Tomada de la red |
A finales de los años
sesenta, mi vida se centraba en cuatro actividades principales: desollarme las
rodillas durante las numerosas caídas en las calles sin asfaltar de mi pueblo,
participar en «Radio Chupete», concurso de canto que organizaba con mis amigas
en un rincón de la fachada de mi casa y hostigar a mi madre para que
transformara una y otra vez mis vestidos, faldas y pantalones en otros modelos
más a la moda. También registraba los arcones y si sacaba, por ejemplo, una capa forrada de terciopelo
con la intención de hacerme una falda, ahí estaba mi abuela con su dosis de mala leche para cortar en seco
cualquier intento de reciclar su ropa, la del abuelo o el fruto de alguna
herencia, como era el caso de los mantones de Manila. Y la última y más
importante: ver completa la retransmisión del Festival de Eurovisión.
El Festival de Eurovisión se celebraba una vez al año y era
cita obligada plantarse frente al televisor de quien lo tuviera, pues no todas
las familias podían permitirse comprarse uno. Había que auto-invitarse para ir
de gorroneo a la salita de una vecina de confianza y ocupar sitio frente al aparato.
Los hombres no asistían a aquel acontecimiento; volvían del campo o del bar,
cenaban y se iban temprano a la cama. Tenían suerte porque de nada servían las
indirectas de la dueña de la casa, cansada a veces de ver la televisión y con
ganas de retirarse, de allí no nos movíamos hasta que finalizaba el evento.
El
6 de abril del 1968 tuvo lugar en el Royal Albert Hall de Londres la gala del
Festival de Eurovisión. Ganó una jovencísima Massiel con
su La, la, la. Todas le perdonamos que se moviera un poco como un robot, dadas
las circunstancias. Aquello fue el acontecimiento del año. Salió en el NO-DO
como un hito histórico nacional.
El
La, la, la llenó las calles de mi pueblo, las casas, los comercios, el negocio
del zapatero remendón, el del carpintero, la vaquería, los campos…¡Me cago en
la leche!, se quejaba algún hombre, ¡ya se me ha pegao el canto ese!
Naturalmente,
enseguida pensé en cambiar una prenda. En esta ocasión me costó convencer a mi
madre pues se trataba de un vestido nuevo, pero insistí tanto que acabó
cediendo. En lugar de flores, la tela era de pata de gallo grande en colores
rosas y verdes, pero mi madre le cosió una tira blanca con ondulaciones y quedó
bastante aparente. El día del reestreno, mi abuela se plantó delante de mí en
jarras y, con ese guiño de ojo que la caracterizaba cuando iba a soltar una
maldad, me dijo: «¡Mira tú la risión de la Massiel de pacotilla!». Se me
cayeron los palos del sombrajo.
Tardaría
poco tiempo en abandonar para siempre las transformaciones, « Radio Chupete» y
las carreras con aterrizaje en el suelo, para centrarme en conseguir ropa nueva
que me hiciera parecer mayor para poder colarme en el salón del Café Español
donde lo mismo se bailaba suelto que agarrado.