Cuando las escaleras mecánicas se detuvieron, sintió la presión en la puntera de la bota. Miró hacia abajo y vio el mordisco de los dientes de acero. Su hija le preguntó qué pasaba. “No te muevas”. Intentó darle a la voz un tono de tranquilidad que no sentía. Necesitaba desabrochar la hebilla y bajar la cremallera cuanto antes, pero no soltaba la mano de la niña. Encogió los dedos del pie. En cualquier momento, la electricidad pondría en marcha la escalera y la ranura se tragaría el peldaño. A no ser que el bocado fuera tan grande que no pudiera con él. Entonces se quedaría parada con el botín entre sus fauces. No sabía cómo hacerlo. Sudaba. Se agachó, obligando a la hija a bajarse, y con los dedos de la mano derecha tiró de la correa y la sacó de la hebilla. La niña empezó a llorar y a quejarse de que le hacía daño. Abrió su mano izquierda y liberó la de su hija. Le ordenó que se cogiera al pasamanos. Sentía su presencia al lado, pero no dejaba de repetirle que no se moviera. Sujetó el cuero con la mano izquierda y con la derecha comenzó a bajar la cremallera. La luz volvió de repente y se oyó el ruido de los motores al ponerse en marcha.
29/4/11
25/4/11
ME ACUERDO DE (leído por Juan José Millás)
Me acuerdo de mi abuela corrigiéndome, desde la cama, cuando yo cantaba la versión que hizo Nuestro pequeño mundo, de la canción "Me casó mi madre".
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Relatos finalistas,
Sociedad
15/4/11
EDITADOS EN "MIRADAS Y LETRAS II EN EL CAMINO DE LA LENGUA CASTELLANA "
ERRANTES
¿Y si la botica guardara un remedio para mi dolor? Entraría de puntillas, para no despertar a los que aún duermen, y bebería el elixir que aliviara mi tristeza. Apenas despunta el alba por el cono del ciprés. Y es aquí, en este lugar de piedras antiguas, de amores antiguos, donde espero encontrarla. Ella, tan ligera que, apenas la toco con la punta de mis dedos, se desvanece. Alma que pena por los rincones del monasterio, buscándome, buscándonos. Y es ahora que el canto gregoriano se guarece entre las grietas de los muros, cuando el monje sale al claustro con el libro abierto en una mano. Me levanto y sonrío. Me acerco. Lo tengo enfrente. Sigue andando. Levanto la palma de mi mano a la altura de su pecho. Continúa, absorto, sin mirarme. Apenas se estremece, apenas me estremezco cuando me traspasa, cuando lo traspaso.
PASIÓN POR DULCINEA
Soy perro. Perro y doble galgo. Así me decía mi madre. Me levanto del jergón cuando me echan a escobazos. Arrimo la nariz al comedero y olisqueo huesos rancios. Ni probarlos. Doy un trago de agua fresca y salgo a la calle dividida por el sol y la sombra. Dos pasos y me tumbo. El rugido de la moto me saca de un sueño muy dulce. Pasa rozándome “El manchego loco”. Me levanto y voy hasta la fábrica. Alzado sobre las patas traseras, meto el hocico en el contenedor de basura y encuentro flores de azúcar, galletas y chocolates rotos. Como hasta hartarme. Doy unos pasos hacia el toldo con el rótulo: “Dulces Dulcinea” y me echo debajo, en la acera por si vuelve “El manchego loco”. Soy perro y doble galgo. ¡Cuánta razón tenía mi madre!
RESERVA
Poco antes de morir, mi padre me dio la llave que abría la arqueta que heredó del abuelo. Me dijo: “Cuídalas”. Luego concentró sus fuerzas en un abrazo que tuvo que deshacer mi madre.
Después del entierro, me despedí de mi madre y regresé a Valladolid. Cuando deshice el equipaje, apareció la caja de madera. Me senté sobre la cama y la abrí. Saqué palabras a puñados: trébede, zarcillo, zascandil, dornillo, jofaina, alacena, alforjas, zoquete, almirez... Palabras antiguas, olvidadas. Y entonces surgieron a borbotones los recuerdos. Mi abuela abrochándose un aro de oro en la oreja, mi abuelo sacando queso de las bolsas de tela, mi padre lavándose en una palangana de porcelana, mi madre haciendo gachas en una sartén sobre un soporte de hierro. Volví a guardar las palabras dentro de la arqueta y eché la llave. Al día siguiente sacaría copias y las distribuiría por toda la ciudad.
Volveré a pasarme por aquí, por allá y por acullá después de unos días de descanso. Disfrutad de la Semana Santa o de la impía, según creencias.
Besos, abrazos, achuchones y demás cariñitos.
¿Y si la botica guardara un remedio para mi dolor? Entraría de puntillas, para no despertar a los que aún duermen, y bebería el elixir que aliviara mi tristeza. Apenas despunta el alba por el cono del ciprés. Y es aquí, en este lugar de piedras antiguas, de amores antiguos, donde espero encontrarla. Ella, tan ligera que, apenas la toco con la punta de mis dedos, se desvanece. Alma que pena por los rincones del monasterio, buscándome, buscándonos. Y es ahora que el canto gregoriano se guarece entre las grietas de los muros, cuando el monje sale al claustro con el libro abierto en una mano. Me levanto y sonrío. Me acerco. Lo tengo enfrente. Sigue andando. Levanto la palma de mi mano a la altura de su pecho. Continúa, absorto, sin mirarme. Apenas se estremece, apenas me estremezco cuando me traspasa, cuando lo traspaso.
PASIÓN POR DULCINEA
Soy perro. Perro y doble galgo. Así me decía mi madre. Me levanto del jergón cuando me echan a escobazos. Arrimo la nariz al comedero y olisqueo huesos rancios. Ni probarlos. Doy un trago de agua fresca y salgo a la calle dividida por el sol y la sombra. Dos pasos y me tumbo. El rugido de la moto me saca de un sueño muy dulce. Pasa rozándome “El manchego loco”. Me levanto y voy hasta la fábrica. Alzado sobre las patas traseras, meto el hocico en el contenedor de basura y encuentro flores de azúcar, galletas y chocolates rotos. Como hasta hartarme. Doy unos pasos hacia el toldo con el rótulo: “Dulces Dulcinea” y me echo debajo, en la acera por si vuelve “El manchego loco”. Soy perro y doble galgo. ¡Cuánta razón tenía mi madre!
RESERVA
Poco antes de morir, mi padre me dio la llave que abría la arqueta que heredó del abuelo. Me dijo: “Cuídalas”. Luego concentró sus fuerzas en un abrazo que tuvo que deshacer mi madre.
Después del entierro, me despedí de mi madre y regresé a Valladolid. Cuando deshice el equipaje, apareció la caja de madera. Me senté sobre la cama y la abrí. Saqué palabras a puñados: trébede, zarcillo, zascandil, dornillo, jofaina, alacena, alforjas, zoquete, almirez... Palabras antiguas, olvidadas. Y entonces surgieron a borbotones los recuerdos. Mi abuela abrochándose un aro de oro en la oreja, mi abuelo sacando queso de las bolsas de tela, mi padre lavándose en una palangana de porcelana, mi madre haciendo gachas en una sartén sobre un soporte de hierro. Volví a guardar las palabras dentro de la arqueta y eché la llave. Al día siguiente sacaría copias y las distribuiría por toda la ciudad.
Volveré a pasarme por aquí, por allá y por acullá después de unos días de descanso. Disfrutad de la Semana Santa o de la impía, según creencias.
Besos, abrazos, achuchones y demás cariñitos.
12/4/11
FINALISTA "CUENTA 140"
8/4/11
ABSOLUCIÓN Y CONDENA
Cuando encontraron el cuerpo de la niña Blanca Romero flotando en el río, su padre, el juez Ricardo Romero, y su madre, la abogada Paloma Reyes, se encerraron en su casa y clavaron tablones en puertas y ventanas.
A veces, a través de las tapias del patio, se oye el cacareo agónico de una gallina, su aleteo sofocado y el gorgoteo sobre el plato de aluminio.
6/4/11
MIRADAS EN LA INTERNACIONAL MICROCUENTISTA
5/4/11
FINALISTA "CUENTA 140"
4/4/11
CARNE DE BAJA CALIDAD (Para Pablo Gonz, con mi agradecimiento)
Supe que había llegado por el rastro brillante en la alfombra. Me senté tranquilamente a leer mi libro sobre las costumbres del oso polar. A eso de las nueve de la noche, escuché la llave en la cerradura. Me repantingué más en mi sillón. Luego la tos cazallera conseguida tras muchos años de darle a la frasca.
- ¿Qué hay de cena?- así se presentó.
Ensalivé mi dedo corazón y pasé página, luego lo miré por encima de las gafas. Pequeño, peludo, piernas combadas y morro de chimpancé.
- Tengo preparada una sorpresa. Ve desnudándote- le dije con una sonrisa prometedora.
Me hizo caso como el animal en celo continuo que era. Dejé el libro y puse mi mano derecha detrás de la oreja para no perder detalle de lo que ocurría en la habitación de al lado. Creo que quiso decir hija puta, pero se quedó en hija, ahogada la voz con el rugido de mi tigre. El pobre aún se está recuperando de la indigestión.
2/4/11
FINALISTA EN EL CONCURSO DE RELATO DE LA UNED
Gracias al aviso de Rosana supe que era finalista. Si no, ni me habría enterado. Me ha costado encontrar el acta, pero aquí está el enlace, que he rescatado de otra página (pinchando el título)
Me presenté a este concurso el mismo día en que finalizaba el plazo, ya caída la tarde, con un relato que tenía por ahí guardado. Ruego, pues, que no seáis muy duros ya que no lo refiné mucho.
DIAGNÓSTICO
Desde que la ciencia habló por boca del médico y puso fecha de caducidad a su vida, el abuelo veía pasar su entierro todas las tardes, sentado en el umbral de su casa. Unas veces desfilaba el féretro de caoba, con cuatro asas doradas en los laterales, los hijos cargando la caja sobre sus hombros, la cabeza gacha y los ojos enrojecidos de llanto seco. Atrás, ellas, enlutadas de arriba abajo, con el moquero amasando la humedad con la doblez de sus dedos. Delante, don Anselmo, con Manolín de monaguillo, guiando el cortejo hasta la iglesia. Otras, pasaba el ataúd de pino llevado por los jornaleros. Su familia detrás, con cara de pena sí, pero sin soltar una lágrima y entonces se sentía solo en la estrechura de las cuatro tablas. Se fue haciendo muy sensible y cualquier pequeño detalle que él creyera de falta de amor, le parecía una prueba de que su paso por la vida había sido un camino estéril.
- Elisa, hija, ¿tú me quieres?- preguntaba a la menor de sus hijas. Y ella respondía que sí con un tono de cansancio que a él no le pasaba desapercibido.
A los hijos los mandaba llamar todos los días para dejar arreglados sus asuntos. Eso decía. Pero todo estaba bien atado y sólo causaba cierto hastío sus continuas demandas de cariño, aunque todos tenían mucha paciencia. Sin embargo, los días avanzaban y cada uno de ellos era un soplo que se le iba por la boca, así que su angustia creció.
Una de aquellas tardes, se llevó a su nieto Miguel hasta la puerta, lo sentó a su lado, y le dijo, mientras un abrazo le cortaba la respiración:
- Mira bien, Miguelito, que va a pasar el entierro de tu abuelo.
Y le fue describiendo una escena terrorífica donde el muerto estaba tieso dentro de una caja de la peor calidad porque su familia no se había querido gastar más en su entierro, con la mandíbula cerrada bajo el nudo de un pañuelo, y dos algodones tapándole los orificios de la nariz. Entonces el niño se puso a llorar a gritos y vino la madre a sacarlo del abrazo bestial. Las cosas comenzaron a torcerse en la familia y cada vez que el abuelo pedía atención todos estaban ocupados, y cuando le preguntaba a Miguelito si lo quería acompañar al campo a por nueces, subido en la burra Clementina, él lo miraba espantado y echaba a correr.
La última tarde no vio pasar su entierro.
Me presenté a este concurso el mismo día en que finalizaba el plazo, ya caída la tarde, con un relato que tenía por ahí guardado. Ruego, pues, que no seáis muy duros ya que no lo refiné mucho.
DIAGNÓSTICO
Desde que la ciencia habló por boca del médico y puso fecha de caducidad a su vida, el abuelo veía pasar su entierro todas las tardes, sentado en el umbral de su casa. Unas veces desfilaba el féretro de caoba, con cuatro asas doradas en los laterales, los hijos cargando la caja sobre sus hombros, la cabeza gacha y los ojos enrojecidos de llanto seco. Atrás, ellas, enlutadas de arriba abajo, con el moquero amasando la humedad con la doblez de sus dedos. Delante, don Anselmo, con Manolín de monaguillo, guiando el cortejo hasta la iglesia. Otras, pasaba el ataúd de pino llevado por los jornaleros. Su familia detrás, con cara de pena sí, pero sin soltar una lágrima y entonces se sentía solo en la estrechura de las cuatro tablas. Se fue haciendo muy sensible y cualquier pequeño detalle que él creyera de falta de amor, le parecía una prueba de que su paso por la vida había sido un camino estéril.
- Elisa, hija, ¿tú me quieres?- preguntaba a la menor de sus hijas. Y ella respondía que sí con un tono de cansancio que a él no le pasaba desapercibido.
A los hijos los mandaba llamar todos los días para dejar arreglados sus asuntos. Eso decía. Pero todo estaba bien atado y sólo causaba cierto hastío sus continuas demandas de cariño, aunque todos tenían mucha paciencia. Sin embargo, los días avanzaban y cada uno de ellos era un soplo que se le iba por la boca, así que su angustia creció.
Una de aquellas tardes, se llevó a su nieto Miguel hasta la puerta, lo sentó a su lado, y le dijo, mientras un abrazo le cortaba la respiración:
- Mira bien, Miguelito, que va a pasar el entierro de tu abuelo.
Y le fue describiendo una escena terrorífica donde el muerto estaba tieso dentro de una caja de la peor calidad porque su familia no se había querido gastar más en su entierro, con la mandíbula cerrada bajo el nudo de un pañuelo, y dos algodones tapándole los orificios de la nariz. Entonces el niño se puso a llorar a gritos y vino la madre a sacarlo del abrazo bestial. Las cosas comenzaron a torcerse en la familia y cada vez que el abuelo pedía atención todos estaban ocupados, y cuando le preguntaba a Miguelito si lo quería acompañar al campo a por nueces, subido en la burra Clementina, él lo miraba espantado y echaba a correr.
La última tarde no vio pasar su entierro.
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