Querida señora
Smith:
Por
si caí en el olvido, me presentaré. Mi nombre es Chester y soy navajo. Vivo en
una reserva y regento una tienda donde vendo las joyas que fabrico. La tarde
del 19 de agosto del año 1980 entretenía mi tiempo observando, desde el quicio
de mi negocio, la polvareda que levantaban los niños con sus juegos, cuando la
vi en medio de un grupo de turistas. Brillaba su risa. De su melena brotaban
llamaradas rojas. Los brazos, las manos y los dedos, en movimiento continuo,
eran alas de colibrí que anunciaban la llegada inminente de mi nuevo Tótem:
usted.
Mi tribu nunca quiso guerras, sino
amor y paz, señora. Así me lo transmitió mi abuelo, Ojo de Coyote. Sin embargo,
y a pesar de haber perdido nuestras tierras, la historia no siempre nos hace
justicia, describiéndonos como salvajes sin corazón. Me gusta el trabajo
artesanal. Es mi pasión. Desde pequeño. Me he ganado el pan con mis manos. Y creo
poseer buenas cualidades para que se me acepte y quiera. Pero nací tímido. De
nada sirvieron los remedios caseros de mis mayores. No hubo hierbas, ni rueda
de medicina que cambiara esto. Entenderá entonces que mi boca quedara sellada
ante su cercana y perturbadora presencia. Usted se paró delante de mí y arrugó
su nariz en un mohín de enfado. ¿Me va a dejar pasar o no?, me preguntó sin
entender que lo que me mantenía varado en la entrada era el temblor de unas
piernas recias y fuertes, herencia de mis antepasados, pero que ante usted se
convertían en mantequilla de cacahuete. Viéndola de cerca era más bonita aún
que de lejos. Tenía la piel blanca como leche de cabra manchada con unas pecas
encantadoras, y de su cuerpo emanaba una mezcla de jazmines y esencias que
transpiraban los poros de su piel. Me hechizó. Quizás no lo comprenda, pero aún
sigo hechizado. No hay día ni noche que no me acompañe en mi andadura por este
mundo.
Conseguí hacerme a un lado y usted
entró en mi tienda. Lo miró todo y todo le maravillaba. Parece mentira, decía.
Parece mentira, repetía con el rostro arrebolado. Con las barbaridades que cometieron
y las cosas tan bonitas que hacen ahora, murmuró como para sí, pero, señora, yo
tengo el oído, al igual que el olfato y otros sentidos, muy desarrollado.
Herencia familiar también. Y la escuché. Me habría gustado contarle que el
pueblo navajo contribuyó con cientos de codificadores a que los aliados ganaran
la Segunda Guerra Mundial y se restableciera la paz. Me habría gustado decirle
que al pueblo navajo le gusta cultivar la tierra y cazar para comer, que así
vivían hasta que vinieron a echarlos y desposeerlos de sus pertenencias. No
pude entonces, pero ahora sí puedo.
Se encaprichó con un collar de plata
y turquesas en el que yo estaba trabajando y me ofrecí a enviarlo a su
domicilio cuando estuviera terminado, sin cargo adicional alguno. Le pareció caro y quiso entrar en el regateo
que siempre desprecié. Ahí sí estuve decidido. No lo acepté. Simplemente acaté lo
que estuviera dispuesta a darme, que fue poco, señora, pues apenas alcanzaba
para el material, pero ¡qué le iba a negar yo a usted! No debe extrañarse,
pues, de que hoy reciba esta carta en su domicilio, en el que espero que siga
viviendo, ya que, después de tantos años, aún conservo sus señas.
Ha llegado el momento, después de
muchas lunas y soles, de que sepa de mis sentimientos. He seguido sus logros y trabajos en revistas y
otras publicaciones y, no hace mucho, la vi en televisión recibiendo un premio
por su labor como diseñadora de joyas. Llevaba mi collar puesto y eso me hizo abrigar
la esperanza de que tal vez yo le importe algo, de que no se haya olvidado de
mí, pues al lado de sus creaciones, las mías son meras baratijas. Me sentí
dichoso. He de confesarle que también necesité la ayuda de un buen amigo para
decidirme a dar este paso. Durante nuestros paseos me ha convencido, en esta
hora de inicio del crepúsculo de mi vida, de que se lo debía a usted, que sería
malo, cuando mi espíritu se separe de mi cuerpo, ir cargado con este peso. La
quiero, señora, y habría sido un hombre afortunado si el sentimiento hubiera
sido mutuo. Aún tengo esperanzas de que pueda llegar a serlo. Yo estoy
dispuesto a abandonar mi hogar para ir a donde usted me diga. Tal es mi amor,
tal mi anhelo.
A partir de ahora, cada día
comprobaré el correo, mañana y tarde, a la espera de su ansiada contestación,
hasta el final de mis días.
Con amor: Chester