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17/4/21

DE ÁNGELES Y DEMONIOS. FINALISTA EL MES DE MARZO DEL CONCURSO DE RELATOS DE ABOGADOS

Tomada de la red

No he conocido a nadie más resiliente que tú, con excepción de Lucía. Siempre ponías el cuerpo para evitar un desahucio. Defendías un derecho constitucional aunque no supieras de leyes. Pan y techo, niña, pan y techo. Fuiste mi faro para elegir profesión y ponerla al servicio de los desposeídos por la avaricia. Pero hoy me siento derrotada. Construir una vivienda con material urbano: trozos de madera, bancos rotos, donde guarecerse de la lluvia y los amaneceres de hielo en esta ciudad deshumanizada, fue la prioridad de Lucía. Cualquier cosa le valía. Todo provisional hasta que yo consiguiera ganar el juicio contra el fondo buitre que la dejó en la calle con sus hijos. Anoche unos desalmados prendieron fuego a la chabola que ardió, con ellos dentro. Atrancaron la puerta por fuera. Una tea siniestra iluminando un cielo negro como hollín. Ahora los tienes de vecinos. Cuídalos bien, abuela.

6/3/19

PURGA. FINALISTA DEL CONCURSO DE MICRORRELATOS DEL MES DE ENERO DE LAMICROBIBLIOTECA




Es su niño. Su creación. No quiere exagerar, pero, si no es perfecto, roza la perfección. ¡Le da tanta pena! Se le rompe el corazón. Lo acaricia una vez más, antes de echarlo al fuego. Crepitan las llamas purificadoras que iluminan la noche eterna, oscura como boca de lobo. Todos tienen que sacrificarse. Y él quiere formar parte del orden social que se avecina. Ellos están a las puertas con nuevos pogromos. Los libros primero, después ya dirán.

13/6/18

FINALISTA DEL 8º CONCURSO DE RELATOS BREVES DIARI DE TERRASSA

Tomada de la red







LA DEUDA
Me lo encontraba todas las mañanas en un rincón del ascensor, callado pero sin quitarme ojo. Daba pena, con aquella barba y la camisa y el pantalón arrugados y sucios. A veces coincidíamos con Paquita, la del cuarto, que sollozaba y se quejaba de lo sola que estaba desde que murió su perrita Lola. Él se contagiaba de pena y también lloraba. Pero lo peor era cuando coincidíamos con Rosalía. En esas ocasiones, la presencia de su mujer, con la ropa vieja y las manos enrojecidas y ásperas de tanto fregar, le endurecía el gesto y la mirada que yo procuraba esquivar, atendiendo a mis manos que jugaban con el llavero.
            Desde hace unos días, además me topo con él en el portal, en la calle y en el trabajo; incluso me visita en mi casa. Abro los ojos y allí está, a los pies de la cama, en el baño o en la cocina; cada vez con peor aspecto y mayor cólera. Cuando lo veo, no puedo contener el impulso de rascarme con saña la cicatriz que quedó tras el trasplante de riñón. Fue una fatalidad la complicación posterior, que no diera tiempo a hacerle la transferencia, pero a su viuda no puedo contarle la verdad, iríamos todos a la cárcel. Tengo que inventar una historia para ella y saldar cuanto antes la deuda.

10/5/18

EL REGALO. FINALISTA DEL V CONCURS DE RELATS BREUS DE CORNELLÀ

           
Tomada de la red

Como en otras ocasiones, aquel día de visita Carmela trajo a la niña. Rosita venía con una caja de zapatos debajo del brazo y una gran sonrisa que le iluminaba toda la cara. «¡Toma papá!», dijo nada más sentarse. «¿Qué son, dibujos?», le pregunté, con la intención de verlos más tarde, cuando ya estuviera en mi celda. Porque el tiempo se consume como papel de fumar y yo quería aprovecharlo para que me contaran cosas de fuera. Cómo iba el taller de reparaciones, en manos de Julito desde que tuve la mala suerte de encontrarme con aquel depravado y la niña de los Romero en el portal, y darle un mal golpe que le quitó la vida; si seguían metiéndose con mi hija los demás niños del colegio porque su padre estaba en la cárcel. Todo lo que no podía vivir con ellas, eso quería. Dentro era tan monótono el devenir de los días, que si no hubiera sido por el almanaque que me trajo Carmela, algunas veces no habría sabido si era veinte o veintiuno, si lunes o miércoles, tal era la confusión que tenía en mi cabeza. Así que quería que me pusieran al corriente de lo que pasaba tras los muros del lugar donde me habían encerrado. Pero Rosita se removía inquieta, me daba puntapiés debajo de la mesa. «¡Abre, abre!», se impacientaba. Quité la tapa de la caja y miré dentro. Folios con dibujos. «Muy bonitos», dije, e hice intención de volver a cerrarla. Entonces mi niña se levantó y me dijo al oído que quitara los dibujos, que lo mejor estaba en el fondo. Lo hice. Había hojas de morera y unos huevecillos pegados al cartón. «¿Gusanos de seda?», le pregunté en voz baja, para que nadie más pudiera oírme. Ella asintió con la cabeza y se rio. Estaba muy excitada. La abracé unos segundos, y le di las gracias. Recordé que en la visita anterior les hablé de que cuando entré en la cárcel, había visto una morera cerca de la puerta, y de lo mucho que me gustaban los gusanos de seda cuando era niño. No quería que la emoción me ganara la partida. No iba a llorar. Rosita no lo entendería, se pondría triste. Y eso no. Dejé la caja con mi tesoro a un lado y comencé con mis preguntas. Todo iba bien. Mi madre estaba un poco pachucha. Nada serio. Un catarro sin importancia. Pero a su edad, ya sabes, hay que cuidarse. Carmela hablaba y yo la escuchaba. Sabía que aunque mi madre estuviera muy mal no me lo diría. Sabía que no iba a contarme nada que me preocupara. Porque cuando Rosita se echó a llorar con el asunto de sus compañeros de clase, la rabia me llevó a una pelea en el comedor que me dejó alguna costilla rota y la suspensión de visitas durante una temporada. Así que nada de disgustos. La vida fuera era rutinaria y sin sobresaltos. Que me echaba de menos, dijo. Y ahí se le quebró la voz. Yo le repetí lo de otras veces, que pronto estaría con ellas y todo volvería a ser como antes. Sabía que el paso por la cárcel marcaba y habría que superar varios escollos, pero saldríamos adelante. Alargué la mano y le acaricié la cara con un movimiento rápido. Ella tomó aire y lo soltó de golpe. Luego continuó con su relato. Antes de irse, Rosita prometió traerme hojas de morera para los gusanos en su siguiente visita.
            La observación y el cuidado de los gusanos de seda me dieron un aliciente para aguantar el día a día encerrado en aquella prisión, condenado a verme las caras con reclusos de diferentes pelajes. Unos, ladrones de poca monta y mucha adicción; otros, seres endurecidos por no sabía qué circunstancias de su vida. Con los primeros hablaba de vez en cuando, aunque costaba mantener una conversación hilada. Parecían estar siempre asustados y cortaban los intentos de conversación con las peticiones continuas de cigarros. A los segundos ni me acercaba.
            Me llevaba bien con Rober, uno de los funcionarios. Nos unía la afición por los coches y a veces cruzábamos algunos comentarios, incluso me llegó a pedir opinión cuando iba a cambiar de vehículo. Él me traía hojas de morera sin preguntarme ni una sola vez para qué las quería.
            Buscarle un sitio seguro a la caja de zapatos fue algo que me mantuvo en vela toda una noche. Amanecía cuando di con la solución. Lo mejor era no buscar ningún escondrijo, ponerla en un sitio que no estuviera muy a la vista ni al alcance de la mano, pero sin esconderla. Dentro metía los dibujos de Rosita y algunas fotografías con cuidado de no asfixiar ni aplastar a mis gusanos.
            Los huevecillos eclosionaron a los pocos días y los gusanos comenzaron su ciclo de vida. Al principio, pequeños y delicados, apenas comían. Daba gusto verlos moverse por la caja, su casa; ir de allá para acá, dar un bocado a una hoja, crecer día a día. Dependían de mí y esa responsabilidad hizo que fuera muy cuidadoso en todas las tareas que tenía encomendadas, en alejarme de cualquier foco que intuyera de pelea en el patio. Pensaba en ellos y era como si de alguna manera estuviera más cerca de mi mujer y de mi hija. Porque aquellos seres diminutos eran de fuera, no de dentro, y rompían de alguna manera el muro que me separaba del exterior, me daban alas para sentirme un poquito libre y esperanzado.
            Cuando mi mujer y mi hija venían a visitarme, las informaba de la evolución de los gusanos de seda. De si alguno se había quedado por el camino. De si eran muchos y de cómo me seguía impresionando verlos cambiar en cada una de sus etapas. Pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de los gusanos como si fuera algo de gran importancia. Supongo que para ellas verme animado, después de tanto tiempo de decaimiento, les despertó la curiosidad por las criaturas que habían hecho posible el cambio.
            Mis gusanos entraron en sus etapas de sueño, mudaron la piel, desarrollaron la mandíbula y una voracidad que me hizo estar más ocupado en conseguir hojas de morera en cantidades mayores, conservarlas para cuando Rober libraba y no podía traérmelas, en las zonas más frescas de la celda. Pasé mucho tiempo observando cómo hilaban sus capullos de seda, asombrado, como cuando era niño, por cómo algo tan primitivo podía saber qué y de qué manera tenía que hacer esos capullos que servirían para completar la metamorfosis.
            Algunas veces estaba inquieto por ellos, me preocupaba que fueran descubiertos y acabaran aplastados por las suelas de los reclusos. Soñé que se reproducían hasta cubrir el suelo y las paredes de la celda. Y si bien al principio me mostraba encantado al ver a tantos cohabitando conmigo, pronto veía las sombras humanas, gigantescas y amenazadoras, avanzando hacia ellos. Me despertaba empapado en sudor, me levantaba y abría la caja para comprobar que seguían allí dentro, burbujeando de vida.
            Una mañana temprano, al quitar la tapa, me encontré que las mariposas habían roto el capullo y andaban muy atareadas buscándose entre ellas. Los machos se apareaban con las hembras y éstas ponían nuevos huevos que se quedarían allí hasta la próxima primavera.
            Ya no había gusanos, pero seguí hablando de ellos con Carmela y Rosita durante las visitas.  Recordaba algún detalle como cuando uno de ellos no pudo segregar seda y tuvo que hacer la metamorfosis sin capullo. Siempre mantuve que lo hizo para que yo pudiera ser testigo del milagro del cambio. Y seguí hablando de ellos mucho tiempo después de aquel día de comienzos de verano, cuando cumplí mi condena y salí de la cárcel para reencontrarme con mi mujer y mi hija.

15/3/18

KANDINSKY Y LOS CÍRCULOS DENTRO DE UN CÍRCULO. Finalista del mes de febrero en lamicrobiblioteca.

Tomada de la red



La víspera, los vecinos de Roca Grande sacrificaban gallinas, patos y conejos y hacían una gran comida al aire libre. A primeras horas del día siguiente, en la estación reinaba el bullicio. Padres arrastrando niños pequeños y maletas, jóvenes y ancianos con lo puesto subían al tren. Querían cambiar de vida. Prosperar. La máquina y los vagones, de la época de los dinosaurios, bufaba y se quejaba con un rechinar de bielas y latón que a todos les encantaba. Pasaba por Roca Mediana donde se detenía por costumbre, aunque nadie bajaba. Seguía hasta Roca Chica. Allí paraba para que algunos pudieran salir un rato a estirar las piernas y admirar de nuevo la colección de fotografías amarillentas pegadas en un gran panel. Algunos aún  recordaban a Román Cerillas, el fotógrafo oficial del recorrido. Una pena que nadie quisiera coger el testigo. Iban dejando atrás pueblos y aldeas. Era noche cerrada cuando el tren llegaba a Roca Grande. Bajaban en silencio, cansados de tanto viaje, cada uno a su hogar. Las chimeneas escupían humo y el olor a coles hervidas llenaba las calles.

15/2/18

VECINDAD. FINALISTA DE LA XI EDICIÓN “AMOR EN 1 MINUTO"




La señora Maruja, del sexto, últimamente nos echa las granzas de café encima. Anda distraída. Paciencia. Perdió a su perrita «Venus» hace poco. A Celestino, el del quinto, le gusta asomarse a la ventana, y cuando ve a Dolores, la vecina de enfrente, trajinando en la cocina, la ceniza del cigarro, abandonado entre sus dedos, se desploma sobre nuestras cabezas. Lo entiendo: está enamorado de ella. Pero aguantar a Jennifer, la niña del cuarto, todo el día con el palito intentando tirar nuestra casa abajo, es insufrible. Tendremos que construir nuestro nidito de amor en otro árbol, mi querida pajarita.

25/6/17

ELLA- FINALISTA DEL IV PREMIO LITERARIO DE CUENTO CORTO «MADRID SKY»

Tomada de la red.

No acostumbro a entrar si no hay clientes, para no sentir el golpe súbito de la soledad, pero casi nunca ocurre esto, porque es un bar muy concurrido, y yo soy un habitual a pesar de que nadie lo entienda. ¡Déjalo ya!, me dicen mis amigos, con ese tono provocado por el cansancio de tanto repetirlo. Yo me despido de ellos levantando una mano mientras camino hacia La caracola. Un paisaje de mar y cielo revuelto. Eso soy yo. Escucho mi andar a pasos cortos y me digo que sí, que ella estará dentro esperándome. Y cuando al fin llego y empujo la puerta, cierro los ojos un instante, los abro y miro y remiro la mesa; parpadeo para quitarme las telarañas del desánimo, antes de saludar con el consabido qué hay de todos los días. Fernando tira una caña y la deja en la barra con un plato con aceitunas. Nada nuevo, dice. Me giro hacia la puerta, para verla entrar. Imagino que llevará la cazadora vaquera, ahora que no hace tanto frío, y tal vez la falda negra, agarrado un pico del bajo con una flor roja, y los mocasines azul noche de luna, como ella los llamaba.  Y la mochila delante, como si fuera un bebé. Empujará la puerta con esas ganas de abrirlo todo, de comerse la vida.
     Seguro que gana el Madrid, dice Paco, el pintor que todos los días se toma un descanso y una cerveza antes de volver a su casa, a su mujer, a sus hijos. Yo cabeceo antes de echar un trago y mirar de refilón la pantalla enorme del televisor que encuadra a unos jugadores diminutos moviéndose por un campo de listas verdes. 
     La mesa está ocupada. La del rincón. La nuestra. Y me cuesta retirar de ella a ese grupo de chavalas que teclean con la rapidez del rayo, y ríen los mensajes de ida y vuelta.  Pero lo consigo. Y entonces la veo. Me veo. Hablando a ratos. Callados otros. Mirándonos, descubriendo un hoyo, una pequeña cicatriz. Entre sorbo y sorbo de café. Con ella tomaba café para no hacerle el feo. Con ella comía de su mano. Tortitas con nata. Aunque después no pudiera dormir y me pasara la noche mirando correr las sombras por el techo de mi habitación.  ¿Y qué harás después de la universidad?, preguntaba  tras un silencio raro, cuando se ponía seria. Buscaré trabajo, contestaba yo. Trabajo, decía ensimismada, como si estuviera en otro mundo, no hay trabajo en esta ciudad. Pero enseguida volvíamos a querernos. Atrapaba su mano entre las mías y la besaba una y otra vez ante la mirada socarrona de Fernando.
     Se oían los vasos entrechocar bajo el chorro del grifo, el murmullo de una canción en la cocina, y conforme la tarde caía, el olor de las tostadas, el de la crema, el del café, daba paso al de la tortilla de patatas, la oreja y el champiñón a la plancha, el vino y la cerveza. Era hora de marcharse. Pero siempre volvía. Siempre juntos. Cuando éramos jóvenes y la vida un manantial inagotable. Luego, ya no lo recuerdo. 
     ¿Otra cañita, Eduardo?, me pregunta por preguntar Fernando, porque ya acerca el vaso a la embocadura, ya tira del grifo y sale el líquido dorado y espumoso. Lucas tamborilea con los dedos sobre la barra, sin apartar la vista del televisor. Y de pronto se levanta del taburete, grita ¡gooool!, y me abraza. Entonces me veo entrando en La caracola, joven, como cuando venía a mis citas con Amelia, y me acerco. Es tarde, volvamos a casa, digo, dice. Luego se vuelve hacia el dueño y le pregunta  cuánto le debe su padre. Lleva así desde que murió mi madre, dice el que debería ser yo, pero que no soy yo. Y me empuja hacia la puerta. Hoy tampoco vino, le digo. Y él mueve la cabeza como si de verdad me entendiera.