Han
sido muchos años de compañía. Compartíamos cama, los dos abrazados cuando el
temblor de una hoja, agitada por el viento, arañaba mi ventana antes de caer al
patio. Me ayudaste a rastrear la habitación, exponiendo tu cuerpo para recibir
el primer golpe, como sabuesos a la búsqueda de monstruos ocultos en el pozo
sin fondo del armario, o debajo de la cama. Siempre tuviste una silla en la
mesa. Y en Navidad, te vestía de etiqueta con tu pantalón y tu chaqueta negra,
la camisa blanca y la pajarita al cuello. El último día del año nos asomábamos a la
ventana y era muy bonito ver los racimos y las estrellitas de los fuegos
artificiales reflejados en la pupila negra como carbón de tus ojos. Las mañanas
de Reyes, en pijama y con zapatillas de ositos amorosos, bajaba contigo al
salón sin hacer ruido, para mirar debajo del Árbol. Encontraba los paquetes
envueltos en papeles brillantes, adornados con cintas de colores, y las
etiquetas con mi nombre y el tuyo.
El roscón de Reyes lo hacía la
abuela Luisa. Era tierno y jugoso, con su fruta escarchada y el azúcar en
costra por encima. A los tíos Juan y Marta, siempre les tocaba el haba. En
cambio mis primos Luis, Azucena, Pablo, Jacinto, Raquel y yo siempre
encontrábamos la figura que se escondía entre la masa. Aún conservo el delfín
azul. Es de cristal y parece que retenga en su panza todos los rayos de luz.
Añoro las tardes de Reyes alrededor de aquel enorme roscón, igual que ya te
estoy echando de menos a ti.
Para mis compañeros de Infantil tú
eras un extraño que yo introducía en el aula. No entendían por qué la señorita
Pilar te dejaba pasar. Fue gracias a mamá. El primer día después de aquellas Navidades en
las que la vida se puso del revés y hubo mucho llanto y muchos abrazos y
bastante tristeza en las caras de los adultos. Me presenté a la puerta
dispuesto a entrar contigo, que tanto consuelo y compañía me diste en aquellos
momentos en los que la familia no podía dármelos, metida en su propia
desesperación. Mamá estuvo hablando un rato con la señorita Pilar a la puerta
del aula de los tres dragones. No pude escuchar lo que dijeron pero seguro que
mamá se lo contó todo. La pena tan grande ante la pérdida del hijo de los tíos
Vicente y Rosalía. ¿Te acuerdas de él? ¡Cómo no ibas a hacerlo con los bocados
que te dio la Navidad anterior a la desgracia! Te dejó hecho un dolor. El primo
Quique estaba echando los dientes y la emprendió contigo, tan blandito, tan
cálido y amoroso como eras, como has seguido siendo, a pesar de que la edad te
ha vuelto de tacto más rasposo.
Los tíos Vicente y Rosalía no
quisieron volver a celebrar con nosotros la Navidad después de aquello. Decían
que solo ver a los niños los ponía tristes, que no tenían nada que celebrar y nuestra mera presencia parecía una mano que
les estrujara el corazón. Se iban muy lejos, a uno de esos países que no
celebran la Navidad y que parece que estén siempre en verano. A veces, solo a
veces y cuando ya había pasado mucho tiempo después de la desgracia, mandaban
una fotografía y mamá lloraba mucho mientras asaba el pavo en la cocina. Pero
luego, cuando nos sentábamos a la mesa, nos miraba a todos con algo de devoción
y se le iluminaba la cara arrebolada por el calor del horno. Con los años, los
tíos y el primo Quique se convirtieron en esas figuras desvaídas y borrosas de fotografías
cuarteadas y resecas que se guardan en cajas de mantecados vacías.
Tú también tuviste un accidente. Lo
recuerdo muy bien. Fue cuando al primo Pablo le regalaron un cachorro de perro
para Reyes. Lo trajo a casa. Era una monada, tan pequeño y llorón, como un gato
escaldado solo que más gordito. Se metió debajo de la mesa y de ahí no salía.
Lo dejamos en paz y después de lamernos un poco las piernas, dejó de hacerlo y
se quedó callado. Todos pensamos que se había dormido. Pero no. El muy truhan
se había entretenido destrozando tu pierna. Estoy seguro de que el primo Pablo
se dio cuenta cuando se agachó a cogerlo para volver con sus hermanos y los
tíos a su casa, pero no dijo nada por si le quitaban al perro. Daba pena verte.
Cojo, pero cojo, cojo. Sin embargo, ahí estaba mamá para dejarte como nuevo. Le
costó hallar la misma felpa. La encontró aunque de una tonalidad más fuerte porque
los muchos lavados, con sus correspondientes secados al sol, te dejaron el
color más desvaído. Pero ella lo disimuló muy bien con aquellos pantalones
anchotes, azul cielo, que cosió para la
ocasión. Estabas guapísimo. Hubo otras ocasiones en las que pasaste por el
taller de reparaciones, aunque nunca tan graves como aquella. Mi primo Pablo
estuvo un tiempo sin venir por casa, y cuando lo hizo entró con la cabeza
gacha, como esperando la reprimenda. A mí se me había pasado el enfado y además
que me gustaba mucho su perro Chulo. A ti, no tanto. Permanecías escondido
dentro del armario hasta que se iba. Te habría gustado jugar con él si no
hubiera sido por esa manía de morderte.
Pero escucha, yo ya no soy un niño.
He crecido, aunque tú no, y es hora de separarnos. Lucía, mi mejor amiga del
instituto, dice que estaría bien que te fueras con otros como tú para
alegrarles las Navidades a esos niños que vienen de fuera con lo puesto y ni un
solo juguete. Ya sé que eres mucho más que un juguete: eres un compañero. Pero
yo sería muy egoísta si no estuviera dispuesto a dejarte marchar para que
encuentres otro amigo que te quiera tanto, tanto, como te quiero yo.