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21/2/25

TRAVESÍAS GANA EL PRIMER PREMIO DE CUENTO DE LOS PREMIOS DEL TREN ANTONIO MACHADO

 Ceremonia de entrega de la cuadragésima tercera edición de los Premios del Tren ‘Antonio Machado’








Premios del Tren de Poesía y Cuento 2024

Primer premio de cuento: "Travesías", Dolores Sanabria García

Dolores Sanabria García

Al Grajo le sangraba la rodilla desollada. La sangre bajaba sucia hasta la cochambre de la zapatilla sin cordones. Ni él ni nadie hacía caso. El Saco, el Colorao, el Escuerzo y el Ratón seguían sus pasos. Yo iba el último, con el avituallamiento en la mochila. Todos caminábamos en fila india. Una formación armada con palos avanzando por piedras rotas y travesaños rajados. Ejército desarrapado en una mañana de julio.

Habíamos salido del pueblo aún de noche. La luna estaba inflada y nos iluminaba el camino mejor que una linterna. Aun así, el Grajo pegó un brinco, tropezó y cayó de rodillas cuando el mulo del Eulogio se movió en la cerca y se oyeron las amaneas como cadenas de fantasma. Si tuviera la escopeta de caza de mi padre, le pegaba un tiro, dijo. El Grajo tenía mala leche y no le gustaron las bromas y risas que le gastamos. Se hizo el duro y ni limpió la rodilla con agua. Le quedó la piel reventada y con unos granos de tierra pegados a la herida. Siempre pagaba sus desgracias con el más pequeño y enclenque de la pandilla. En esa ocasión no pudo, sabía que no íbamos a dejarlo. Al Ratón le entró la risa rencorosa y a duras penas conseguía sofocarla.

Llegando al cementerio, el Escuerzo dijo que tenía que despedirse de su padre y que no daría ni un paso más si no lo dejábamos entrar a ponerle unas flores. Accedimos de mala gana. Él cortó unos jaramagos y desapareció tras la verja. Algunos no quisimos seguirle y lo esperamos a la puerta. Otros se fueron tras él a visitar tumbas. Tardó en salir y perdimos una media hora. Habría que darle más brío a la marcha para evitar las horas de mayor calor.

Llevábamos un buen trecho andado, en un campo de terreno reseco, sin más sombra que la nuestra, apenas visibles unos matorrales al paso, cuando vimos la caseta abandonada del guardagujas. Paramos aquí, dije. Y sin esperar contestaciones me fui cagando leches para allá. Si querían reponer fuerzas, tenían que seguirme.

Comimos bocadillos de mortadela y chorizo de matanza y bebimos agua dentro de la caseta. Comenzaba a calentar el sol y las chicharras se ponían pesadas.

-¿Cuánto queda?- preguntó el Colorao, más rojo y pecoso que nunca.

-Todavía falta-dije, distraído por el vuelo en círculos de unos pajarracos.

-Nos vamos a quemar-siguió el Colorao-. ¡Ya verás como nos quemamos! Las gorras. Unos a otros nos mirábamos las cabezas. ¿Dónde estaban las gorras? ¿Quién era el encargado de llevarlas? ¡No jodas que se habían quedado en el pueblo! Se habían quedado en el pueblo.

-¡Eran muy feas!-se defendió el Saco.

-¿Y la pomada que ibas a robarle a tu hermana?-preguntó el Colorao, oliéndose la respuesta.

Ni gorras, ni crema. Lo habríamos matado allí mismo. Las miradas asesinas dieron paso a un puñetazo del Grajo y una lluvia de insultos del resto. Nos enfrentábamos a una insolación y a las quemaduras que todos recordábamos del día que nos quedamos torrados sobre una balsa en el pantano de Los Juanes. ¡Qué noche de paños de vinagre y brasas en la espalda! Nos quemamos, pero bien quemados. Que las gorras no gustaron a ninguno, vale, que no queríamos anunciar piensos y el color era el de la mierda, también, pero eran para protegernos, no para ir a una excursión con las chicas. El Saco se excusaba con lo de la crema. Que si no pudo darle esquinazo a la hermana, que si tal, que si cual.

El Grajo amenazaba con darle una paliza alentado por el Colorao. Tuve que mediar.

Ya arreglaríamos cuentas con el Saco cuando regresáramos de nuestra misión.

-¡Hola, chicos!

Teníamos allí mismo a Rosa, la del Tejar, y ni darnos cuenta. Nos quedamos pasmados, mirándola y sin arrancar a decir algo.

-¿Qué haces aquí?- reaccionó el Escuerzo con cara de pocos amigos. De todo el pueblo era conocida la enemistad entre las dos familias por una cuestión de lindes.

La del Tejar llevaba un sombrero de paja. Dijo que nos iba siguiendo todo el rato. Que éramos poco avispados. Un poco? ¿eh?, remachó tocándose la sien con un dedo. El Escuerzo apenas controlaba la ira. ¡No queremos que vengas!, chilló con las manchas de la cara más oscuras que nunca.

-Tengo... A ver...-. Registraba su mochila ante la expectación de todos- Un ungüento muy eficaz. Se lo dio el veterinario a mi padre cuando se quemó la mula- hizo una pausa para mirar al Escuerzo-en el incendio del tejar.

-¡Mi hermano no tuvo nada que ver con eso!

-¡Eh!, dejad las rencillas familiares. Vamos a decidir qué hacemos.

Los chicos nos retiramos un poco a ver los pros y contras de aceptar a la del Tejar en nuestro grupo mientras ella se untaba con la crema para animales. No sabíamos la eficacia de aquello pero siempre era mejor que nada, defendí yo. Acallamos las protestas del Escuerzo con un si no estás de acuerdo te largas.

Dijimos que bueno, que podía venir con nosotros pero sin molestar.

-¿Tenéis pañuelos?-preguntó ella.

Todos llevábamos uno en el bolsillo. Seguimos sus instrucciones. Los sacamos, les hicimos cuatro nudos y nos los pusimos en la cabeza.

Después de untarnos en cara y hombros con aquella crema que olía a rayos, reiniciamos la marcha. La del Tejar iba donde le daba la gana. Unas veces delante, otras en medio, y algunas, detrás. Al principio el Escuerzo la evitaba, pero el calor, el cansancio y estar lejos del veneno familiar, debieron de hacer su efecto porque pronto dejó de prestar atención sobre el lugar que ella ocupaba en la marcha.

Después de cruzar el puente del río Guadaler y refrescarnos con las aguas que quedaban estancadas en pozas, el camino se hizo más llevadero. Había árboles a cada lado y caminábamos buscando la sombra. Aun así, no nos quitamos los pañuelos a sabiendas de que vendrían más tramos de pleno sol sobre las cabezas.

Paramos antes de abandonar la arboleda. La del Tejar repartió medios limones después de dividirlos con su navaja. Os quitarán la sed, dijo. Y todos le hicimos caso, incluso el Escuerzo. Yo saqué unas galletas María de la mochila. Se hace bola, se quejó el Saco. Yo había hecho mis previsiones de agua y necesitaríamos la que quedaba para la vuelta, pero el Saco tenía razón, así que ofrecí media botella. Un trago cada uno ¿eh?, no abuséis que nos quedamos fritos para el regreso, advertí. Todos cumplieron. La del Tejar dijo que ella llevaba una llena de reserva, por si nos hacía falta. Bien pensado, dije. Y los demás asintieron con la cabeza.

A un kilómetro, más o menos, del objetivo había una nube de buitres volando en círculos. Cuando llegamos al lugar vimos un burro quemado que estaba siendo devorado por los pájaros. Tierra abrasada por todos lados.

El resto del camino lo hicimos en silencio. Sudando la gota gorda. La temperatura había subido en la zona. Recogíamos las gotas saladas que bajaban de la frente con la lengua. El Colorao iba con los hombros como dos brasas. Ni cuenta nos dimos de que el efecto protector de la pomada, si es que tenía alguno, se había pasado. La del Tejar nos hizo parar y nos fuimos pasando la crema. Espero que no sea demasiado tarde, dijo. ¡Si seréis tontos! Yo me unté más hace ya, ni se sabe.

Algunos habríamos querido pararnos allí mismo. No seguir adelante. La tierra y el burro calcinados y los buitres destripándolo daban mala espina. Nos mirábamos los unos a los otros sin decidirnos. Estáis cagados de miedo, terció la del Tejar. No, qué va, dije yo. A mí no me asusta nada. ¡Mira!, gritó triunfal el Escuerzo mientras sacaba de su mochila una calavera. ¿De dónde la has cogido?, preguntó el Ratón muy alterado. Profanación de tumbas, se te va a caer el pelo, terció la del Tejar que sabía más que nosotros de todo porque le daba por leer libros y cómics sacados de la biblioteca municipal. ¿Qué dices, lista?, se enfadó el Escuerzo. Es la calavera de mi padre. La quería llevar conmigo por si no volvía al pueblo. ¡Zumbado!, dijo el Grajo. Bueno, venga. Hemos llegado hasta aquí y seguiremos hasta el final, corté yo la pelea que se veía venir.

Brillaba mucho y parecía ocultar algo debajo de su vientre metálico. El Grajo le lanzó un trozo de pan que rebotó y cayó en la tierra algo chamuscado. Todo lo que había a su alrededor estaba arrasado. Mantuvimos la distancia.

-Aquí no nos podemos quedar- dijo la del Tejar-. O nos acercamos más y vemos qué es, o nos damos la vuelta. ¡Votación! Ella fue la primera en levantar la mano a favor de acercarnos y ninguno se atrevió a votar largarnos de allí, que habría sido lo prudente.

Avanzamos a saltitos. Las gomas de las suelas de las zapatillas se calentaban y amenazaban con derretirse y abrasar nuestros pies.

Llegamos y nos quedamos mirando, intentando averiguar qué era. No parecía un platillo, como dijeron en las noticias.

-A lo mejor es solo una parte de la nave-aventuró el Ratón.

-¿Y dónde está el resto, listo?-preguntó el Grajo dándole un capirotazo en la cabeza.

-Esto...- comenzó la del Tejar. Los demás la miramos, muy atentos a lo que decía-no me gusta nada. Nave o artefacto militar, estamos en el lugar...

No acabó la frase cuando aquella especie de escudo gigante se levantó y aparecieron ellos, o ellas, o lo que fuera, cualquiera sabía lo que ocultaban aquellos disfraces, o no, de colas de cometa.

Por el grito que se oyó, el primero en desaparecer fue el Escuerzo y su calavera. La del Tejar y yo corríamos sin mirar atrás. Cuando paramos, estábamos los dos solos.

Durante un trecho de regreso al pueblo fuimos sin hablar, aterrados y aturdidos. Cerca ya de la estación nos preguntábamos qué íbamos a decirles a los padres del Grajo, el Escuerzo, el Saco, el Colorao y el Ratón cuando los vimos desde lejos, discutiendo y lanzando piedras a los raíles.

-¿A dónde os llevaron? ¿Qué os han hecho? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?- les pregunté en cuanto los tuve delante.

Ellos me miraron como si se me hubiera ido la cabeza, dijeron que me había dado una insolación y aseguraron no haberse movido de allí en todo día.

-Tú te fuiste a explorar los alrededores y acabas de volver-dijo el Escuerzo.

-¿Y la calavera? ¿Dónde está la calavera?-continué yo.

-¿De qué calavera hablas?

El Escuerzo miraba a los demás y los demás lo miraban a él con caras de no saber a qué me refería.

Iba a intervenir de nuevo cuando Rosa la del Tejar me agarró del brazo. La miré y me hizo señas para que no siguiera hablando. Le hice caso. De vuelta al pueblo los dos no dejábamos de observar al resto, atentos a cualquier signo que nos confirmara que quienes caminaban a nuestro lado seguían siendo nuestros amigos; intentábamos entender qué demonios había pasado.



7/2/25

LA SIEMBRA Y LA COSECHA. Segundo premio del Concurso de relatos #historiasdesolidaridad

 

Cuando nació mi hijo, el padre nos abandonó. Así que tuve que apechugar sola con la crianza. Porque él no volvió a dar señales de vida. Con el tiempo llegué a considerar que fue lo mejor que nos pudo pasar. Echaba la vista atrás y todo eran broncas. Él, un egoísta de libro. Solo pensaba en cómo no dar palo al agua. Le importaban un bledo los demás con tal de tener asegurado su bienestar. Trabajar, trabajaba, pero en cuanto llegaba a casa se arrellanaba en el sofá y de ahí no se movía hasta la hora de la cena. La llegada del niño fue un fastidio. No quería cogerlo. Tampoco oírlo llorar. Así que no tardó en desaparecer de nuestras vidas. Me puse a trabajar en un Centro de Primera Acogida. Allí aprendí mucho y comencé a interesarme por lo que ocurría en el mundo viendo a toda aquella gente que huía de guerras, persecuciones y muertes. Cada vez que leía un informe lloraba a lágrima viva. De aquellas personas apenas se hablaba en las noticias. ¿Cómo era posible que pasaran de puntillas por tanto drama? Comencé a ir a las convocatorias que hacían algunas organizaciones pacifistas. A veces frente a las embajadas de los países donde se daban los conflictos; otras en plazas y calles, pidiendo que se detuviera aquella sangría. La indignación ganaba terreno en mi interior. Cada día entraban más y más menores que huían de lo que eufemísticamente llamaban «zonas calientes». Menos cuando se referían a las pateras. El mar escupía cadáveres de niños y niñas, de mujeres, de hombres… Y las imágenes daban la vuelta al mundo. ¡Qué horror!, pobre gente, decían en los bares, mientras comían pinchos de tortilla y cervezas, quienes estaban al resguardo de miserias y bombas. Era un reguero continuo de vidas destrozadas. Menores que llegaban sin padres. Con el gesto duro, sin una lágrima. Secos los ojos. Con la determinación de sobrevivir a toda costa. Tragedias que se quedaban encerradas en el centro. Un respiro que la mayoría de las veces acababa cuando cumplían los dieciocho años y no tenían a dónde ir.

Y mi hijo mamó de aquella rabia.

Anoche tuvimos bronca. Tal vez sea yo la culpable. Sólo quería que nunca fuera a una guerra. Por eso lo llevaba conmigo a las manifestaciones. No pasa nada, le decía apretando su mano muy fuerte.

Cuando creció, invitaba a casa a sus amigos que cruzaban el Estrecho, y yo me esmeraba en la cocina. Mi hijo, un blanquito con rastas, escuchaba atento y olvidaba el tenedor en el plato. Hablaban de la falta de medicinas, de kilómetros de arena seca, de la lucha por su territorio, del hambre. A mí se me iban las ganas de comer, atenazado el estómago en una náusea que me duraba el resto del día.

—Ustedes los europeos…

Guardaba las sobras en el frigorífico. Echaba el agua de la jarra en las macetas. No quería que me dijeran: Ustedes los europeos derrochan.

Decidió estudiar periodismo. Y yo encantada. Ya lo veía en la televisión, o escribiendo artículos en los principales periódicos del país. Pero no. Quiere ir a donde hay conflicto, a donde asola la hambruna, a donde las guerras tribales siegan vidas humanas. Para que el mundo sepa, dice. Como hizo Marie Colvin, dice. La que murió, apostillo yo. Y él que no sea tan negativa. Que volverá y me sentiré orgullosa. Como si ya no lo estuviera.

No sé cómo va a arreglárselas. Él, que no aguanta la picadura de un mosquito, ni un roce del zapato. Que el calor le agobia. Pero se va y no puedo hacer nada por evitarlo.

Amanece. Me levanto, hago café, desayuno y salgo. Cuando vuelvo a casa, él ya se ha levantado.

—Te compré unas mudas. Y saqué dinero del Banco- digo.

—Gracias, pero no hacía falta.

—Y puedes llevarte las medicinas del botiquín.

—Vendrán bien— sonríe.

—No olvides la crema para los mosquitos.

— No la olvido.

—No dejes de protegerte. Tú ya sabes.

— ¡Mamá!

Lo sigo mientras él prepara la mochila. Luego nos quedamos uno frente al otro. No pasará nada, dice. Muevo la cabeza en silencio. No quiero llorar, pero lloro cuando nos abrazamos.

19/11/17

ESTAMPA FAMILIAR- GANADOR DE LA SEMANA EN WONDERLAND Y ACCÉSIT TRIMESTRAL


 
Tomada de la red.
El estampido estalló en el aire, salió disparado y rebotó en el muro enfrentado para volver amplificado a su lugar de origen. Entró en el humo del cañón de la pistola, cogió fuerza y volvió a salir al patio interior con un estruendo de rayo que hizo estallar los cristales de todas las ventanas. Nevó, como cuchillos, sobre la ropa tendida, rasgando camisas, faldas y pantalones. El suelo, brillante de piedrecitas, quedó cubierto de espejuelos donde se reflejó la cara troceada y monstruosa del asesino de la mujer que se desangraba en el suelo de la cocina del tercero izquierda.



A partir del minuto 48:50 podéis escuchar el relato aquí.

 ALGUNOS RELATOS FINALISTAS

ATURDIMIENTO
Algunos dirían que dejar los muebles y suelos como espejos, la colada tirando a azul de tan blanca, y los cristales de las ventanas con la transparencia de quien va a sacar la cabeza al viento y se la llena de puñales, tiene por nombre neurosis. Pero era sólo que le gustaba trabajar. A él lo dejó un día frente al televisor y acabó tan cansada que lo olvidó. No se dio cuenta hasta el día en que le dio un jamacuco. Tirada en el suelo, alcanzó a ver las canillas fosilizadas de él, colgando de la silla de ruedas.

SALTO
Yo tenía un saltador y muchos papás. Mamá solía mandarme a la calle cuando alguno de ellos entraba en casa. Me hice una experta en saltar a la comba. Todos dejaban una moneda en mi mano cuando se iban. Mamá me regaló una hucha con cara de cerdo para que las fuera guardando allí. Si ahorras, tendrás una buena vida, me decía, no como yo. Pronto comencé a ganar dinero en las plazas, con el saltador y un sombrero hongo. De mayor creé un espectáculo para la televisión. Yo también tuve una hija de muchos padres.  Los que elegí yo.


OMBLIGUISMO
Todo comenzó con Julito y el trabajo en común para la asignatura de Historia. Él hizo la exposición utilizando el yo continuamente. Se llevó los aplausos. Lo dejé pasar. Luego vino lo de mi hermana, adjudicándose el mérito ella solita de salvar a Pablito de ahogarse. También me mordí la lengua. Pero cuando Rosendo me levantó la novia echándose flores sobre nuestra colaboración en una ONG, dije hasta aquí hemos llegado. Ahora pongo siempre el yo por delante y tan contento. A no ser por ese tufillo molesto que sube del cráter que se formó donde antes estaba mi ombligo.


ANESTESIA
Aquí vinimos a descansar de nuestros demonios, a acabar con ellos, me dijeron cuando ingresé. Se equivocan. Vinimos a anestesiarnos con las pastillas que nos da la enfermera Sue. El doctor Reginal dijo hace unos días que estaba muy satisfecho con mi evolución, y yo le agradecí sus palabras con una sonrisa estúpida. Todo me daba igual. Pero hoy, cuando se ha referido a mi hermana Phoebe como un capullo en plena eclosión, he tenido que clavarme las uñas en las palmas de las manos, para reprimir el impulso de ensartar con el abrecartas  el ojo de este cíclope libidinoso.


DELACIÓN
El clínex parecía algodón entre sus manos. Continuó hablando de Mariela, la hija pequeña, que lo recibía con un abrazo cuando iba a buscarla. Luego recordó a Isabel, la mayor, que le regalaba dibujos en los que él siempre estaba su lado. Cuando habló de su mujer, a quien tanto quiso y tan bien cuidó, arrugó el pañuelo entre los puños, lo retorció y lo soltó en la mesa. Recogí los papeles y me levanté de la silla. El funcionario abrió la puerta. Antes de salir, volví la cabeza hacia mi cliente y le dije que se buscara otro abogado.


HIJOS
Anoche tuve un sueño. Soñaba que un hijo mío se perdía al norte de la ciudad. Pedía ayuda a gritos pero nadie parecía escucharlo. Andaba desorientado, de un lado a otro, entre hipidos y llanto sucio en su carita. Creció deprisa, alimentado con pan y penas de contenedores sucios y oscuros. Y conforme lo hacía, decidió echar a andar hacia el sur, siempre hacia el sur. Me despertó una angustia extrema. Estaba en el sofá con la televisión encendida. Otro hijo de otra madre deambulaba en la pantalla, chapoteando en la miseria y el lodazal de un campo de refugiados.


FRUSTRACIÓN
Los padres lloraban amargamente cuando se enteraron de su decisión. Se habían ilusionado con la idea de ir siempre gratis al circo. Querían ver de verdad al domador con la cabeza dentro de la boca de un león, no en el cartel pegado a las farolas como cuando eran niños. Niños y pobres: el binomio perfecto para no tener dinero para unas entradas. Pero su hija los ha decepcionado. Ha estudiado una carrera y se ha pagado un bono de depilación láser. Prefiere una vida gris en una oficina, antes que hacerlos felices y verla triunfar como la mujer barbuda.

13/11/16

ENTREGA DEL SEGUNDO PREMIO DEL XI CERTAMEN LITERARIO CONVOCADO POR LA CADENA SER SUR MADRID




Fotografías tomadas de la red.

Este viernes se entregaron los premios del XI Certamen Literario convocado por la Cadena Ser Sur Madrid. 
Sería uno más sin mayor trascendencia para mí si no fuera porque este relato, que ganó el segundo premio, mete el dedo en la llaga abierta por aquellos que, con tal de llenar sus bolsillos, promueven guerras, las atizan y las alimentan sin el menor escrúpulo, matando con bombas, de frío, hambre y enfermedades a millones de inocentes.

Dedico este relato a todas las madres a las que la codicia de estos depredadores, les ha matado a algún hijo. 

Con Raúl Clavero (a mi izquierda) ganador del certamen. 



EVITACIÓN




I

Falta una hora para que amanezca. Se estira. Comprueba sus botas. Ajusta la correa del casco. Carga con la mochila y el fusil. Comienza a caminar en la oscuridad, ni el primero ni el último, siempre en medio. Marcos tose. El sargento mueve la cabeza. Es por él que han salido de la seguridad de la trinchera. A campo descubierto. Sin esperar al helicóptero. Marcos lleva días que escupe sangre. Necesita llegar al hospital. Los terrones de tierra reseca se deshacen bajo las suelas como pan tostado. Rony está atento al leve crujido de una rama bajo el peso de la última ave nocturna. Se detiene. Nunca última, palabra maldita. Borro esto, lo destierro de mi cabeza. Rony retoma la marcha. La claridad comienza a dar sustancia a las cosas. Están en el huerto. Entre manzanos y perales. Y una pequeña figura, translúcida al principio, toma consistencia, alarga una mano morena, intenta coger una fruta. Un niño. Con hambre. No alcanza, salta... ¡Pero no debo distraerme con estas cosas! Podría ser un error fatal abandonar un solo segundo a Rony. Él sigue caminando detrás de Jimmy, su amigo desde la infancia. Dejan atrás el huerto. Tierra en barbecho. ¡Ahí está, a un paso de la bota! Le doy un empellón que casi lo tiro. Se desplaza hacia su izquierda. Tal vez se sorprenda y busque de dónde vino ese golpe súbito, qué aire se movió con tanta fuerza; o quizá el calor que lo obliga a limpiarse el sudor que escurre del casco lo empuje a seguir adelante sin hacerse preguntas, sin mirar siquiera a su derecha para descubrir la amenaza, la explosión que se pospone, que se encontrará con la bota de otro soldado. Pero no será Rony. Él no. A lo lejos comienzan a verse los tejados del pueblo.
     El sol está alto cuando entran en la calle principal. El calor desploma una cortina de sudor desde la frente, que chorrea por los ojos, dificulta la visión y humedece la guerrera. Rony se detiene unos segundos. Se seca la cara y el cuello, abre la cantimplora y bebe agua. No debe quedarse atrás. Un soplo en el cogote lo hace girarse un momento. Se vuelve a poner en marcha. Van desplegados para no ofrecer un blanco fácil, arrimados a las paredes de las casas que parecen vacías. De vez en cuando, una mella en la hilera de viviendas, ruinas que dejó el impacto de un obús. Marcos tose, le lloran los ojos, camina encogido. Jimmy se vuelve hacia Rony, intenta sonreír. Casi llegan al final. Casi atraviesan el pueblo. Y allí está, eligiendo blanco desde el agujero irregular que una vez fue ventana. Ninguno lo ve. Siguen avanzando. Saco mi espejito, juego con él y los rayos del sol hasta que uno de ellos incide sobre la mira telescópica, arrancando un brillo delator. El sargento da la voz de alarma. Todos buscan refugio en los chaflanes, detrás de un árbol, ocultándose en las calles vecinas. Jimmy se desorienta, da unos pasos hacia el centro. Está en mitad de la vía. Un disparo le pasa rozando. Se tira al suelo. El silencio se quiebra con el fuego cruzado. Un minuto, tal vez dos. Cesa. Se oye un escándalo de alas batiendo el aire, pájaros que huyen de los árboles. Luego la quietud y el silencio. El sargento ordena con señas desde el otro lado de la calle. Los que se hallan en la línea del francotirador se van acercando a la casa, pegados a las paredes Un tirón mío de su brazo y Rony se queda atrás, suben Jimmy y Robert primero. Bajan enseguida. ¡Despejado! Cargan con el arma del  muerto.
     Cuando llegan a las afueras hacen un alto entre las ruinas de lo que fue un granero. Se turnan para la vigilancia. Abren latas y comen deprisa. Cerca pasa el río. Cualquier cosa, darían cualquier cosa por poder refrescarse. Pesa tanto el calor que olvidan lo que ocurrió con la compañía B, cómo fueron sorprendidos bañándose unos kilómetros más arriba y el agua se tiñó de sangre. Zarandeo el árbol. Caen dos hojas rojas a los pies del sargento. Recuerda. Seguimos adelante, ordena. Y los demás protestan pero se ponen en marcha.
     A medida que avanzan, cae el sol y les alivia el calor una brisa como de abanico que mueve el aire. Rony siente el dolor. Los pies le arden. Sigue andando. Sabe que cuando lleguen a su destino y se quite las botas, tendrá los calcetines ensangrentados. Agua con sal, recuerda que le dije, si no hay otra cosa. Se toca la mochila. Aún le queda un poco, no la gastó toda. En cuanto pueda, se anima. Y la sola recreación del alivio que sentirá cuando acabe aquella marcha, lo anima a seguir adelante. Marcos está cada vez peor, no deja de toser, se queja de dolor en el pecho, se dobla, anda arrastrando los pies. Los demás deciden turnarse para llevarle la mochila. Deben acelerar el paso, no dejar que la noche los alcance y los exponga a una emboscada. No conocen bien el terreno. 
      Apura el día su luz y las sombras comienzan a caer en grises ceniza cuando avistan las tiendas, el viejo edificio. Marcos avanza apoyado en Robert, con los ojos cerrados y un ronquido de respiración que compite con el crujido de la tierra bajo las botas de los soldados. El sargento coloca las dos manos alrededor de la boca. Imita el canto de un búho.  Dos enfermeros salen a recibirlos. La médico da órdenes. Tiene ojos de sueño, pero su voz suena firme. Rony se acerca a Jimmy, se dan palmadas en la espalda, ríen. Entran juntos en el hospital. Se despojan de las botas. Les curan sus heridas. Se lavan. Beben agua. Comen poco. Están agotados. En unos minutos duermen en las literas.

    

    
II
     Y ahora que Sara ha dejado a su hijo en lugar seguro,  se levanta de la cama y va a la cocina. Pone la cafetera al fuego y observa por la ventana el alboroto de los gorriones en las magnolias. Un canto a la vida. Se apoya con las dos manos en la encimera de mármol y aspira el olor del café saliendo a borbotones. La madre de Jimmy cruza la calle, vuelve del trabajo en el Centro de Refugiados, parece agotada. Sara la saluda con la mano. Pronto volverán los chicos, murmura, aunque sabe que ella no puede oírla. Le devuelve el saludo. Un movimiento cansado. Más tarde la visitará y compartirán té y pastas. O mejor aún: hará una tarta de limón. Hoy libra. Hoy no tiene que ir a trabajar a la fábrica. Se estira para alcanzar su taza de la estantería. Le gusta pasar los dedos por el dibujo de Piolín. Un regalo de Rony cuando era pequeño y aún vivía su padre y le dio dinero para comprarla. ¿Todavía no se te ha roto?, le preguntaba el hijo a menudo. Nota una presión a la altura del esternón que la amenaza con el ahogo y el llanto. Respira hondo. No va a estropear un día tan hermoso. Todo está bien. Él duerme seguro. Café y leche. Tostada con mantequilla y mermelada. Desayunaría en el porche, pero aún anda en camisón. Se sienta en una silla, arrimada a la mesa. De la cabeza de Piolín brota vapor con aroma a regaliz. Dos, tres cucharaditas de azúcar. Remueve. Escucha los sonidos de la calle mientras da el primer sorbo. Los niños de Lena, la vecina que vive dos casas más abajo, gritan alegría. Y sus voces mueven la cortina a cuadros y los recuerdos de Sara. Muerde la tostada y ve a Rony y a Jimmy corriendo uno detrás del otro, con las mochilas a la espalda, de camino al colegio. Jimmy, más veloz, siempre terminaba dándole alcance a Rony. Y los dos se reponían de la fatiga doblados, con las manos sobre las rodillas. Luego seguían, esta vez andando juntos, dándoles las espaldas a Sara y a Mona, la madre de Jimmy. Jimmy, pequeño y delgado. Rony, alto y más robusto. Las dos esperaban a que los pies, las piernas, los brazos y las cabezas de sus hijos desaparecieran en la hondura de la calle que bajaba, bajaba, bajaba...
     El llanto de un crío la hace levantarse de la silla y volver a la ventana. Una caída, un raspón en la rodilla por la que comienza a bajar un hilo de sangre que culebrea en la pierna. Y el chico arrecia su lamento. Por ahí se te va el alma chica, decía la madre de Sara cada vez que ella se caía. Y repetía lo mismo a Rony mientras mojaba la punta de los dedos en saliva y los pasaba por la herida. Pequeños tropiezos en la vida. Menos aquella vez. Aquello fue serio. Jimmy entró en la calle gritando, apenas sin resuello. La rama del árbol donde estaba subido Rony se rompió y, al caer,  se había golpeado la cabeza con una piedra. Su padre lo llevó al hospital con una brecha unos centímetros por encima del ojo izquierdo. Una herida de guerra, solía decir él. ¡La guerra! La mamá del niño lo coge en brazos, lo besa, le dice que no es nada. Nada parecía ser lo de Rony padre, pero aquel dolor en el pecho acabó parándole el corazón.  Y más tarde murió la madre de Sara. Se fue con la promesa de la hija de que la llevaría a descansar en su tierra, junto a la tumba de los abuelos, entre cipreses, cerca de los olivos y las viñas que tanto añoraba. Aún tiene esa espina clavada, porque no pudo cumplirla. ¡Tan lejos!, ¿de dónde iba a sacar el dinero, con un sueldo menos y un hijo pequeño? Pero lo haría antes de morirse. Rony la ayudaría cuando volviera y encontrase un trabajo, porque ya no retomaría los estudios, demasiado tarde para eso, demasiados gastos.
    Sara le da la espalda a la ventana, hay algo extraño ahí fuera. Enciende el pequeño televisor. Pasan una serie antigua de una familia: abuelo, padre, madre, dos hijos, una hija y perro. La madre sirve un guiso. El padre bendice la mesa. Luego todos comen. La estancia apenas tiene muebles. Las ropas que visten están limpias pero ajadas. Lucen una gran sonrisa.
     Rony y ella se quedaron solos. El chico pasaba más tiempo fuera. Había crecido, tenía su vida más allá de las paredes de la casa. Más allá de su madre. Su novia, Rosa, una belleza morena de piel tostada y ojos como carbón encendido, tiraba de él. Casi acaba la amistad entre Rony y Jimmy, porque los dos la querían, si no llega a ser porque Mona y Sara organizaron aquel picnic para propiciar su reconciliación. A Sara no le gustaba Rosa al principio y si llamaba a la puerta  cuando él  no estaba en casa, no le abría. Por ella, su hijo le levantó la voz la única vez en su vida. Sólo porque le reprochó su enfado con el amigo por una chica. ¡Déjalo ya!,  le gritó Rony antes de salir dando un portazo. Estuvo llorando toda la noche, convencida de que lo había perdido. Pero por la mañana él se presentó con Rosa de la mano y pasaron el día en el patio trasero, asando salchichas y carne en la barbacoa. La chica era cariñosa y simpática y a él se le veía feliz. Acabó aceptándola.
     Cuando Rony se fue, Rosa la visitaba a menudo y las dos pasaban las tardes sentadas en el porche bebiendo café, té o limonada. Sara le contaba cosas de cuando Rony era un crío y Rosa le hablaba de los proyectos que tenían para cuando él volviera. Pero poco a poco, las visitas de Rosa se fueron distanciando y los silencios eran más largos y pesados durante el tiempo que pasaban juntas. Hasta que no volvió más. Mona dijo una mañana que la había visto cuando iba esa noche al trabajo, de la mano de otro chico paseando por el centro. Sara no se lo ha contado a Rony, cuando regrese lo sabrá. Entonces lo tendrá cerca y podrá consolarlo. Se le pasará. ¡Hay tantas chicas, tanta vida por delante!.
     Sara apaga el televisor y recoge la taza y el plato de la mesa. Echa unas gotas de lavavajillas en el estropajo y lo humedece con el agua del grifo. Restriega. Sara enjuaga. Sara seca. En la calle reina ahora un silencio de cristal a punto de estallar, picado por el ruido lejano de una cortadora de césped. Sara se vuelve y mira por la ventana. A su izquierda, el lado contrario por donde el pelo rubio paja de su hijo desaparecía para ir a la escuela, ve avanzar una figura, diminuta desde la distancia, pero familiar en su andar algo arrastrado, como si le pesaran los pies. Sara estira el cuello, guiña los ojos, escruta. Y conforme el hombre se acerca, reconoce la tensión en la boca apretada, en los músculos de los brazos, en la mano donde porta la comunicación envenenada. Hace un tiempo llamó a la puerta de Aina. Dos veces, una por cada hijo. Pero no puede detenerse ahí, la casa está cerrada, no hay chicos, Aina ya no vive allí, volvió a su país. Sola. El hombre avanza despacio, comprobando, una a una, la numeración de las casas, con el telegrama en la mano. Sara se retira de la ventana. Camina hacia la puerta de atrás. Debería recoger la ropa del tendedero. Ya está seca y tal vez llueva. Mira al cielo. Ni una nube. Acerca la nariz a la camiseta vieja de Rony, esa que se ponía cuando iba a reparar algo de la casa. Le asusta verla así, deshabitada de su hijo. Vuelve sobre sus pasos. Entra en la cocina. Sale. Va a la habitación  de Rony. Sobre la cama esperan su regreso el pantalón vaquero y la camisa limpios y planchados. Cada semana cambia la ropa. A los pies, las zapatillas blancas y amarillas, con los calcetines dentro. Sus revistas de deporte, sus libros, ordenados y sin polvo en la estantería. El aparato de música con el CD que él dejó en su interior. Coge la fotografía de Rony que está sobre la mesilla y la estrecha contra su pecho. Tal vez no cuidó bien de Jimmy. Tal vez aquella bala del francotirador no pasó rozándole. Pero ella no podía ocuparse de los dos. Se sienta en la cama. Se mece. ¡Pobre Mona, pobre Mona, pobre Mona!, repite como un mantra. Y tras la cortina de humedad de sus ojos aparece un espejo enorme, imaginario, dividido en todos los recuadros, como viñetas, donde escribió día a día,  las historias que protegían a su hijo. Escucha los pasos en el porche. El timbre de la entrada se cuela con un zumbido punzante y raja el cristal: la cara, el cuerpo, las piernas de Rony se dividen. Sara sacude la imagen, la saca de la cabeza antes de que se destruya, antes de que se desmorone y no quede nada por salvar. Porque no puede ser. Se ha equivocado de puerta. Ella ha dejado a su hijo durmiendo en una litera de un país ajeno. Allí estará seguro hasta que amanezca. Y cuando esto ocurra su madre guiará sus pasos, evitará los tiroteos, sorteará las minas, curará sus heridas, borrará las pesadillas que llevan a la locura, no dejará que lo apresen, ni que enferme con aguas infectadas. Y él volverá  sano y salvo como le prometió mientras la abrazaba, al pie de la escalera. Así que se quedará allí hasta que el repartidor de malas noticias se dé cuenta del error y deje de llamar a su puerta.