No he conocido a nadie
más resiliente que tú, con excepción de Lucía. Siempre ponías el cuerpo para
evitar un desahucio. Defendías un derecho constitucional aunque no supieras de
leyes. Pan y techo, niña, pan y techo. Fuiste mi faro para elegir profesión y
ponerla al servicio de los desposeídos por la avaricia. Pero hoy me siento
derrotada. Construir una vivienda con material urbano: trozos de madera, bancos
rotos, donde guarecerse de la lluvia y los amaneceres de hielo en esta ciudad
deshumanizada, fue la prioridad de Lucía. Cualquier cosa le valía. Todo
provisional hasta que yo consiguiera ganar el juicio contra el fondo buitre que
la dejó en la calle con sus hijos. Anoche unos desalmados prendieron fuego a la
chabola que ardió, con ellos dentro. Atrancaron la puerta por fuera. Una tea
siniestra iluminando un cielo negro como hollín. Ahora los tienes de vecinos.
Cuídalos bien, abuela.
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17/4/21
DE ÁNGELES Y DEMONIOS. FINALISTA EL MES DE MARZO DEL CONCURSO DE RELATOS DE ABOGADOS
Tomada de la red
6/3/19
PURGA. FINALISTA DEL CONCURSO DE MICRORRELATOS DEL MES DE ENERO DE LAMICROBIBLIOTECA
Es su niño. Su creación.
No quiere exagerar, pero, si no es perfecto, roza la perfección. ¡Le da tanta
pena! Se le rompe el corazón. Lo acaricia una vez más, antes de echarlo al
fuego. Crepitan las llamas purificadoras que iluminan la noche eterna, oscura
como boca de lobo. Todos tienen que sacrificarse. Y él quiere formar parte del
orden social que se avecina. Ellos están a las puertas con nuevos
pogromos. Los libros primero, después ya dirán.
13/6/18
FINALISTA DEL 8º CONCURSO DE RELATOS BREVES DIARI DE TERRASSA
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Tomada de la red |
LA
DEUDA
Me lo encontraba todas
las mañanas en un rincón del ascensor, callado pero sin quitarme ojo. Daba
pena, con aquella barba y la camisa y el pantalón arrugados y sucios. A veces
coincidíamos con Paquita, la del cuarto, que sollozaba y se quejaba de lo sola
que estaba desde que murió su perrita Lola. Él se contagiaba de pena y también
lloraba. Pero lo peor era cuando coincidíamos con Rosalía. En esas ocasiones,
la presencia de su mujer, con la ropa vieja y las manos enrojecidas y ásperas
de tanto fregar, le endurecía el gesto y la mirada que yo procuraba esquivar, atendiendo
a mis manos que jugaban con el llavero.
Desde hace unos días, además me topo con él en el portal,
en la calle y en el trabajo; incluso me visita en mi casa. Abro los ojos y allí
está, a los pies de la cama, en el baño o en la cocina; cada vez con peor
aspecto y mayor cólera. Cuando lo veo, no puedo contener el impulso de rascarme
con saña la cicatriz que quedó tras el trasplante de riñón. Fue una fatalidad
la complicación posterior, que no diera tiempo a hacerle la transferencia, pero
a su viuda no puedo contarle la verdad, iríamos todos a la cárcel. Tengo que inventar
una historia para ella y saldar cuanto antes la deuda.
10/5/18
EL REGALO. FINALISTA DEL V CONCURS DE RELATS BREUS DE CORNELLÀ
Como en otras
ocasiones, aquel día de visita Carmela trajo a la niña. Rosita venía con una
caja de zapatos debajo del brazo y una gran sonrisa que le iluminaba toda la
cara. «¡Toma papá!», dijo nada más sentarse. «¿Qué son, dibujos?», le pregunté,
con la intención de verlos más tarde, cuando ya estuviera en mi celda. Porque
el tiempo se consume como papel de fumar y yo quería aprovecharlo para que me
contaran cosas de fuera. Cómo iba el taller de reparaciones, en manos de Julito
desde que tuve la mala suerte de encontrarme con aquel depravado y la niña de
los Romero en el portal, y darle un mal golpe que le quitó la vida; si seguían
metiéndose con mi hija los demás niños del colegio porque su padre estaba en la
cárcel. Todo lo que no podía vivir con ellas, eso quería. Dentro era tan
monótono el devenir de los días, que si no hubiera sido por el almanaque que me
trajo Carmela, algunas veces no habría sabido si era veinte o veintiuno, si
lunes o miércoles, tal era la confusión que tenía en mi cabeza. Así que quería
que me pusieran al corriente de lo que pasaba tras los muros del lugar donde me
habían encerrado. Pero Rosita se removía inquieta, me daba puntapiés debajo de
la mesa. «¡Abre, abre!», se impacientaba. Quité la tapa de la caja y miré
dentro. Folios con dibujos. «Muy bonitos», dije, e hice intención de volver a
cerrarla. Entonces mi niña se levantó y me dijo al oído que quitara los
dibujos, que lo mejor estaba en el fondo. Lo hice. Había hojas de morera y unos
huevecillos pegados al cartón. «¿Gusanos de seda?», le pregunté en voz baja,
para que nadie más pudiera oírme. Ella asintió con la cabeza y se rio. Estaba
muy excitada. La abracé unos segundos, y le di las gracias. Recordé que en la
visita anterior les hablé de que cuando entré en la cárcel, había visto una
morera cerca de la puerta, y de lo mucho que me gustaban los gusanos de seda
cuando era niño. No quería que la emoción me ganara la partida. No iba a llorar.
Rosita no lo entendería, se pondría triste. Y eso no. Dejé la caja con mi
tesoro a un lado y comencé con mis preguntas. Todo iba bien. Mi madre estaba un
poco pachucha. Nada serio. Un catarro sin importancia. Pero a su edad, ya
sabes, hay que cuidarse. Carmela hablaba y yo la escuchaba. Sabía que aunque mi
madre estuviera muy mal no me lo diría. Sabía que no iba a contarme nada que me
preocupara. Porque cuando Rosita se echó a llorar con el asunto de sus
compañeros de clase, la rabia me llevó a una pelea en el comedor que me dejó
alguna costilla rota y la suspensión de visitas durante una temporada. Así que
nada de disgustos. La vida fuera era rutinaria y sin sobresaltos. Que me echaba
de menos, dijo. Y ahí se le quebró la voz. Yo le repetí lo de otras veces, que pronto
estaría con ellas y todo volvería a ser como antes. Sabía que el paso por la
cárcel marcaba y habría que superar varios escollos, pero saldríamos adelante.
Alargué la mano y le acaricié la cara con un movimiento rápido. Ella tomó aire
y lo soltó de golpe. Luego continuó con su relato. Antes de irse, Rosita
prometió traerme hojas de morera para los gusanos en su siguiente visita.
La observación y el cuidado de los
gusanos de seda me dieron un aliciente para aguantar el día a día encerrado en
aquella prisión, condenado a verme las caras con reclusos de diferentes pelajes.
Unos, ladrones de poca monta y mucha adicción; otros, seres endurecidos por no
sabía qué circunstancias de su vida. Con los primeros hablaba de vez en cuando,
aunque costaba mantener una conversación hilada. Parecían estar siempre
asustados y cortaban los intentos de conversación con las peticiones continuas
de cigarros. A los segundos ni me acercaba.
Me llevaba bien con Rober, uno de
los funcionarios. Nos unía la afición por los coches y a veces cruzábamos
algunos comentarios, incluso me llegó a pedir opinión cuando iba a cambiar de
vehículo. Él me traía hojas de morera sin preguntarme ni una sola vez para qué
las quería.
Buscarle un sitio seguro a la caja
de zapatos fue algo que me mantuvo en vela toda una noche. Amanecía cuando di
con la solución. Lo mejor era no buscar ningún escondrijo, ponerla en un sitio
que no estuviera muy a la vista ni al alcance de la mano, pero sin esconderla.
Dentro metía los dibujos de Rosita y algunas fotografías con cuidado de no
asfixiar ni aplastar a mis gusanos.
Los huevecillos eclosionaron a los
pocos días y los gusanos comenzaron su ciclo de vida. Al principio, pequeños y
delicados, apenas comían. Daba gusto verlos moverse por la caja, su casa; ir de
allá para acá, dar un bocado a una hoja, crecer día a día. Dependían de mí y
esa responsabilidad hizo que fuera muy cuidadoso en todas las tareas que tenía
encomendadas, en alejarme de cualquier foco que intuyera de pelea en el patio.
Pensaba en ellos y era como si de alguna manera estuviera más cerca de mi mujer
y de mi hija. Porque aquellos seres diminutos eran de fuera, no de dentro, y
rompían de alguna manera el muro que me separaba del exterior, me daban alas
para sentirme un poquito libre y esperanzado.
Cuando mi mujer y mi hija venían a visitarme, las informaba de la evolución de
los gusanos de seda. De si alguno se había quedado por el camino. De si eran
muchos y de cómo me seguía impresionando verlos cambiar en cada una de sus
etapas. Pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de los gusanos como si
fuera algo de gran importancia. Supongo que para ellas verme animado, después
de tanto tiempo de decaimiento, les despertó la curiosidad por las criaturas
que habían hecho posible el cambio.
Mis gusanos entraron en sus etapas
de sueño, mudaron la piel, desarrollaron la mandíbula y una voracidad que me
hizo estar más ocupado en conseguir hojas de morera en cantidades mayores,
conservarlas para cuando Rober libraba y no podía traérmelas, en las zonas más
frescas de la celda. Pasé mucho tiempo observando cómo hilaban sus capullos de
seda, asombrado, como cuando era niño, por cómo algo tan primitivo podía saber
qué y de qué manera tenía que hacer esos capullos que servirían para completar la
metamorfosis.
Algunas veces estaba inquieto por
ellos, me preocupaba que fueran descubiertos y acabaran aplastados por las
suelas de los reclusos. Soñé que se reproducían hasta cubrir el suelo y las
paredes de la celda. Y si bien al principio me mostraba encantado al ver a
tantos cohabitando conmigo, pronto veía las sombras humanas, gigantescas y
amenazadoras, avanzando hacia ellos. Me despertaba empapado en sudor, me
levantaba y abría la caja para comprobar que seguían allí dentro, burbujeando de
vida.
Una mañana temprano, al quitar la
tapa, me encontré que las mariposas habían roto el capullo y andaban muy
atareadas buscándose entre ellas. Los machos se apareaban con las hembras y
éstas ponían nuevos huevos que se quedarían allí hasta la próxima primavera.
Ya no había gusanos, pero seguí
hablando de ellos con Carmela y Rosita durante las visitas. Recordaba algún detalle como cuando uno de
ellos no pudo segregar seda y tuvo que hacer la metamorfosis sin capullo.
Siempre mantuve que lo hizo para que yo pudiera ser testigo del milagro del
cambio. Y seguí hablando de ellos mucho tiempo después de aquel día de comienzos
de verano, cuando cumplí mi condena y salí de la cárcel para reencontrarme con mi
mujer y mi hija.
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Editados en papel,
Relatos finalistas
15/3/18
KANDINSKY Y LOS CÍRCULOS DENTRO DE UN CÍRCULO. Finalista del mes de febrero en lamicrobiblioteca.
La víspera, los vecinos
de Roca Grande sacrificaban gallinas, patos y conejos y hacían una gran comida
al aire libre. A primeras horas del día siguiente, en la estación reinaba el
bullicio. Padres arrastrando niños pequeños y maletas, jóvenes y ancianos con
lo puesto subían al tren. Querían cambiar de vida. Prosperar. La máquina y los
vagones, de la época de los dinosaurios, bufaba y se quejaba con un rechinar de
bielas y latón que a todos les encantaba. Pasaba por Roca Mediana donde se
detenía por costumbre, aunque nadie bajaba. Seguía hasta Roca Chica. Allí
paraba para que algunos pudieran salir un rato a estirar las piernas y admirar
de nuevo la colección de fotografías amarillentas pegadas en un gran panel.
Algunos aún recordaban a Román Cerillas,
el fotógrafo oficial del recorrido. Una pena que nadie quisiera coger el
testigo. Iban dejando atrás pueblos y aldeas. Era noche cerrada cuando el tren llegaba
a Roca Grande. Bajaban en silencio, cansados de tanto viaje, cada uno a su
hogar. Las chimeneas escupían humo y el olor a coles hervidas llenaba las
calles.
15/2/18
VECINDAD. FINALISTA DE LA XI EDICIÓN “AMOR EN 1 MINUTO"
La señora
Maruja, del sexto, últimamente nos echa las granzas de café encima. Anda
distraída. Paciencia. Perdió a su perrita «Venus» hace poco. A
Celestino, el del quinto, le gusta asomarse a la ventana, y cuando ve a
Dolores, la vecina de enfrente, trajinando en la cocina, la ceniza del
cigarro, abandonado entre sus dedos, se desploma sobre nuestras cabezas.
Lo entiendo: está enamorado de ella. Pero aguantar a Jennifer, la niña
del cuarto, todo el día con el palito intentando tirar nuestra casa
abajo, es insufrible. Tendremos que construir nuestro nidito de amor en
otro árbol, mi querida pajarita.
25/6/17
ELLA- FINALISTA DEL IV PREMIO LITERARIO DE CUENTO CORTO «MADRID SKY»
No acostumbro a entrar si no hay clientes, para no sentir
el golpe súbito de la soledad, pero casi nunca ocurre esto, porque es un bar
muy concurrido, y yo soy un habitual a pesar de que nadie lo entienda. ¡Déjalo
ya!, me dicen mis amigos, con ese tono provocado por el cansancio de tanto
repetirlo. Yo me despido de ellos levantando una mano mientras camino hacia La caracola. Un paisaje de mar y cielo
revuelto. Eso soy yo. Escucho mi andar a pasos cortos y me digo que sí, que
ella estará dentro esperándome. Y cuando al fin llego y empujo la puerta,
cierro los ojos un instante, los abro y miro y remiro la mesa; parpadeo para
quitarme las telarañas del desánimo, antes de saludar con el consabido qué hay
de todos los días. Fernando tira una caña y la deja en la barra con un plato
con aceitunas. Nada nuevo, dice. Me giro hacia la puerta, para verla entrar.
Imagino que llevará la cazadora vaquera, ahora que no hace tanto frío, y tal
vez la falda negra, agarrado un pico del bajo con una flor roja, y los mocasines
azul noche de luna, como ella los llamaba.
Y la mochila delante, como si fuera un bebé. Empujará la puerta con esas
ganas de abrirlo todo, de comerse la vida.
Seguro que
gana el Madrid, dice Paco, el pintor que todos los días se toma un descanso y
una cerveza antes de volver a su casa, a su mujer, a sus hijos. Yo cabeceo
antes de echar un trago y mirar de refilón la pantalla enorme del televisor que
encuadra a unos jugadores diminutos moviéndose por un campo de listas verdes.
La mesa está ocupada.
La del rincón. La nuestra. Y me cuesta retirar de ella a ese grupo de chavalas
que teclean con la rapidez del rayo, y ríen los mensajes de ida y vuelta. Pero lo consigo. Y entonces la veo. Me veo.
Hablando a ratos. Callados otros. Mirándonos, descubriendo un hoyo, una pequeña
cicatriz. Entre sorbo y sorbo de café. Con ella tomaba café para no hacerle el
feo. Con ella comía de su mano. Tortitas con nata. Aunque después no pudiera
dormir y me pasara la noche mirando correr las sombras por el techo de mi
habitación. ¿Y qué harás después de la
universidad?, preguntaba tras un
silencio raro, cuando se ponía seria. Buscaré trabajo, contestaba yo. Trabajo,
decía ensimismada, como si estuviera en otro mundo, no hay trabajo en esta
ciudad. Pero enseguida volvíamos a querernos. Atrapaba su mano entre las mías y
la besaba una y otra vez ante la mirada socarrona de Fernando.
Se oían los
vasos entrechocar bajo el chorro del grifo, el murmullo de una canción en la
cocina, y conforme la tarde caía, el olor de las tostadas, el de la crema, el
del café, daba paso al de la tortilla de patatas, la oreja y el champiñón a la
plancha, el vino y la cerveza. Era hora de marcharse. Pero siempre volvía.
Siempre juntos. Cuando éramos jóvenes y la vida un manantial inagotable. Luego,
ya no lo recuerdo.
¿Otra cañita,
Eduardo?, me pregunta por preguntar Fernando, porque ya acerca el vaso a la
embocadura, ya tira del grifo y sale el líquido dorado y espumoso. Lucas
tamborilea con los dedos sobre la barra, sin apartar la vista del televisor. Y
de pronto se levanta del taburete, grita ¡gooool!, y me abraza. Entonces me veo
entrando en La caracola, joven, como
cuando venía a mis citas con Amelia, y me acerco. Es tarde, volvamos a casa,
digo, dice. Luego se vuelve hacia el dueño y le pregunta cuánto le debe su padre. Lleva así desde que
murió mi madre, dice el que debería ser yo, pero que no soy yo. Y me empuja
hacia la puerta. Hoy tampoco vino, le digo. Y él mueve la cabeza como si de
verdad me entendiera.
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