Creí que con el tiempo la piel se me haría más gruesa, pero no ha sido así, la siento cada vez más fina. Me cuesta finalizar la batería de preguntas sin que se me quiebre la voz de puro dolor. Me avergüenza decir esto con una criatura reventada por dentro que no vierte ni una lágrima. Es especial, me digo. O tal vez la endureció la barbarie. La reforma de la ley de aborto, con sus nuevas cláusulas, hará posible que Saray, con trece años y un cuerpo y una mente sin haber llegado a su plenitud de maduración, no pase por un calvario. Yo conseguiré que caiga todo el peso de la justicia sobre su tío, un miserable depredador. Y ella tendrá futuro con toda una vida por delante.
26/12/22
24/9/22
LA MEMORIA
Me veo de niña con un
babi blanco y cinta azul en lazada yendo a la escuela. No recuerdo dónde
llevaba, y si llevaba, la Enciclopedia Álvarez, los cuadernos de dos rayas, los
lápices… Me recuerdo sentada en un pupitre de dos plazas. Y recuerdo que
estudiaba a los Reyes Católicos. Tanto monta, monta tanto. Me gustaba el lema
por lo que significaba. Una mujer valía igual que un hombre. Mis recuerdos se
irán conmigo cuando muera.
Burlarán el tiempo y
pasarán a la historia, en cambio, dos grandes plumas de la Literatura que nos
han dejado este año: Almudena Grandes y Javier Marías. Para siempre.
21/9/22
EL DAÑO
Empujó la puerta con un
cuidado exquisito, como si su mano pudiera lastimarla. El daño había se había
metido en la casa. Se detuvo un momento delante del espejo de la entrada y
recogió el mechón rebelde, liberado del pasador. Los tacones de sus zapatos
golpeaban con el ritmo de las campanas tocando a misa de difuntos, en las
baldosas recién lustradas. Nada le pareció ya igual. Todo era diferente. La luz
pálida de la mañana guillotinaba el salón. Recolocó los cojines del sofá. Aún
no era la hora de la comida familiar. Aún quedaba tiempo. Pasó por las
diferentes estancias hasta llegar a su habitación. Dejó los zapatos, alineados,
junto al galán de noche y se calzó unos más cómodos. Al agacharse le vino la
primera puñalada en el pecho. Se incorporó y tomó aire. ¡Era tan doloroso! No
debió ir. Ya era tarde.
Entró en la cocina. La
miraron un momento, extrañadas ante su presencia, después continuaron con sus
tareas. Las muchachas iban de un lado a otro, siguiendo las instrucciones de la
cocinera. En ella había vida. Cerró los ojos y aspiró hondo el olor de la sopa,
del asado en el horno, de los dulces y el caramelo líquido. Oyó las risas, las
voces cantarinas, el entrechocar de las cacerolas, el chisporroteo del aceite
en las sartenes. Se anudó el delantal a la cintura, tan fina aún y para
siempre. Se centró en cortar verduras en trozos pequeños. Con mimo. Todos
iguales. Sería una gran comida. LA COMIDA. La lágrima peleó por brotar, pero no
alcanzó el lagrimal. No había más. Estaba seca. Una segunda estocada le partió
el esternón. Paró un momento hasta que se hizo soportable el dolor. Siguió.
Pronto vendría todo el mundo y ocuparían sus sillas. Pronto estaría la mesa
llena de comida. A los postres. El momento sería cuando estuvieran con los
dulces. Nunca debió saber. La felicidad habría sido no haber conocido la
historia, sórdida y lacerante, para que no se resecara la sangre vigorosa y
sana, y dejara sin vida, antes de pararlo con un disparo, su corazón tan
blanco.
16/7/22
QUIEN ROBA A UN LADRÓN… SELECCIONADO EN JUNIO EN EL CONCURSO DE MICRORRELATOS DE ABOGADOS
Margarita está sentada bajo el panel luminoso donde van saliendo los vuelos; lo mira con atención mientras protege con sus manos el tesoro de su bolso. Llegará a su país para el aniversario de su marcha, huyendo de la pobreza. Vuelve con las manos rebosando amor, sí, pero también comida, juguetes, y golosinas para sus hijos. Atrás deja la denuncia de su empleador. ¿Espió al señor cuando abría la caja fuerte, para obtener la clave? ¿Dónde estaba el dinero? Acusar sin aportar pruebas, más cuando se trata de dinero negro, circunstancia de la que no había sido informado, lo único que podía traerle era problemas, le dijo su amigo el juez en su despacho antes de hacer público el sobreseimiento de la causa.Margarita suspira hondo y libera la rabia acumulada por tantas humillaciones y trabajo mal pagado cuando se levanta y camina hacia la puerta de embarque.
UN LUGAR DONDE VIVIR. MICRORRELATO SELECCIONADO EL MES DE MAYO EN EL CONCURSO DE ABOGADOS
Me tocó a mí inscribir a Elvira. Amaneció con luz ceniza y manto lluvioso. Parado a la entrada, sin paraguas ni ganas de dar el paso para cruzar la puerta, la miré. Temblaba. Tenía las zapatillas empapadas. El pelo chorreando. El vestido pegado a su cuerpo desamparado. Me quité la chaqueta y se la puse por los hombros. Me miró y esbozó una tibia sonrisa. Gracias, dijo. ¿Gracias? Mamá había muerto. Las dos se cuidaban. Y el pronunciamiento desde el principio de Azucena, que de flor solo tenía el nombre, favorable a la incapacitación judicial por enfermedad mental y el ingreso en un centro, como la mejor opción, acabó por convencerme. Aquello era un asilo. No era sitio para ella. Me agaché a recoger la maleta, agarré del brazo a Elvira y volvimos al coche. ¿A dónde vamos, Ángel?, preguntó mi hermana. A casa, respondí mientras le acariciaba la cara.
12/7/22
PERMANENCIA DE LO EFÍMERO
El
día en que cumplí quince años me regalaron una golondrina. Estaba dormida en la
cama de mi abuela cuando mi madre vino a despertarme y me enseñó lo que traía
en el hueco de su mano. «La han encontrado los albañiles cuando limpiaban el
tejado». Me senté en la cama y la estuve mirando un rato. Tenía el pecho muy
blanco y las alas negras y brillantes como el charol. Intentó moverse, tal vez
volar, pero no pudo alzarse sobre las patas. «Tiene un ala rota», dijo mi
madre, «por eso estaba echada sobre las tejas». Le pedí que me la diera y ella
la dejó en mis manos y salió de la habitación. Levanté un ala, estirándola como
cuando se abre un abanico, y la vi perfecta. Levanté la otra, y en cuando solté
el extremo, se dobló hacia adentro. Aquel regalo me gustaba más que ningún otro
que pudieran hacerme, pero era un regalo condenado a desaparecer. Lo dijo mi
madre antes de dejarme sola: «No te encariñes con ella. Morirá pronto». Sin
embargo, yo me resistía a aceptar que no había nada que hacer. Me levanté de la
cama y fui a buscar a mi abuela. Se había comprado unas zapatillas de paño para
reemplazar las viejas, abiertas en los laterales por la presión de los
juanetes. Le pedí la caja y ella me preguntó para qué la quería. «Es para una
golondrina que me han regalado. Está herida y quiero cuidarla». «Morirá», dijo
ella, «no merece la pena que te esfuerces». Pero yo conseguí convencerla de que
debía intentarlo todo. Recurrí a su lado religioso y le recordé que las
golondrinas eran de Dios porque quitaron las espinas de la corona de
Jesucristo. La abuela era muy llorona. Se enjugó un par de lágrimas
con el pico de su delantal y fue a buscar la caja y me la dio. Metí a mi
golondrina dentro y me fui a desayunar café de malta con leche y pan
migado. Luego busqué en la leñera palitos cortos y, con ellos y un trozo de
cuerda de la que tenía mi madre para atar los chorizos, le entablillé el ala.
La golondrina se removió inquieta, me miró con sus dos bolitas negras como las
cabezas de los alfileres con los que las beatas sujetaban sus velos para ir a
misa, y soltó un trino. Después se estuvo quieta y me dejó hacerle una cama con
algodones y taparla con un trapo.
Mi madre mató un gallo y asó la
cresta en las ascuas de la candela. En esa ocasión no la compartí con mi
hermana, que renunció a su mitad porque era mi cumpleaños. Después hizo arroz
con gallo y una fuente de natillas con galletas María en el fondo. Cuando
terminamos de comer, me fui al patio y esperé a que las moscas se pegaran en
las gotitas de miel que puse sobre el muro de adobe. Cacé dos y fui a la caja
de zapatos y se las puse en el pico a la golondrina. «¡Anda, traga!», le dije.
Pero ella no se movió. Estuve tentada de abrirle el pico a la fuerza y meterle
una mosca, pero pensé que tal vez la lastimara y se las dejé muy cerca por si
se animaba más tarde.
La
abuela me dio unas monedas para que me comprara golosinas cuando saliera con
mis amigas, y mi madre me regaló la falda nueva que había terminado de coser la
noche anterior. Era de pana fina, con un dibujo de rositas, y un cinturón hecho
con la misma tela. Calenté agua y me lavé con el jabón que ella hacía con el
aceite usado y la sosa cáustica. Luego me puse la falda, un suéter de espuma
azul oscuro que marcaba mis pechos, los zapatos de ante marrón y las medias
amarillo canario.
A
eso de las cinco, llegó mi padre del campo. Había cogido unas varas con sus
flores blancas del almendro. Me puse muy contenta porque mi padre nunca se
acordaba de la fecha de mi cumpleaños y porque, después de la golondrina, era
el segundo mejor regalo de cumpleaños que había recibido. Las metí en un jarrón
con agua y después fui a ver cómo estaba mi golondrina. Seguía en la misma
posición, con las moscas al lado del pico. No se movió cuando levanté el trapo
y puse la yema del dedo sobre su cuerpo para comprobar si respiraba. Estaba
caliente, pero sus ojos se veían turbios. La volví a tapar y me fui al patio a
esperar a mis amigas. Había una algarabía de pájaros. Entraban y salían de los
agujeros en el muro de adobe. Elegí una golondrina al azar. Imaginé que era la
madre de mi golondrina y que la estaba buscando con sus vuelos que cruzaban el
cielo azul y rojo. Me fijé en su cola, como unas tijeras abiertas, y tuve un
mal presentimiento.
Escuché
las voces de mis amigas en el zaguán cantándome el cumpleaños feliz. Salí a
recibir sus besos y la tarjeta de felicitación. Era muy bonita, con una ventana
que se abría, un pájaro en el alféizar y una chica con labios en forma de
corazón. Mi madre les ofreció unas hojuelas con miel. Cuando se las comieron,
fuimos a la tienda de los Corrucos y compré unas bolsas de pipas de girasol con
el dinero que me dio mi abuela y las compartí con ellas. A las siete
nos acercamos al guateque que había organizado «la Bicha». Pusieron música de
Los Bravos y del Dúo Dinámico en el tocadiscos. Bailé con un chico que me
gustaba y ese día dejé que se arrimara un poco.
Cuando
llegué a casa corrí a ver a mi golondrina. Estaba fría, con las patas tiesas y
las garras encogidas como si quisiera atrapar el aire. Me fui a la cama sin
cenar y estuve llorando mucho rato en silencio para que no me oyera mi abuela.
11/7/22
EL MEJOR AMIGO
Hoy
se me hizo un pellizquito en el bolsillo nada más salir de casa y fui regando
el paseo de migas de pan. La barrita iba entera cuando dejé atrás el parterre
de juguetes de colores donde hormigueaban las flores. Pero ya se sabe que las
cosas tienen vida propia y deciden actuar cuando les da la gana. Y la gana le
dio a mi pan cuando vio a aquellos gorriones picotear la nada de un suelo
estéril de tan limpio por el baldeo de la amanecida. El forro del abrigo
cuchicheó con la corteza y llegaron a un acuerdo. Se abrió un agujero, ni muy
grande, ni muy chico, para que cayera el maná conforme yo iba caminando.
No
me importaba alimentar a los pájaros, que me seguían como perrillos falderos.
De hecho me gustan mucho. Pero el pan iba destinado al perro de mi vecina Puri.
Les cuento. Esta mujer ha sometido al pobre animal a una dieta severísima. Dice
que está gordo y por eso se retrasa todo el rato durante el paseo. Ella no se
da cuenta, o no quiere, de que ve más bien poco y lo que cree que es torpeza de
carnes, es en realidad años apilados sobre los lomos de Vitorino, que así se
llama el perro. Tiene más reuma que ella. Va renqueando, con una cojera tan
grande y desoladora que un día de estos le mando hacer una plataforma con
ruedas para llevarlo. Puri, tira que
tira. Y como también está bastante sorda no escucha las quejas del pobre. Lo
peor es que Vitorino anda hambriento todo el día y comienza a ser peligroso. El
otro día, sin ir más lejos, como ya está medio ciego también, debió de
confundir mi tobillo con un hueso de vaca o algo así y me tiró un bocado. Menos
mal que la dentadura tampoco la tiene muy bien. Aun así, me tuvieron que poner
la antitetánica por si acaso.
El
pan se acabó en un periquete, así que me desvié de mi camino habitual y pasé
por la panadería donde Berta parloteaba con los cruasanes y las pistolas. Me
costó que me vendiera una. Le tiene cariño a su pan y siempre me pone reparos.
Hoy me han salido regular. Mejor comes sin pan, María Antonia, me dice. Pero
ante mi insistencia, no le queda otra que despedirse de una barra con un
suspiro de amiga del alma.
Desde
lejos he visto un bulto sin correa ni perro. Puri estaba sentada en el banco de
todos los días con un clínex desmigado y dolorido encerrado en su puño derecho.
Se nos ha ido, ha dicho nada más verme parada frente a ella. ¿Quién?, le he
preguntado a lo tonto. Ni me ha contestado a la pregunta. Y lo peor, ha seguido
ella con la voz rota por un llanto incipiente, es cómo ha sido. ¡Qué horror!,
¿cómo se le pudo ocurrir? ¡Qué disparate! ¿Dónde se ha visto un perro comiendo
geranios? Se ha deshidratado con la diarrea. Ahí se ha callado. O sea, he
deducido yo, que Vitorino se pasó a vegetariano para no morirse de hambre y las
flores lo han matado. A duras penas he podido controlar la risa. Risa nerviosa,
sí, pero risa a fin de cuentas. ¡Qué barbaridad!, he pensado, mientras me
cubría la boca con la barra de pan. ¿Qué haces?, me ha preguntado Puri. Las
penas con pan son menos penas. He comenzado a cortar con la mano, un trozo para
Puri, otro para mí, un trozo para mí, otro para Puri. Y entre bocado y bocado
el consabido no somos nadie. Antes de despedirnos hemos quedado en ir al día
siguiente al refugio «Tu mejor amigo» a por otro perro, o quizás perra para
variar. Esta vez la cuidaremos entre las
dos. Ya tengo el nombre pensado: Dulce María. Siempre me gustó para la niña que
no tuve.
24/5/22
HUIDAS. SELECCIONADO EL MES DE ABRIL EN EL CONCURSO DE MICRORRELATOS SOBRE ABOGADOS
Hace calor. Ni una brisa
ligera que mueva las ramas y traiga el olor del jazmín y el cardamomo, el del sudor del animal en la
carrera. Pero el legado de mi pueblo pone alas en mis pies. Rememoro. Ella se
mueve como gacela bajo el baobab. El ritmo lo lleva dentro. Echamos los malos espíritus
entre danzas y besos.
Ya estoy cerca. Lo
conseguiré. Sobrevivir para empezar una nueva vida. Ese es el plan. Estudiar
abogacía. Halima y Ajani. Los dos juntos para defender a nuestra gente. El
dulce olor a sangre derramándose en la tierra se acerca. Él lucha por
alcanzarme, aun herido. Yo por ponerme a salvo en nuestra aldea.
SENDEROS
Amanece sin canto de
gallo ni ring ring chirriante de despertador. Móvil y música. Me incorporo.
Miro el lado vacío de mi cama. A los pies las zapatillas que se doblan,
flexibles, y caben dentro del puño.
El calzado es
fundamental, niña. La abuela llevaba siempre alpargatas. A mí me compró unas
para que la acompañara en sus últimos viajes al pueblo vecino, cuando ya los
juanetes horadaban la loneta de las suyas. Once kilómetros de ida con una cesta
de huevos y una garrafa de aceite para vender. El medio de subsistencia durante
años para mantener a mamá y al tito.
Reviso el
avituallamiento. Pan y queso para el camino. Agua, mucha agua. Es la última
etapa. El cielo se aclara. Ni una nube. Hará calor. Se escucha crotorar a las
cigüeñas en el campanario. Me pongo en marcha, mochila a la espalda y tu gorra
a estrenar, Roberto, en la cabeza. Las sombras de los árboles juegan con el sol
a dibujar figuras en el suelo. Siento el cansancio, pero no me importa. Después
de los primeros días y algún roce del calcetín por imprudente, todo ha ido
según lo planificado. La naturaleza y yo. Nada más. Importaba la motivación.
Importaba hacer nuestro camino.
La abuela me dejó uno de
aquellos días, en mitad del camino. Soltó la garrafa de aceite y cayó a un
lado, como si estuviera rota por la cintura, tan frágil y menguada por la edad,
con el mandil de cuadritos negros y grises cubriendo su luto permanente por la
hija muerta. Yo solté la cesta y los huevos se abrieron. Corrió la clara como
babas de caracoles hasta los jaramagos de la cuneta, mientras las yemas reventaban,
amarillas, cerca de sus pies. Vinieron las urracas a picotear.
Yo no quería hacer el
camino de Santiago, Roberto. Yo, atea, no le veía sentido a esto. No seas
tonta. Es una experiencia única. No tienes que verlo como algo religioso, me
dijiste. Pero yo me resistía, escéptica, hasta que acepté, más que nada, por estar
juntos. Y fuiste conmigo a elegir estas zapatillas aladas con las que estoy a
punto de completar una ruta en la que he disfrutado de tu compañía, porque en
cada paso que daba estabas a mi lado, en el plano que trazaste, en las paradas,
en los lugares donde pernoctar y recibir el día. Tuviste que morirte y dejarme sola, Roberto, y
es duro de aceptar. Era nuestro último proyecto. Y debo decirte que tenías
razón. Este camino es una senda de vida.
Me detengo. Busco un lugar donde comer y beber antes de encarar el
último tramo.
Mi madre lloraba, me
abrazaba y no dejaba de decir pobrecita, pobrecita, encontrarse sola en esta
situación. Pero yo me sentía afortunada. Había estado hasta el final con mi abuela,
a quien tanto quería.
Plaza del Obradoiro. La catedral, majestuosa, imponente. Hemos llegado, Roberto. Se me aflojan las piernas. Tengo que sentarme en el suelo. Me tiembla la barbilla. Estoy llorando.
15/5/22
TIEMPO PARA SOÑAR
7 h.
Cielo despejado. Sol radiante. Me levanto. Me visto. Me calzo mis zapatillas superguays. Desayuno tazón de leche con pan desmigado.
8:30 h.
Comenzamos el camino, ligeros y bromistas. Conforme avanzamos, las mochilas pesan y el calor enmudece. En el cielo se desperezan las alas de las rapaces.
14:00 h.
Comemos bocadillos de jamón y queso. La morenita de ojos verdes no deja de mirarme. La invito a chocolate.
16 h, más o menos.
16:30 h.
20
h.
Ducha en el albergue El Peregrino. Le enjabono la espalda. Ella también a mí. Jugamos con las pompas de jabón.
21
h.
Cena. Brindamos con zumo de melocotón. Le doy un beso. Ella ríe.
21.30 h
Soy feliz.
Fin de viaje.
8:00 h
Escucho el ruido de las ruedas sin engrasar acercándose a mi puerta por el pasillo. Mamá viene a levantarme.
15/4/22
RESEÑA DE «EL CURIOSO INCIDENTE DEL PERRO A MEDIA NOCHE» DE MARK HADDON
La adolescencia como la nada del domingo agonizando. A veces, cuando
sentías un pequeño gran desengaño, el cuerpo enfermaba y tu madre decía: «Te
duelen los huesos, eso es que estás creciendo». Tenía razón: dolía el
crecimiento.
Etapa con sabor a algodón dulce y a piedra amarga, hermanas siamesas que, a
veces, se pisan; donde el mundo está contra ti y la realidad de los adultos que
te rodean es ajena e incomprensible.
Imaginemos la adolescencia de una persona especial. Todo lo expuesto
elevado a la enésima potencia.
El curioso incidente del perro a media noche, de Mark Haddon, es un libro
escrito con la voz de Cristopher Boone, un chico con trastorno
del espectro autista. Su valentía para enfrentarse a uno de sus mayores retos:
explorar el mundo en solitario.
La imaginación, su percepción de lo que ocurre a su alrededor, la
determinación, a pesar de los obstáculos, de desentrañar un misterio, que es su
manera de acercarse y entender a las personas, interpretar sus gestos,
motivaciones, el cómo y el porqué, en definitiva, de las relaciones humanas.
Una historia de intriga y descubrimientos donde el humor destaca como la
herramienta más potente en este viaje de superación personal.
12/4/22
COMPLEMENTARIOS
La infancia y la
adolescencia nunca nos abandonan. Están presentes el resto de nuestras vidas.
Con una fuerza que trasciende y viene cargada de imágenes, olores y sabores que
vuelven con el recuerdo. Son estallidos de felicidad como pompas de chicle de
fresa y también hiel de desesperación y dolor profundo. El petricor después de una
tormenta de verano. Las promesas de las luces de colores en la feria. Las
derrotas con sabor a almendras amargas. El sinsentido anudando los tobillos. El
fracaso. La nada. Soñar y despertar en tu pesadilla. Única. Nadie con quien
compartirla. Días de mucho sol y otros de ventisca. El abismo de sentir la
soledad. La culpa. La incomprensión. El sustento de la complicidad que se rompe
en pedazos y nunca volverá a recomponerse. El camino por andar. A veces recto y
cargado de esperanza, como un campo de amapolas; otras, lleno de ortigas que
escuecen en la piel. Y todo queda. Es la mochila que llevaremos como equipaje
el resto de nuestras vidas.
Nos reconocemos en libros como EL SUR de Adelaida García Morales. Y también en EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO de Jerome David Salinger. Tan diferentes y, sin embargo, cercanos. Somos Estrella y somos Holden Caulfield.
Dos libros imprescindibles para entender, para entendernos.
10/4/22
QUIEN A HIERRO MATA. SELECCIONADO EL MES DE FEBRERO EN MICRORRELATOS SOBRE ABOGADOS
Tomada de la red
Después del desestimatorio del
recurso presentado por su abogado no pudo evitar la cárcel. Solicitó la de
reciente construcción, bajo su mandato. Ahora se arrepentía de no haber
ordenado celdas más espaciosas. Las comisiones de unos y otros hicieron que la
constructora abaratara costes. Había sala con wifi pero, acceso restringido a
internet. Claro que empatizar, con sobre bajo cuerda, con el director del
centro le había allanado muchos caminos. Tenía trato preferente en todo. En
nada, estaría en la calle, pensaba satisfecho mientras miraba desde la ventana
el valle, cauce de río o algo así, dijeron los ecologistas, siempre dando
guerra.
Y entonces comenzó a moverse la
cama, la mesilla, el sillón… un rumor que fue creciendo hasta convertirse en
bramido. El edificio, construido sobre arenisca y con materiales de bajísima
calidad, cayó hasta convertirse en un montón de ladrillos que escupía polvo al
cielo.
RESEÑA DE MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA DE LUCIA BERLIN
MANUAL
PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA
Lucia Berlin
Los arañazos, los cortes superficiales y los profundos, los encuentros y desencuentros, los instantes plenos
de felicidad, las derrotas, el humor liviano, el espeso y negro, el alquitrán
pegado a la suela de los zapatos, la rebeldía, la insolencia, el amor y el
desamor, la ternura. La huella de una vida nada convencional. El libro de Lucia
Berlin contiene cuarenta y tres relatos tan verosímiles y pegados a la piel de
la autora que es imposible no identificarse con las vidas de tantas mujeres contenidas
en una sola. Las historias de Lucia Berlin se meten dentro; profundas,
diáfanas, duras y brillantes, con relatos de inmersiones en el mar, de
desesperación y supervivencia, contando los minutos para la llegada del
amanecer y la apertura de las licorerías, relatados con la ternura, el humor y la
camaradería del que da título al libro: Manual para mujeres de la limpieza.
Los relatos de Manual
para mujeres de la limpieza muestran, fundamentalmente, el orgullo y arrojo de
una mujer desplegada en muchas, como fractales, que cae y se levanta para
seguir, en los límites de la intensidad, construyendo vida.
30/3/22
LA FLOR. RELATO INCLUIDO EN EL LIBRO DEL XV PREMIO OROLA
Aquella
humilde flor parecía nacer del muro. De pétalos delicados, cada uno recogía la
savia del saber que dentro compartían profesores con estudiantes, ávidos de
cultura. La flor. Regada con ráfagas de lluvia fina que empapaban y
fertilizaban la tierra. Gotas de sangre que habían hecho brotar la primera flor
preñada de luz. Orgullo de todos. Del polen de aquella primera flor nacieron
nuevas que arroparon las paredes y se reprodujeron para dar testimonio de
sabiduría y belleza. Levantada sobre cimientos sólidos, la universidad mostraba
orgullosa su edificación de siglos. Habían pasado generaciones de españoles,
nativos y nuevos habitantes nacidos del mestizaje entre los pueblos.
Generaciones que seguían esparciendo la semilla del conocimiento por el mundo.
17/3/22
EL FOTÓGRAFO
Tomada de la red
Las detonaciones se escuchan
cerca. Están tomando la ciudad. Salgo al jardín. El cielo se ilumina con
edificios ardiendo como antorchas gigantes. Disparo varias ráfagas para captar
las imágenes. No lo veo venir. Me sorprende la orden a mis espaldas. Obedezco. Dejo
la cámara en el suelo, me acuclillo y cubro mi cabeza con las manos. Inmortalizar
el amanecer y saborear la primera taza humeante de café de la mañana. Plasmar
la tarde de tertulia en torno a unas jarras de cerveza en el bar del hotel.
Retratar la pasión de una última noche con Lina, follando hasta caer rendidos.
Tres deseos sí, pero un solo día. Espero el tiro de gracia.
El punching
ball de todos los periodistas, el chico de los recados, el payaso que recoge burlas
y chistes como si fueran pelotas de tenis interrumpe la escena con un fundido
en negro al aparecer por la puerta. ¿Qué haces así?, pregunta. El soldado ha desaparecido. También mi cámara.
4/3/22
VUESTRAS GUERRAS, NUESTROS MUERTOS
Voy de la habitación de mi madre a la de mis niños y a la nuestra; de la cocina, al baño. Día y noche. Los cuento y recuento. Sigue faltando él. A veces ocurre el milagro de unos minutos de silencio atronador. Entonces echo el pestillo, bajo la tapa y me siento en el váter a llorar. Ruedan las lágrimas, redondas y pesadas, por mi cara, bajan y se despeñan en mis rodillas y corren por los cauces secos de las junturas de las baldosas. La primera vez que lloré aquellas lágrimas que se movían bajo la presión de un dedo pero no se deshacían, comenté la rareza con el médico del vecindario y se quedó embobado con aquellas bolitas parecidas al mercurio. Vinieron a llevárselas para analizarlas: agua y sal, poco más. Y sin embargo, densas como metal líquido. Experimentaron con los monos. Ninguno sobrevivió. Muerte por tristeza extrema, determinó el forense. El ejército me ofreció comprar mis lágrimas para la guerra, pero yo no quise. Así pues, cuando un grito tras una detonación me reclama, me pongo de rodillas y busco bien por todos los rincones, las recojo y las meto en un termo grande de acero inoxidable y enrosco bien la tapa para que no lleguen nunca a las manos de mis hijos, para que nunca se usen como armas.
12/2/22
AGUJEROS NEGROS- GANADOR DE DICIEMBRE DE LA XI EDICIÓN DEL MICROCONCURSO CONVOCADO POR LA MICROBIBLIOTECA
Agujeros negros
Escucha la llave de hierro girar en la cerradura. Los goznes oxidados chirrían al abrirse la puerta. La silueta se recorta, imponente, en el cuadrilátero de luz. Huele a miedo, veneno y orines de ratas en el sótano. El niño sabe que va a morir. La sombra baja el primer peldaño. Ante los ojos del chico, la bola irisada en el quinto escalón de la escalera se le presenta como su única esperanza de salvación. Conforme la oscura figura acorta distancia, el sonido de loza y cristal se materializa en una bandeja con plato de comida y vaso de agua. El pequeño tiene sed. Mucha. El miedo se repliega. Necesita beber con urgencia. Anhela que lleguen hasta él las zapatillas cochambrosas. La suela izquierda pisa la canica. y el cuerpo sale despedido a los pies del chaval. Un crac de rama rota. La bandeja a un lado, las patatas guisadas esparcidas por el suelo y los cristales sobre un charquito. Pasan minutos, tal vez horas. El muchacho tiembla. Ha mojado el pantalón. Despierte, por favor, suplica con un hilo de voz.
CORRELACIÓN - SEGUNDO FINALISTA DEL IX CERTAMEN DE MICRORRELATO «REALIDAD ILUSORIA»
27/1/22
IMITANDO A MAMÁ
No
existe un ruido más sonoro que el que no oigo. Estoy sentada al lado de la
ventana, justo donde mamá se distraía con el movimiento del patio. Imagino que será
parecido a lo que observaba ella. La camioneta que trae comida para la cocina
acaba de marcharse después de descargar el pedido. Y otra vez se ha quedado el
patio a merced de los insectos que revolotean y se estrellan a veces contra los
cristales. Gambita, la gata, avanza sigilosa hacia los gorriones que beben en
los charcos. La muy tonta siempre cree que puede sorprenderlos. Pero los
pájaros son listos. No hace falta oírla, la huelen, ven el jaramago que brotó
libre en una grieta del cemento, y el movimiento a su paso, la intuyen cerca,
sienten la quietud tensa de los polluelos en el nido de la magnolia. Y cuando
la zarpa está a punto de echarse sobre uno de ellos, levanta el vuelo y regresa
el estallido de la vida. Fuera ocurren cosas interesantes, dentro también. Pero
hoy Sandra me deja que ande distraída de la lección que ella explica. Un
recordatorio o una despedida. Igual da.
Yo quería ser como mamá. Fuerte para
aguantar las noches en vela cuando enfermó papá, y delicada para las caricias y
los abrazos con los que me da amor. Vestida y peinada con esmero, tanto para ir
al cine como para hacerme los espaguetis que me gustan, o sentarse frente al
ordenador a escribir sus cuentos para niños con los dedos aleteando cual mariposas
sobre el teclado. Admiro a mi madre. Por eso decidí ponerme tapones en los
oídos, para ser como ella.
Había escuchado tantas veces la
historia que me la sabía de memoria. Cuando mamá era niña la tomaron por tonta.
No atendía, decía su maestra, no seguía la clase, siempre distraída con el
vuelo de una mosca. La pusieron en el primer pupitre, lejos de la ventana y
cerca de la señorita Mercedes. Pero no adelantaron nada. Decidieron hacerle
pruebas y llegaron a la conclusión de que era algo cortita. Así lo dijeron:
algo cortita, ella que siempre pasó más de una cabeza a todos los niños y niñas
de su clase como se ve en fotografías antiguas. También hablaron de sordera.
Pero lo importante, según dijeron, era que su inteligencia no daba para lo que
se le exigía y por tanto le convenía ir a un colegio especial, con niñas como
ella. Sin embargo, a los abuelos aquella opción no les convencía. ¡Pero si es
más lista que el hambre!, repetían sin cesar. Se negaron a cambiarla de
colegio. El director decidió armarse de paciencia. Solo era cuestión de tiempo
que se dieran cuenta de su error. Recapacitarían y harían lo más adecuado para
la niña. Mientras tanto, la señorita Mercedes pondría todo su empeño en que
aprendiera y él buscaría ayuda para lo de su sordera. La señorita Mercedes lo
intentó durante un tiempo, pero mamá estaba a disgusto, se comportaba mal, era
bravucona y peleaba por cualquier cosa. Pronto se hartó la maestra y la devolvió
a su lugar de antes, junto a la ventana, sin compañeros de pupitre a los que
incordiara.
Mamá miraba el patio. Todo el
movimiento, todo el colorido, y, en primavera, cuando abrían las contraventanas
para que entrara la brisa que refrescaba el aula, el olor de las flores de la
magnolia actuaba como un poderoso elixir que la mantenía en un estado de
ensoñación. Cuando salía con los niños y niñas al recreo, mientras ellos
jugaban al balón y ellas a saltar a la comba, se entretenía en seguir la fila de
hormigas hasta el hormiguero, en observar a los pájaros picoteando algún grano
entre la hierba, o el vuelo de las abejas, de flor en flor. Y con insectos,
gorriones, árboles y flores creaba historias en su cabeza.
Uno de esos días de primavera
apareció Amelia. Dominaba la lengua de signos. A mamá no le gustó que se
acercara a ella. Se había acostumbrado a estar sola, algo salvaje, sin
disciplina ni esfuerzo alguno por aprender. Pero Amelia siempre encontraba la
puerta por la que entrar y conseguir la colaboración de sus alumnas y alumnos.
Mamá quería contar historias aunque ella aún no lo sabía, así que lo hacía en
sordina y Amelia la observaba y seguía sus cuentos leyéndole los labios.
¿Quieres escribirlos para que todo el mundo los pueda leer? Pues tendrás que
esforzarte y trabajar muy duro, le dijo. Y lo hizo. Ya lo creo que sí. No solo
estudiaba en el colegio con Amelia, también la acompañaba a la fundación de la
que era miembro y allí seguía su aprendizaje. A todas horas, sin rendirse
jamás. Así fue cómo consiguió ser la escritora de cuentos que entusiasma a
niños y niñas.
Yo
quise ser como mamá.
Cada cual tiene sus metas. Cada una
sus dificultades. La tuya no es la sordera, Clara, no está bien que hagas uso
de ella, me explicó cuando la llamaron del colegio para contarle que me había
puesto unos tapones en las orejas y me negaba a quitármelos. Me sentí
avergonzada.
Lo he entendido. Sé lo que no soy.
Sé lo que no tengo y lo que sí. Sé que tengo a mi madre, que la admiro y que me
gustaría ser tan fuerte como ella, pero también sé que no soy ella y que tengo
toda una vida propia por delante.