Cuando
tengo uno de esos ataques, cierro los ojos y viajo al pasado. Lena corriendo
por el campo con su flor en la mano y los avioncillos volando. Y yo como
novillo detrás de su falda roja. Soplaba y el diente de león se deshacía en pelusas.
¡Nieva!, gritábamos en mitad del camino de tierra reseca por el sol. Luego nos
tendíamos debajo del pino que daba sombra a media alberca y recobrábamos el
resuello entre risas y empujones. Nadábamos desnudos hasta que el hambre nos
sacaba del agua. Caminábamos como los indios, de mata en mata, arrastrándonos
unas veces, las más doblados por la cintura. Ella delante, yo detrás.
Llegábamos a la cerca y nos empinábamos sobre las puntas de los pies para
mirar. ¡No está!, avisaba Lena. ¡No está!, corroboraba yo. Saltábamos dentro y
nos llevábamos una sandía o un melón que luego reventábamos con una piedra.
Comíamos hasta hartarnos. Después nos quedábamos adormecidos bajo la higuera de
Ramón el manco. La tarde caía y con ella llegaban los trinos de los pájaros
levantando el vuelo desde las copas de los árboles para ir a beber al riachuelo
que bordeaba las huertas. El aire se volvía espeso y el horizonte cárdeno.
Entonces volvíamos a casa despacio, el uno al lado del otro, en silencio.
Cuando el futuro se empeña en visitarme,
abandono la casa y voy a mi recodo del tiempo. Entro en la cabaña que hicimos
Lena y yo para sorprender a los conejos que abandonaban sus madrigueras y
saltaban entre las jaras. Les lanzábamos piedras del montón que habíamos
preparado. Nunca dimos a alguno. No queríamos darles. Sólo hacer como si
quisiéramos. La cabaña siguió ahí. La cabaña es la cápsula donde viajamos la
pequeña Susi y yo cuando vuelve del colegio. Le agarro la mano, tan pequeña que
temo hacerle daño al encarcelarla entre mis dedos, y nos vamos de viaje. Unas
veces recalamos en el puerto de la ciudad de los niños elefante. Otras caemos
en un agujero negro y pasamos un poco de miedo. Las más, recorremos los parques
de atracciones de todo el mundo; subimos en la montaña rusa, nos reímos frente
a los espejos, visitamos la cueva pirata, nos montamos en el tren de la bruja.
A veces viene esa dentellada. Y hay que volver a la casa y a la cama. Lena me
quita a la niña. Lena no quiere que Susi me vea el gesto torcido. Yo apago el
interruptor y sólo soy dolor. Hasta que se pasa. Luego viene el aleteo negro
del futuro. Deberías pensar en arreglar tus cosas, dice mi hija con una voz
seca, como si hablara de la lista de la compra. No caves aún la tierra, le digo
yo, sólo para escandalizarla, para que se enfade y me deje solo. Pero la oigo
llorar en la cocina, entre el sonido del chorro del agua del grifo y la loza
entrechocando, y me daría de puñetazos. Ella no tiene la culpa de vivir en el
futuro. Aunque por más que pienso, por más que busco, no acierto a comprender
cómo pudo ocurrir, de dónde le vino ese temor a la vida.
Al atardecer vuelve Romi de trabajar, con
una botella de vino en la bolsa de papel. Lena le regaña. Lena dice que no me
conviene beber alcohol. Sólo un dedo, dice él mientras me guiña un ojo. Romi
parece más hijo mío que Lena. Alguien debe tener cabeza, protesta ella cuando
se lo digo. Alguna vez he pensado que se cree que pudo evitar lo de su madre.
Que debería haberse dado cuenta de que ese ahogo en el pecho anunciaba algo más
que un catarro. Quizá fue eso lo que la volvió tan previsora, un gorrión
asustado que pretende evitar que el lazo que nos ata a la vida se deshaga
definitivamente. A veces sonríe cuando sorprende a Romi y a mí en esos gestos
de complicidad. Parece comprender la importancia de entrechocar las copas y el
silencio mientras paladeamos un buen vino; y nos deja solos en el porche, cada
uno en nuestro balancín, la mirada perdida en la lejanía, viendo cómo las
sombras y el frescor de la noche van ganando el campo. Esperamos a que no haya
un solo ruido dentro de la casa y Romi saca el tabaco. Fumamos sin hablar,
escuchando el ulular del búho, el cricri de los grillos, el leve crujido de una
hoja movida por la brisa. A media noche, él se levanta, dice que ya es hora de
acostarse, que mañana tiene que madrugar,
y entra en la casa. Yo me quedo. Me cuesta renunciar al mundo. En más de
una ocasión me ha sorprendido la aurora en mi rincón, como un espectador privilegiado
del milagro de un nuevo día. Escucho a Lena trastear en la cocina. Antes de que
descubra que aún no me he acostado y venga a regañarme, me llega el olor del
café y las tostadas, la voz adormilada de Susi, el sonido de la maquinilla de
afeitar. Me levanto despacio, me desperezo y bajo a cortar dientes de león. Luego llamo a mi nieta y los
dos soplamos. El cielo se puebla de copos de nieve que flotan perseguidos por
las palmadas de Susi que intenta atraparlas. Después van posándose, mansos,
sobre la tierra, como paracaídas blancos.