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Tomada de la red |
A
menudo hacemos las maletas. Abrimos el armario y escogemos cuidadosamente lo
imprescindible. No debe faltar la ropa
ligera de verano. Tampoco la rebeca y la chambra de entretiempo. No olvidar la
pelliza, los chaquetones de buen paño, las bufandas, los calcetines y los
guantes tejidos al amor de la lumbre. Para el calzado, las chanclas y las
katiuskas. Y no dejarnos las cajitas para las especias y los baúles para las
sedas. El viaje es largo y pasaremos por mares y océanos, cabos y golfos, amén
de países diferentes. Unos con sus brotes de primavera. Otros envueltos en
arenas tórridas de verano. Muchos con el otoño boqueando mantos de hojas
doradas. Y no pocos, hibernando bajo la nieve.
Dejamos para el final la maleta chica
con los patucos, saquitos, sonajeros, chupetes, baberos, manguitos y flotadores
infantiles. Porque, aunque los médicos dicen que no puede ser, nosotros no
perdemos la esperanza.
Al atardecer, cuando ya está todo
dispuesto, vamos a la ventana, la abrimos para que entre el olor intenso del
heno y escuchemos el mugido de las vacas en los establos. Así permanecemos
hasta que la noche se cierra en el campo. Luego deshacemos el equipaje con
mimo, dejándolo todo bien guardado para la próxima vez; quizás entonces estemos
preparados para la gran aventura. Después bajamos a la cocina y hacemos la cena
para irnos temprano a descansar. Tenemos una responsabilidad. Debemos
levantarnos al amanecer, con los demás trabajadores, migar pan en café y coger
fuerzas. Las reses son numerosas y hay
que ordeñarlas y tenerlo todo hecho antes de que vengan los camiones, con sus
grandes cubas metálicas, a recoger la leche de nuestras vaquerías. Alimentará a
muchos niños, algunos más allá de nuestras fronteras. Y aunque sea solo un poquito,
también serán nuestro hijos.