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Tomada de la red. |
Aquel sí que fue un
patadón en toda regla. El ¡¡¡gooooool, gooooool, goooool!!! a voz en cuello de
Joseba traspasó tabiques, rebotó en los cristales provocando un cimbronazo
amenazador, y tembló el misterio. Él, rojo y con los ojos redondos y brillantes
como canicas, y yo con un goterón a punto de desbordarse del lagrimal. Me quedé
noqueada durante un tiempo, sin fuerzas para levantarme del sofá y coger los
huevos, la sartén y la paleta. Respiré hondo unas cuantas veces y, mientras lo
hacía, rogué para que no hubiera más que un regate suave, un desganado llevar
el balón de un lado a otro de los jugadores; movimientos flojos y pacíficos,
por favor, por favor. Y en eso pitaron el descanso. Así pues, mis súplicas
habían sido escuchadas por una diosa maternal. Cuajé la tortilla lo más rápido
que pude, la dividí en dos trozos, le llevé el suyo a Joseba, que puso el plato
sobre las rodillas mientras no quitaba ojo al televisor por aquello de la repetición
de las jugadas, y me comí en dos bocados el mío en la cocina antes de
desaparecer tras la puerta de mi habitación. Atrincherada y con las rendijas
tapadas con toallas y camisetas, me llegaba amortiguado el griterío de la calle,
el del salón de mi casa, los petardazos en el descampado vecino. O sea que
ganaba España. Me tumbé en la cama y tuve mi rato de tranquilidad y buen
rollito. Apenas un golpeteo de ¡eh, que estoy aquí! Yo miraba el techo con sus
luces y sombras y me parecían porterías y muñequitas de colores que se
desplazaban por un campo imaginario. Tal era la situación.
Antes de quedarme dormida con una sonrisa de satisfacción,
recordé las veces que Joseba me tocaba la tripa mientras decía con orgullo,
como si fuera el Sumo Hacedor: «Será un pichichi, un futbolista de primera, ya
lo verás». Y por las patadas que daba cada vez que escuchaba a su padre
vociferar un gol, posiblemente
acertaría. Sólo que no sería un, sino una. De momento, esa información me la
guardaba para mí sola. Ya llegaría el momento de soltarla, ya.