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Fotografía tomada de la red. |
Se van retirando por los pasillos, entre dentritas y chisporroteos, el ruido del último golpe en el suelo, los gritos y los llantos. Y entran a borbotones las palabras atropelladas que quieren encontrar una explicación. Aún huele caliente. Adrenalina que suda y mezcla con sangre. Daño mínimo para un daño íntimo, profundo, enquistado, con escasa posibilidad de drenaje.
Y él, el héroe, superviviente de abandonos y soledades, él que ha ayudado a contener al saurio que enseñaba los dientes desde el pozo oscuro, recibe contento el agradecimiento de educadores, de técnicos, de guardias de seguridad. Sonríe satisfecho. Tiene futuro. Se va a donde él quiere hoy mismo. Eso piensa. En eso confía. Es lo que le abrirá la puerta, lo que deshará el nudo que lo asfixia. Pantalón negro brillante. Camiseta guapa. Chaqueta. De Máximo Dutti, dice. Contento. Y se cambia de cinturón porque el blanco no le va bien al conjunto. Todos callamos. Sabemos a donde va. Sabemos de su decepción. Sabemos que no lo merece. Que no hay otra cosa para él, dicen. Y los pasillos se inundan de lágrimas secretas, calladas, ahogadas y ocultas en cualquier vestuario, en cualquier rincón.