Saco una pierna, luego la otra. Vuelvo a fijarme en la
rubia del póster. Ahora le toca a un brazo, luego al otro. Repaso lo que hay
sobre la mesa. Tarros llenos de maquillaje, pinturas de colores, esmaltes de
uñas, barras de labios, máscara de pestañas, perfiladores, coloretes,
correctores, gloss... Me pongo manos a la obra. Cubro todo mi cuerpo con
pintura de color carne. Bebo un poco de agua marina y descanso unos minutos.
Continúo. Dibujo unos párpados de ensueño. Camuflo mis ojos saltones. Me coloco
las pestañas postizas. Corto mis uñas curvilíneas de las manos, menos la del
meñique derecho. Las pinto de rojo. También las de los pies. Me pongo la peluca
y me estudio frente al espejo. Quito algunos brillos de aquí y de allá, los
últimos retoques. Me pongo con cuidado la blusa de muselina de manga larga de
colores fucsias y amarillos. Repito
movimientos con el pantalón negro de punto de seda. Me calzo unas sandalias doradas
de tacón de plataforma. Doy unos pasos inseguros por la habitación. Paseo y
cojo confianza. Una buena ración de perfume para intentar camuflar el olor, me
cuelgo el bolso de un hombro y salgo.
El señor
del taxi me mira a hurtadillas y abre la ventanilla del automóvil. No da
rodeos, va derecho a la dirección. Me encuentro en la plaza. Miro hacia el
edificio infectado, tan temprano, de personas que buscan un lugar preferente.
Sonrío. Avanzo despacio, con cuidado de no caerme, de no rozarme y que se vaya
la capa de pintura. Gente amontonada en la otra acera. Gente por doquier,
empujándose, intentando coger el mejor sitio. Conforme me acerco, todos se
apartan, giran la cabeza hacia un lado y hacen mohines de asco. Ni litros de
perfumes conseguirían camuflar el intenso olor del mar. Hacen un pasillo a mi
lado. Un mendigo echado en un banco levanta la cabeza, abre las aletas de la
nariz y mira desconcertado a su alrededor. Me localiza, se queda un instante en
silencio y luego me dice: «Así que has venido. Así que estás aquí», después
suelta una de esas carcajadas espeluznantes que ponen las escamas de punta a
cualquiera, y vuelve a echarse.
Estoy a
un lado de la alfombra roja, justo en la puerta del cine. El mejor lugar, sin
duda. Muero por un trago de agua de mar. Muero por unas algas. Muero por nadar en
el pasillo de luz que abre el sol en la superficie marina. Muero por llegar al
fondo y sacar mi collar de perlas del cofre y jugar con ellas mientras miro y
remiro las fotografías plastificadas. Abro mi bolso y saco mi botella azul. Doy
un trago largo. Dos jóvenes con jeans pegados a la piel, camisetas negras y
botas de cow boys, beben de sus latas de cerveza sin dejar de hablar y de reír.
De cuando en cuando dan saltitos y chillan. Tienen la nariz y los labios
perforados por aros y piedrecitas brillantes. Me miran. Olfatean el aire, se
encogen de hombros.
El tiempo
parece detenido en las aceras atiborradas de cabezas, de troncos, de piernas,
de brazos... Las guirnaldas de flores abrazadas a las farolas se enlacian con
el calor. Algunas ya han muerto, aplastadas por una mano que buscaba apoyo. Me
gustan las flores. Como esos nenúfares que pasean insectos en los estanques. El
agua siempre lleva naturaleza viva en sus arterias.
Primero es un murmullo que va creciendo, creciendo, hasta convertirse en un clamor cuando la limousine sube por la calle y se detiene, suave, ante la entrada del cine. Siento como un cosquilleo raro en las puntas de mis dedos, en mis pies. Siento que puedo desaparecer ahora mismo, líquido que se evapora y sube al cielo tan azul, tan quieto, tan abrasador. Bebo de mi botella hasta apurar el agua. Sale un tipo mal encarado del coche, con un cable enrollado a la oreja. Sale otro. Unas sandalias plateadas con unos tacones de vértigo y un tobillo rodeado por una cadenita con campanillas que tintinean aparecen en la portezuela de atrás. Saca el cuerpo y la cabeza y saluda, aunque a nadie le importa porque todos, todas, lo esperamos a él. Da unos pasos, se echa a un lado. Y entonces aparece y a mí se me va el líquido por los ojos de pura emoción. Pero no puede ser. No debo. Hago mis ejercicios de concentración, esos que he ensayado hasta el agotamiento durante años, recostada en las rocas de mi isla. ¡Es tan bello! Camina por la alfombra, al lado de la morena que no deja de saludar, con la cabeza alzada, enseñando una hilera de dientes perfectos, blanquísimos, más bonitos que las perlas de mi collar. Él levanta un brazo y también saluda. Huelo su perfume. Siento el aleteo de sus pestañas. La humedad de sus labios cuando pasa la lengua con ese gesto tan suyo. Me preparo. Empujo un poco a las jóvenes de los pantalones ajustados. Dos pasos más y lo tendré a la altura. Lo tengo. Grito su nombre con tanta fuerza que, sorprendido, se vuelve. Le tiendo la mano y él la recibe. Antes de retirarla, ya llevo en la uña del meñique un jirón de su piel. Continúa andando, algo contrariado. Atento al saludo, a un lado, a otro, ella pegada a su costado, los gorilas detrás, también atentos, pero no tanto. Subo el dedo hasta el centro de mi cuerpo, perforo la tela y dejo entre mis escamas el tesoro guardado en mi uña. Ya está. No sé cuánto tiempo hace falta para que alumbre el mestizaje Ahora solo queda esperar a que brote mi flor en el banco de coral.
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