Amanece sin canto de
gallo ni ring ring chirriante de despertador. Móvil y música. Me incorporo.
Miro el lado vacío de mi cama. A los pies las zapatillas que se doblan,
flexibles, y caben dentro del puño.
El calzado es
fundamental, niña. La abuela llevaba siempre alpargatas. A mí me compró unas
para que la acompañara en sus últimos viajes al pueblo vecino, cuando ya los
juanetes horadaban la loneta de las suyas. Once kilómetros de ida con una cesta
de huevos y una garrafa de aceite para vender. El medio de subsistencia durante
años para mantener a mamá y al tito.
Reviso el
avituallamiento. Pan y queso para el camino. Agua, mucha agua. Es la última
etapa. El cielo se aclara. Ni una nube. Hará calor. Se escucha crotorar a las
cigüeñas en el campanario. Me pongo en marcha, mochila a la espalda y tu gorra
a estrenar, Roberto, en la cabeza. Las sombras de los árboles juegan con el sol
a dibujar figuras en el suelo. Siento el cansancio, pero no me importa. Después
de los primeros días y algún roce del calcetín por imprudente, todo ha ido
según lo planificado. La naturaleza y yo. Nada más. Importaba la motivación.
Importaba hacer nuestro camino.
La abuela me dejó uno de
aquellos días, en mitad del camino. Soltó la garrafa de aceite y cayó a un
lado, como si estuviera rota por la cintura, tan frágil y menguada por la edad,
con el mandil de cuadritos negros y grises cubriendo su luto permanente por la
hija muerta. Yo solté la cesta y los huevos se abrieron. Corrió la clara como
babas de caracoles hasta los jaramagos de la cuneta, mientras las yemas reventaban,
amarillas, cerca de sus pies. Vinieron las urracas a picotear.
Yo no quería hacer el
camino de Santiago, Roberto. Yo, atea, no le veía sentido a esto. No seas
tonta. Es una experiencia única. No tienes que verlo como algo religioso, me
dijiste. Pero yo me resistía, escéptica, hasta que acepté, más que nada, por estar
juntos. Y fuiste conmigo a elegir estas zapatillas aladas con las que estoy a
punto de completar una ruta en la que he disfrutado de tu compañía, porque en
cada paso que daba estabas a mi lado, en el plano que trazaste, en las paradas,
en los lugares donde pernoctar y recibir el día. Tuviste que morirte y dejarme sola, Roberto, y
es duro de aceptar. Era nuestro último proyecto. Y debo decirte que tenías
razón. Este camino es una senda de vida.
Me detengo. Busco un lugar donde comer y beber antes de encarar el
último tramo.
Mi madre lloraba, me
abrazaba y no dejaba de decir pobrecita, pobrecita, encontrarse sola en esta
situación. Pero yo me sentía afortunada. Había estado hasta el final con mi abuela,
a quien tanto quería.
Plaza del Obradoiro. La catedral, majestuosa, imponente. Hemos llegado, Roberto. Se me aflojan las piernas. Tengo que sentarme en el suelo. Me tiembla la barbilla. Estoy llorando.