La concurrencia recibió
al juez Emilio de la Rosa con un murmullo jocoso y alguna risa sofocada. «Nada
que te delate ante la mirada inquisitiva de este magistrado», le había
aconsejado su abogado. El acusado estaba en la sala con cara de cartón piedra. Ni
una transparencia de su verdadero yo. Sin embargo, la torpeza del traspié, el
desaliño y el gesto bobalicón del juez, le hicieron bajar la guardia. ¡Pero si
era un payaso! Abrió la boca en una fea mueca despectiva que dejó al descubierto
la dentadura podrida, y en sus ojos brotó la fiereza del depredador que había
molido a palos al indigente del cajero del banco. Emilio de la Rosa había visto
suficiente. Despegó de su toga la piruleta con forma de corazón que le cogió a
su hija, recompuso el gesto y, mientras comenzaba el juicio, pensó que
actualizar sus técnicas había dado excelentes resultados.
21/4/17
EL TIEMPO ENCRIPTADO O EL MILAGRO (NO TAN) SECRETO
El
primer día tiró, distraída, el agua del cubo al patio. El segundo, le
pareció que el hombre a quien iban a fusilar era el de la víspera. El
tercero, se acercó con precaución, aplastando a la abeja que proyectaba
una sombra fija en una baldosa. No se movía un pelo de aire. El cuarto,
limpió con el trapo del polvo la gota de agua de la mejilla del reo.
Después enfermó. Cuando volvió, sólo quedaba una salpicadura de sangre
en la pared del patio.
20/4/17
ATROPELLO
Tomada de la red. |
«Todo tuyo, el paquete», dice, y sale dando un portazo. La nueva se agacha. Un globo enorme con olor a menta explota cerca de mi nariz. Me pasa la mano por la cara. Tiene la piel suave. Se aleja con un taconeo gracioso, como de cojera. Regresa. Me desnuda. Escurre la esponja. Chorrea el agua sobre la palangana. Levanta un brazo, lo recorre con la esponja. Lo seca con la toalla. Lo deja caer sobre la cama. Coge el otro. Lo sube, lo lava, lo seca. Es agradable. Explota otro globo. Ahora sobre mi pecho. Se pega el chicle. Tira. Me hace cosquillas. Sujeta una pierna bajo la rodilla. Pasa la esponja. Seca, suave. Me adormece. Ha terminado. Se va. Cuento los pasos para entretener la espera. Vuelve. Me incorpora. Le cuesta meter mis brazos por las mangas del pijama. Aguarda, y te ayudo, quiero decirle. Lo consigue, al fin. Huele a agua salada. Noto el calor de su pecho, su respiración rápida. Ya no mastica chicle. Coge fuerzas. Le toca al pantalón. Una pierna. Se detiene. Roza su pelo mi tripa. Tiene melena. Luego otra. Acabó. Se levanta. ¿Me mira? Me mira. ¿Llora? No, sólo un suspiro. Me peina. La oigo agitar un frasco. ¡Cómo odio la colonia de bebé! Me rocía con un olor diferente, a limón. ¡Gracias! Pero no me oye. Coloca el embozo. Alisa la colcha. Va hacia los pies. Se detiene. Coge aire, lo suelta despacio. Da por concluido el trabajo. Ahora pondrá la televisión y tendré que escuchar la telenovela toda la tarde. Tarda en encenderla. La oigo rebuscar en un bolso. Su bolso, claro. Saca algo. Se sienta. Crujen las hojas. ¡Un libro! Comienza a leer: «Me ha sido imposible rehusar las repetidas instancias que el caballero Trelawney, el doctor Livesey y otros muchos señores me han hecho para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la ISLA DEL TESORO».
El tiempo corre. Oigo la llave en la cerradura. Mamá se disculpa por la tardanza. Ha pasado por Correos a recoger un paquete, dice. Muy frágil, susurra. Y escucho el roce del papel sobre la mesita. Ahora se vuelve hacia mí y me habla. La abuela te manda una cosa muy especial, cariño. Me besa. Se aleja. Escucho la cinta de embalar cuando la despega, el papel rasgado. Regresa a la cama con la cajita. Una bailarina girando sobre la punta de un pie mientras dure la música. Muy bonita, dice ella y mamá le cuenta lo mucho que me gustaba darle cuerda y subirme al doblado para que mis primos no me la quitaran. Ella se llama Violeta. Lo ha dicho mamá. Es tarde, dice de repente. Oigo su taconeo hasta mi cama. Se inclina y estampa un beso en mi cara. Soy un paquete con el sello de frágil. Ahora lo sé. También sé que ella volverá y que algún día despertaré de este duermevela.
19/4/17
LA HISTORIA DE MANOLITO
Tomada de la red. |
Manolito tenía una imaginación prodigiosa.
Le gustaba inventar historias. La Historia. Porque era una la que iba
engordando al amor de la lumbre, con el mar embravecido, en las noches de
invierno. Recitaba en alto, con la voz engolada, la mano en el pecho y una
cacerola boca abajo sobre la cabeza. Al padre lo inquietaba verlo y oírlo así.
Se le hacía raro que al hijo, en lugar de pensar en aprender el manejo del
escoplo o de la hoz, le diera por aquel ejercicio enfermizo y afeminado. En cambio a la madre le
parecía cosa de chiquillos que se le iría con la edad, en cuanto sentara la
cabeza con una muchacha y un oficio.
A
Manolito le gustaba soñar con sitios exóticos. Y no había un lugar más exótico
que La Mancha, seco y perfumado por jaras y tomillos. Odiaba levantarse antes
del canto del gallo y echarse con su padre a la mar, dentro de aquel cascarón que
apestaba siempre a pescado, a pesar de la lejía panilla y de los cubos de agua
con que lo lavaba la madre. La humedad les calaba hasta los huesos en medio del
agua oscura y bamboleante, mientras echaban la red y esperaban, los dos en
silencio. El padre removiéndose de vez en cuando en su lado del barco, él retomando
su historia en el punto exacto donde la dejó la última vez. Así iba tejiendo, y
a veces destejiendo, pues no siempre estaba de acuerdo con lo inventado con
anterioridad, una maraña de aventuras y desventuras de un tal Don Quijote y su
escudero Sancho. Cuando los peces atrapados en la red les parecían suficientes,
la recogían y remaban hasta la orilla. Dejaban la barca varada cerca de la casa
y llevaban al mercado los pescados aún vivitos y coleando, para la venta. La
madre destripaba los que no vendían y los asaba para acompañar la sopa de ajo
en la sartén, sobre la trébede, o el gazpacho en el dornillo. Pescado, pescado,
pescado. Y tal vez algún torrezno. Manolito llevaba el olor del pescado metido
hasta los mismísimos sesos. Mientras tanto, él seguía con las aventuras del
caballero de la Triste Figura, como a veces le daba en llamar, en un lugar de
la Mancha que él no había visto nunca, pero que el solo hecho de imaginarlo
seco, pero que muy seco, y por tanto sin peces que apestaran, lo tenía
cautivado.
Al
atardecer, ayudaba a la madre en la reparación de la red, sentados, apoyada la
espalda en la pintura descascarillada del barco, el viento levantando rizos que
se deshacían en la playa. Agua salada que corroía hasta la médula, que los
obligaba a hacer todos los días la misma rutina de repasar la red y recoserla
antes de que el sol se llevara los colores por el poniente, y les dejara la
humedad negra y pegajosa de la noche. Y los molinos de viento, blancos,
batiendo sus aspas en el aire de una tierra árida, poblaban la imaginación de
Manolito. «En un lugar de la Mancha...», recitaba él mientras buscaba los rotos
y se los iba pasando a la madre, que ya veía poco, para que los cosiera. «Ay,
hijo, ¡qué tonterías se te ocurren!», decía ella con un suspiro, y, a veces, a
él le cortaba la inspiración y lo dejaba mohíno el resto de la tarde. Otras, encendido
por una llama interior imposible de apagar, seguía con su historia como si la
contara para sí mismo.
Luego
llegaba la noche. La llama oscilante del
candil hacía brillar los cazos y moverse las tenazas y el soplador,
convirtiendo en gigantes los bacalaos que colgaban de los maderos del techo de
la cocina. Y entre el crepitar de los leños de la candela, Manolito continuaba
su historia en silencio, para que el padre, que echaba tragos del porrón, no la
oyera y se enfadara, que sus enfados eran malos cuando el vino andaba de por
medio. Bajo el candil, la madre remendaba unos calcetines, o una pelliza
deshilachada, y parecía más joven y hermosa, y al hijo le daba por pensar en
ella como la dama de su corredor de aventuras, bella entre fogones. Así, hasta
que el cansancio lo rendía. En el sueño, continuaba con sus invenciones en un
desaguisado que no había dios que entendiera en la vigilia de la mañana
siguiente.
Manolito había dado ya unos cuantos
estirones, cuando el mar se quedó sin los pescados con los que había sobrevivido
la familia. Hubo quien habló de Apocalipsis y otras premoniciones nefastas que
hacían santiguarse continuamente a la madre y mantener la cabeza gacha al
padre, rastreando las boñigas del suelo con la mirada. Así las cosas, sin nada
que llevarse a la boca, decidieron emigrar para el centro, donde decían que
había buena tierra para sembrar trigo, y rebaños de ovejas para conseguir lana
y leche. Cargaron el carro con sus escasas pertenencias y emprendieron un viaje
que finalizarían agotados de mal dormir
y peor comer, llenos de piojos y enfermos de tiña.
Manolito
ya tenía una larga historia que contar y, a esas alturas de su vida, lo que más
deseaba en el mundo era que alguien lo escuchara. Si fue cosa del destino o de
algún poder oculto lo que los llevó a encontrarse, eso nunca se llegará a
saber, pero el caso fue que aquellas fantasías que acompañaron al muchacho
durante sus primeros años a orillas del mar, obtuvieron la más entusiasta admiración
de un joven de la villa. Se llamaba Miguel y era alto, enjuto y de porte
altivo. Al principio pareció fastidiado con su compañía, pero el muchacho,
imbatible al desaliento, comenzó con aquello de: «En un lugar de la Mancha de
cuyo nombre...», y enseguida captó el interés del vecino, quien, desde ese día,
lo esperaba todas las tardes a la puerta de su casa, sentado ante una mesilla
desvencijada, a modo de escritorio, armado con papel, tintero y pluma.
18/4/17
CENSURA
El día de mi octavo cumpleaños,
mi padre me llevó a una librería. En el escaparate había un libro abierto, con unas
ilustraciones muy sugerentes. « !Ese!», dije, señalándolo con el dedo. «Hay
muchos para elegir», dijo mi padre sin perder la sonrisa. Me cogió de la mano y
empujó la puerta. El librero dejó de leer y salió detrás del mostrador para
atendernos. Bajó de las estanterías «La isla del tesoro», «Robinson Crusoe», «Los
tres mosqueteros», «Veinte mil leguas de viaje submarino»... Uno tras otro, los
rechacé todos. «Quiero el del escaparate», insistí. « ¡Ese no!», exclamó
tajante, mi padre. «No quiero otro», decidí yo. Salimos sin comprar nada. Él
delante, enfadado, yo detrás, repitiendo el título para no olvidarlo. Cuando
llegamos a casa, cogí un lápiz y apunté en mi bloc de dibujo: «Kama Sutra».
Después rompí mi hucha y conté mis ahorros.
17/4/17
REFUGIO
No soy un hombre-libro. Ni siquiera un hombre. Un hombre
se levanta a las cinco de la madrugada y después de unas migas con chorizo y torreznos y un tazón de
café, se va al campo. Un hombre tiene callos en las manos, tú tienes manos de
señorita, decía mi padre. Así que voy a morir sin llegar a hombre.
En la
cámara frigorífica sólo queda una lata de tomate frito. Estoy solo, con una
lata de tomate frito y un libro. No quise traerme más, sólo El Quijote. Me
gusta El Quijote y me lo sé de memoria.
Aventando
la parva te harás un hombre, me animaba mi padre para que lo acompañara. Pero
mi madre, redonda y alta como una torre panzuda, le salía al paso. ¡Déjalo ya!,
¿no ves que está enfermo? Y él agachaba la cabeza, se daba la vuelta y arreaba
a la mula hacia la calle. Mi madre enjugaba una lágrima con el pico del
delantal y después se volvía hacia mí con una sonrisa forzada.
Tenía una
enfermedad rara que el médico no sabía diagnosticar. Venía a verme todos los
días y me provocaba arcadas con el palito en la boca. Unas cuantas más. Porque
lo que a mí me pasaba era que tenía el estómago encogido, como un capullo sin
abrir, y no aguantaba casi nada dentro. El médico se iba azarado, sin poder
darle una explicación a mi madre. Mire, su hijo va a morir de tuberculosis,
habría querido decirle, y así librarse de aquella penitencia. En lugar de eso,
tenía que irse balbuciendo excusas y aplazamientos para un diagnóstico que
nunca llegaría.
Desde la
cama de mis padres, controlaba la entrada de la casa, y por la ventana, el
trasiego de los campesinos al atardecer cuando volvían del campo; el de los
aguadores con los cántaros colgando de los lomos de los burros; el de los niños
sanos corriendo y gritando en la calle.
!Tú la llevas! Echo la burra en el barbecho. !Voy! Un espectador de la vida, eso era yo. Y estaba contento con ello.
A pesar, o tal vez por eso, de que tuviera amargado a mi padre.
Don Roque
solía pasarse por mi casa todas las tardes a por la hojuela y el café con
leche, y a darme clase En eso mi madre
era inflexible. No atendía a mis quejas sobre los capones del maestro. Por algo
habrá sido, decía. Tú aplícate y aprende las letras y los números. Así que me tuve que resignar y poner atención
para evitar el dedo corazón flexionado, rebotando en mi cabeza, y el consabido
suena a hueco, de don Roque.
A media
mañana y a primeras horas de la tarde en invierno, o con el canto del gallo
y a la hora del crepúsculo en verano,
daba un paseo para no quedarme inválido como el hijo del boticario que iba en
una silla de ruedas y una vez, en el patio de la escuela, los niños levantaron
la manta que cubría sus piernas y se rieron de los pies deformados que colgaban
al final de unos palitos inertes. A mí eso no me podía pasar.
Mi madre
decía que había que agrandar el estómago y me atiborraba de comida. Luego me
ponía el orinal debajo y yo lo llenaba hasta rebosar. Y con mi piel de cera y
mis manos de señorita, seguí enfadando a mi padre que no dejaba pasar ocasión
para recordarme que así no me haría un hombre.
Tampoco un
hombre- libro, como ya he dicho, sin embargo me sé de memoria El Quijote que un
buen día me trajo mi madre. Toma, para que te sueltes con las letras, dijo. Y
yo me quedé mirando aquel mamotreto con algo de espanto. Me ha dicho el de la
librería que es un libro muy bueno, que lo escribió un señor muy importante.
Así que un respeto y no pongas esa cara de asco, añadió.
Quizás
fue el aburrimiento, tal vez la curiosidad, pero después de una tarde, una
noche y una mañana olvidado en la mesilla, cogí el libro y comencé a leer
siguiendo los renglones con el dedo índice. A don Roque le pareció muy bien y
me animó a la lectura, pero quien me hizo perseverar fue mi padre. !Lo que te
faltaba!, dijo con los ojos medio cerrados de ira y las venas del cuello
engordadas de sangre.
Mi padre
murió de una insolación, congestionado y achicharrado por el sol que lo estuvo
macerando hasta que el Arriscao lo encontró en la era. Poco tiempo después, mi
estómago se abrió como una flor en primavera. Fue entonces cuando decidí
estudiar Literatura. Mi madre aceptó a regañadientes. No quería quedarse sola,
sin embargo ella fue la que alentó mi vocación y no tuvo más remedio que
aceptar mi marcha a la capital.
Pero
alguien como yo no podía encajar en ningún sitio. Aprendía deprisa y me
licencié en menos tiempo que el resto de los alumnos, pero estaba solo. Sin
embargo, todos estos años no han sido malos, excepto cuando murió mi madre y
comprendí lo que era eso que llaman locura. Días y noches leyendo el libro. De
esa manera la mantenía viva. Casi me
llevan a un manicomio. Eso vaticinó el médico que envió mi casera. Para
evitarlo tuve que dejar mi cuarto y aprender a fingir y mezclarme con la gente.
Uno más del montón. He vivido. Solo. Con mis libros. Pero ya no quiero vivir
más. Por eso vine aquí, a este refugio que me hice construir hace años para que
no puedan encontrarme nunca. Miro mis manos de piel fina y arrugada, moteadas
de manchas, temblonas; pongo a caminar mis pies y se arrastran, barriendo el
suelo, hasta que se detienen y no obedecen mis órdenes de continuar; y las
piernas se alían en esta rebelión de mi cuerpo, aflojándose como si fueran
gelatina. Ya no quiero seguir. Una lata de tomate y mi libro, nada más.
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