LA PROMESA
No vayas con ese. Cuatro palabras que marcan el ritmo de la huida. Su madre se las repitió hasta el agotamiento poco antes de morir. Ahora vuelven y repican en su cabeza mientras siente el corazón bombear con fuerza, con tanta fuerza que sólo escucha el golpe de sangre en las venas. Y las palabras. ¡Rápido, más rápido! Cortan las zapatillas el aire, dejando una estela. Se distancia. Entra y se detiene, sin resuello, en el Jardín Japonés. Tumbado en el suelo, cierra los ojos. No vayas con ese, le rogaba su madre, con una pena muy honda. Lo oye cerca, apenas a unos metros. Si salgo de ésta, prometo no volver a tener tratos con él. Prometo buscar ayuda, alejarme de todo esto, si salgo de ésta. Y entonces la tierra se esponja y él se hunde en el hueco, como una cuna, y los arbustos de flores azul intenso se doblan sobre su cuerpo y lo cubren entero. Pasa cerca, tanto que teme que lo pise, pero se aleja. No vayas con ese. Nunca más, madre, nunca más.
JARDÍN SECRETO
Me gusta verte mover las agujas como si cruzaras espadas, pero las espadas matan y tú no podrías matar ni a una mosca. Tú das vida, querida Hortensia. ¿Ves? ya lo he dicho. Parece brotar de tu regazo ese embrión de bufanda. Bordeamos el invierno. Los dos lo sabemos aunque no queramos hablar de ello. Ya no preguntas. Te has cansado de repetirme siempre lo mismo. ¡Como si no lo supieras! Lo sabes, siempre lo has sabido. Tú eres más habladora, aunque esta tarde estés enfrascada en tejer, con el cabo de lana enredado en ese meñique que los años han ido curvando, y no me hagas caso. ¿Cuántos son, cincuenta? Una eternidad juntos, Hortensia. Y tú venga con la pregunta. La repetías como si olvidaras que ya la habías hecho. Ahora sí, ahora olvidas cosas, como yo, para qué negarlo. Y es en este momento, cuando has dejado de reclamármelo, que me nace decirte lo que tantas veces me pediste: Te quiero, Hortensia.
- ¿Decías algo?
- Nada, que ya refresca en el jardín. Es hora de volver a casa.
JARDÍN SECRETO
Me gusta verte mover las agujas como si cruzaras espadas, pero las espadas matan y tú no podrías matar ni a una mosca. Tú das vida, querida Hortensia. ¿Ves? ya lo he dicho. Parece brotar de tu regazo ese embrión de bufanda. Bordeamos el invierno. Los dos lo sabemos aunque no queramos hablar de ello. Ya no preguntas. Te has cansado de repetirme siempre lo mismo. ¡Como si no lo supieras! Lo sabes, siempre lo has sabido. Tú eres más habladora, aunque esta tarde estés enfrascada en tejer, con el cabo de lana enredado en ese meñique que los años han ido curvando, y no me hagas caso. ¿Cuántos son, cincuenta? Una eternidad juntos, Hortensia. Y tú venga con la pregunta. La repetías como si olvidaras que ya la habías hecho. Ahora sí, ahora olvidas cosas, como yo, para qué negarlo. Y es en este momento, cuando has dejado de reclamármelo, que me nace decirte lo que tantas veces me pediste: Te quiero, Hortensia.
- ¿Decías algo?
- Nada, que ya refresca en el jardín. Es hora de volver a casa.