El tercer gol que
encajamos me lo perdí. Mi mujer se interpuso entre el televisor y yo. ¡Quita de
en medio!, me impacienté. Se apartó, pero siguió hablando. Miriam, déjame ver
esto, luego me cuentas lo que sea, le pedí. Ella, ni caso. Pellizqué el pan y
eché los trozos en el caldo, sin quitar ojo al número seis que avanzaba como un
viejo artrítico. ¡Así vamos! ¡Vete a tu casa, si no puedes! Me estaba
calentando. Miriam continuaba dando la tabarra en sordina. Todos estos años… Y
ni una sola vez… Pedía poco… Palabras sueltas que no me dejaban escuchar bien
al comentarista. Y eso que gritaba como un verraco. Del plato a la boca, de la
boca al plato, acabé con la sopa. Así te claves una espina. Ahora estoy seguro de
que dijo eso, pero entonces interpreté ahí tienes la lubina. Cocinaba bien
Miriam. Con el cuarto gol me tragué un trozo de guindilla. Y ella que si tal,
que si cual. Estaba negro. Que te calles, mujer, que te calles un poquito. A
esas alturas, el locutor estaba ronco y yo sudaba de rabia. Algo me distrajo
unos instantes. Fue un destello metálico girando en el mantel. Pero volví a lo
mío. El partido a punto de acabar. Cuatro a cero. Una vergüenza. Me bebí medio
vaso de vino para contrarrestar el picante y entonces me di cuenta de que
Miriam ya no hablaba. Salían los jugadores cabizbajos del campo cuando escuché
el portazo. En la mesa, el anillo acababa de detenerse. Me incorporé a medias
en la silla y estrellé el vaso contra el televisor. Mi mujer se había pasado
con la guindilla.