llegar a su parada, chapotea en los charcos que ya se están formando. Abriría los brazos, dejaría que el agua corriera por su cara, que le empapara el pelo, pero teme un catarro; aligera el paso hasta llegar al portal.
      Una ducha, ropa cómoda y se sienta frente a su escritorio. Elige el bolígrafo, mañana será la pluma. Abre la libreta por la primera hoja y escribe:
      Querida yo:
      Sé que te he tenido algo abandonada. Una desidia que habría podido acabar en desastre. Porque dime cómo podría haber vivido sin ti. O contigo como una sombra, lejos de la luz que nos hace brillar en plenitud. El quererse no es algo que deba darse por sentado; hay que cuidarlo con mimo diario para que la duda no entre como carcoma y corroa nuestros cimientos. ¡Qué sería yo sin amor! Un cascarón, algo vacío de sustancia. Porque es ese cariño a una misma lo que hace que la piel tenga color, que los labios sepan a agua dulce cuando pasas la lengua, que las manos se muevan ligeras y reconozcan la suavidad del pelo, cada rincón del cuerpo.
     Hoy he decidido escribir esta carta, a la que se sumarán, día a día, otras, para que quede constancia de que, a pesar de haberte vuelto la espalda en ocasiones, aturdida por voces que no eran la mía, yo te quiero.