Tomada de la red |
Una vez más, pulverizó
una lluvia de gotas perfumadas sobre la tira de cartulina. La sacudió, sujetándola
con delicadeza entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha,
rematados en uñas azules con estrellitas plateadas, y se la dio a oler a la clienta.
Porque a ella ya, ni olfato le quedaba. Saturada la pituitaria con tanto
derroche de perfumes. La señora abrió las aletas de la nariz y dijo no. A ver
esa que tiene ahí, la del frasco con forma de corazón, pidió. Lara levantó el
pie derecho en posición de garza durante unos segundos, luego combinó el
movimiento con el izquierdo. A unos minutos de finalizar la jornada de trabajo,
el cansancio eran hormigas que daban bocaditos y amenazaban con calambres en
sus piernas. Nochevieja, y su jefa la había dejado sola. También Nuria. La
primera sin dar explicaciones porque para eso era la que pagaba. La segunda con
la excusa de una gastroenteritis. A otra con ese cuento. Seguro que había
aprovechado para ir a la peluquería, a teñirse el pelo de ese rojo horrible de
todos los años y a hacerse la manicura. Como si lo viera. Consultó el reloj.
Nada, no le quedaba nada para echar el cierre. Se le estaba haciendo eterno el
paso del tiempo. La señora, después de rechazar el perfume Amor a primera vista
porque, según ella era muy cabezón con tanta especia, pidió unas muestras que
Lara, naturalmente, no le dio. Era la típica caradura que nunca compraba.
Después de que la señora abandonara el local con el belfo
en posición de enfado y soberbia, mascullando palabras contra la falta de
profesionalidad de las jóvenes de hoy en
día, se hizo un silencio reparador en la perfumería. Lara consultó el reloj:
hora de cerrar. Echó el pestillo a la puerta de cristal y pasó a la trastienda.
Cambió los zapatos de tacón por las deportivas. El alivio fue inmediato. Se
puso el abrigo y el pañolón alrededor del cuello, colgó el bolso de su hombro derecho y la bolsa con el
calzado del izquierdo y salió. Después de echar el cierre se quedó unos
segundos parada en la acera. Si cruzaba la calle podría correr por el sendero bordeado
de pinos hasta llegar a casa. Una hora, más o menos. Merecía la pena el
esfuerzo, se dijo, y cumplir con el propósito que se hizo unos meses atrás,
cuando la dejó Víctor, para relajarse.
El
frío se volvió más intenso. Lara calentó las manos con su aliento. Comenzaron a
caer algunos hilachos de nieve. Le vinieron a la cabeza la sopa de almendras y la
ternera wellington que todas las navidades preparaban sus padres. Mejor dejaba el deporte para otro día con la
compañía habitual de Nuria. Anduvo hacia la parada de autobús. Unos jóvenes
reían bajo la marquesina.
Oculto
detrás de un árbol, el depredador se consumía en la inutilidad de la espera.