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Tomada de la red |
Él respira pegadito a mi
cabeza. Nos separa un tabique. Algo nimio. Y mientras intento conciliar el
sueño me llegan voces, ruidos, música. La televisión ha cobrado una importancia
de fetiche a donde se amarra con su compañera como un salvavidas en medio de
este triángulo de las Bermudas que nos amenaza a todos. A veces escucho la voz
de una doctora. Debe serlo. O tal vez enfermera. En cualquier caso una sanitaria.
Lo sé por el tono recomendatorio, por la despedida, porque su voz se aleja
hacia la puerta, por el ruido al cerrarse y las vueltas de llave. «Que ha dicho
que te tienes que tomar tres de estas al
día», dice la mujer. Utiliza un tono alto porque él ha pasado ampliamente los
noventa y debe ir duro de oído. Contesta. No consigo descifrar lo que dice.
Habla más bajo. Ella es mucho más joven y se entera. «Que han pillado a unos
ciclistas por la Gran Vía. Pretendían escabullirse pero la policía les ha
echado el guante», informa en otra ocasión ella. Y el hombre responde algo; no
sé qué ni me importa. Porque lo vital es saber que sigue ahí al lado. Cuando
anda, lo hace a pasitos, arrastrando los dos pies, como cuando te ponías bayetas
debajo de los zapatos para sacar brillo a la cera del suelo, aunque sus suelas
sí rechinan sobre la tarima. Uno y dos, se cambió del sillón al sofá. Uno, dos,
tres, cuatro… Se aleja. Tal vez vaya a la cocina. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis…Quizá al dormitorio. Escucharlo. Oírla a ella. Que no llegue
silencio, aunque lo que se cuele a veces sea una pelea de gallos y gallinas
televisivas. Que no lleguen los gritos, el llanto, la desesperación, la
pérdida. Y así, siesta tras siesta, noche tras noche, todos alcanzaremos vivos
la salida.