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Tomada de la red. |
Al igual que la palabra azúcar
evoca el dulzor en la lengua, en el momento en que mi dedo índice señaló Sicilia
en el mapa, convocó a Alain Delon girando con Claudia Cardinale en un grandioso
salón donde los encajes de los vestidos de las señoras se reflejaban en espejos
ricamente enmarcados en dorado. Viajé a
la isla con el vals dentro de mi cabeza.
A través de la ventanilla del avión contemplé el cielo con las avenidas azules
bordeadas de nieve, y un invierno imposible y fugaz llegó de repente barriendo
las imágenes de la película siciliana.
Sicilia es mar, volcanes que avisan cuando
van a entrar en erupción y los caminos de lava bajan lentos con un ruido de
cristal roto que engulle lo que se deja al paso de la naturaleza desbordada;
volcanes sumergidos que explosionan y sepultan con olas gigantes lo que
encuentran en su camino; y Strómboli, imponente y amenazador en aquella
claustrofóbica película que protagonizó Ingrid Bergman. Sicilia preside, con
sus tres piernas flexionadas, la cabeza de medusa y sus espigas, los senderos
de la memoria donde se alzan soberbias sus iglesias normandas y bizantinas
sobre el esplendor árabe, destruidas sus mezquitas; los pueblos borrachos de
sol y callejuelas de casas encaladas; sus edificios barrocos; la leyenda del
rapto de Plutón a Proserpina; la mafia y el juez Falcone; los anfiteatros, la
grandiosidad orgullosa de los templos griegos, señores de colinas y atalayas de
mares, y la majestuosidad de los teatros inmensos donde las representaciones se
sucedían una tras otra durante toda la tarde. Y crees que una civilización que
amaba el arte no podía enseñar la cara de la crueldad más allá de las guerras con
los fenicios por el control del territorio. Pero la mostró.
La Oreja de Dionisio es una herida abierta
en la piedra. Un grito mudo, aunque el canto infantil o el solo de cualquier
turista consiguen la resonancia de la voz multiplicada y engrandecida por la
piedra que arrancaron los esclavos cartagineses al servicio de sus captores.
Queda ahí, como testigo de unos seres humanos que trabajaban en las canteras,
bajo techo de piedra, ciegos por la falta de luz y el polvo, hacinados y con el
alimento y el agua que les daba para sobrevivir unos años antes de morir y
quedar abandonados en el mismo lugar donde vivían, sin derecho a enterramiento.
Y hay en el interior de la oreja de asno como la llamó Caravaggio en referencia
a Dionisio, una oquedad, como ventanuco por donde dicen que el tirano espiaba a
sus esclavos para estar al tanto de posibles rebeliones o intentos de fuga. Y
están los huecos donde debieron introducir las maderas para romper la piedra. Y
existen otras huellas en la pared que no han sabido descifrar para qué eran,
tal vez una escalera a la vida sin ataduras. Entonces los escuchas. Oyes sus
lamentos, sus gritos, sus ansias de vivir o morir libres. Si quieres. Porque
cuando vas como turista muchas veces te colocas las orejeras y el antifaz con
filtros y sólo pasa lo amable, lo divertido, en todo caso el horror lejano y
cubierto por capas de distancia emocional. Porque eso ya pasó, porque no ocurre
ahora. Y olvidas genocidios cercanos. No es lo mismo, dices. Sacudes la cabeza
como quien se quita un mechón rebelde de pelo de la cara y sales a la luz
amarilla machacada por el canto sin tregua de las chicharras.
Al día siguiente una chica entró en el
comedor a desayunar con los ojos hinchados y el aspecto cansado de quien no ha
dormido bien. Toda la noche soñando con esclavos. Toda la noche, repetía. Y yo
no era uno de ellos. Pero los veía, pero escuchaba los golpes en la piedra,
terminó antes de buscar el café y la leche, antes de dulcificar con un sobre de
azúcar la pesadilla.
Al hacer repaso del viaje en el
aeropuerto, Lampedusa me devolvió a Alain Delon, guapo a pesar de la cinta
negra cubriéndole el ojo, bailando con Claudia Cardinale en El Gatopardo, y con
esta imagen subí al avión. Antes de despegar, recordé la solidaridad de
«Señorita solitaria», la
más joven del grupo, con una de las mujeres de más edad, frágil y torpe en el
andar, cómo le prestaba su brazo en los desplazamientos, cómo cuidó todo el
tiempo de ella, y cerré los párpados y vi una mano que ofrecía a un esclavo un
cuenco de agua, y seguí la línea del brazo y remonté el hombro hasta llegar a la curva suave del cuello, y
más arriba descubrí la ternura en el rostro de una joven griega, y pensé que
seguramente habría existido esa ayuda anónima hacia los más débiles; porque las
civilizaciones se mueven hacia adelante, hacia el respeto a la vida, que
asegura nuestra permanencia en la Tierra. Y desde la distancia que convertía
Sicilia en una placa marrón en medio del azul inmenso, saludé con la mano y me
despedí con una sonrisa de la isla.