Cuando ella nació llevaba
marcado, sin hierro, pero doloroso e imborrable, el destino que le habían
preparado como mujer. Su madre se lo comunicó en cuanto tuvo edad para hacer las
faenas de una casa. Búscate un buen marido que te mantenga, le dijo, apenas
brotaron los primeros signos de que estaba lista para formar una familia. Ella
no tuvo que buscar nada. Él llamó a su puerta. Un hombre enviciado que pronto
lo perdió todo jugándoselo a las cartas.
El retorno al hogar de su infancia duró lo que tardaron
en comerse entre madre, padrastro y hermanos los lomos en aceite, los jamones,
tocinos, chorizos y morcillas de la matanza del cerdo que se llevó con ella en
orzas y artesas. Vuelve con tu marido, le dijo la madre, que es con quien una
mujer casada debe estar. Aquella devolución no era nada inhabitual para la
época en una sociedad cerrada y tradicionalista como aquella; y menos en un
pueblo. La mujer debía resignarse a lo que le había tocado. Sufrir en silencio.
Pero ella no regresó jamás con él. Aceite y huevos. De
ahí le vinieron los ingresos para sacar adelante al hijo y a la hija que le
quedaron tras la muerte de otros dos. Se levantaba cuando aún el gallo no había
cantado en los corrales. Envuelta en su pañoleta de luto perenne, armada de
cesta y bidón, con sus alpargatas desgastadas, hacía el camino de su pueblo a
otro más grande a pie, ida y vuelta nada más acabar de vender la mercancía.
Veintidós kilómetros en total. Fue un ejemplo que siguieron otras mujeres,
consiguiendo independencia económica como vendedoras, limpiadoras o cuidadoras
por cuenta ajena, decididas a no aguantar maridos borrachos, jugadores y
maltratadores. Mi abuela.