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12/3/23

LOS CUIDADOS. SEGUNDO PREMIO DEL III CERTAMEN LITERARIO CON MOTIVO DEL DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER AYUNTAMIENTO DE ROBLEDO DE CHAVELA 2023

 

Tomada de la red

LOS CUIDADOS

 

Esta noche la nena se ha despertado no sé las veces. Seguramente le dolía la tripita. Los cólicos del lactante. Ni anises ni puñetas. La he paseado en brazos, boca abajo, con una mano haciéndole masaje. Parecía que se calmaba. Cerraba los ojos, agotada, soltaba el chupete y dejaba de llorar. La dejaba en su cuna como si fuera una pluma para que no sintiera abandono ni dolor. Pero al rato estaba otra vez llorando. Loren roncaba. Al día siguiente tenía que trabajar, así que yo debía apechugar, no me quedaba otra.

Delante de una tostada y una taza de café me he preguntado si podría soportar todo el día sin venirme abajo. Es dura la crianza. Se me cierran los ojos a esta luz blanca de un amanecer que duele como puñaladas en un cuerpo machacado por la falta de descanso. A ver si puedo echarme un poco después de darle el biberón…¡En qué estaría pensando! No puedo. Ayer mismo me dejó Loren la lista de la compra. Hacen falta verduras, pollo y fruta. Y leche para la nena. Pañales tenemos aún bastantes. ¡Qué caro todo lo de los bebés! Deseando estoy que pase a los purés y que controle esfínteres. Le compré un orinal monísimo de la farmacia. Loren dijo que a santo de qué adelantarme tanto. Sí, tengo que reconocerlo, me encandilo con cualquier cosa para la nena. ¡Y la ropita, tan linda y tan cara! Chupetes tiene unos cuantos de todos los colores y formas. Los guardo en el cajón de mis jerséis y los voy sacando conforme se ponen las tetinas feas y desinfladas.

Mi hija es el amor de mi vida. La veo dormidita, con las manos cerradas en puños blanditos y con sus hoyuelos, el culo en pompa, las piernas encogiditas, y vuela el agotamiento. Es tan pequeña y a la vez tan grande que parece mentira que haya estado dentro de la barriga. Suspira. ¿Qué soñará? ¿Sueña ya tan chiquita? Acerco la cabeza a la cuna. Aspiro el olor a bebé. Me gustaría quedármelo dentro para siempre, siempre. No hay nada comparable a este aroma. Dicen que a pan tierno. Nada. Tampoco a colonia. La colonia camufla la esencia de recién nacida. No haces nada más que atravesar la puerta de la calle y ya sabes que dentro crece una flor. Mi flor. Azucena.

Me tengo que dar prisa para tenerlo todo preparado. Me ducho, guardo la lista, preparo el cochecito y, mientras espero, pongo agua al fuego con un puñadito de sal y un chorrito de aceite. Haré espaguetis. Saco el paquete del armario. El agua rompe a hervir y la nena a llorar. Echo la pasta y voy al cuarto. ¿Qué le pasa a mi niña? Ya, ya, ya… Le cambio el pañal y le doy el biberón en seguida. Sí, por este orden. Me mira. Seguro que me mira. Y calla. Luego vuelve a llorar. Se le ven las encías tiernas y rosadas. Se le ve hasta la campanilla. Espera, espera, que ya voy. El nerviosismo no es bueno. Tranquilidad. Lo decía mi madre: Vísteme despacio que tengo prisa. Me duele la espalda.

Los espaguetis se han pegado a la cazuela. He llorado. Todo me parece una montaña muy fatigosa de subir. Ha llamado Loren en plena debacle y me he desahogado un poco. Lo entiende, claro que lo entiende. Luego, con más calma, he vuelto a poner agua a hervir y no le he quitado ojo hasta que se ha ablandado la pasta. Mientras movía el cochecito con un pie para que la nena se durmiera he picado cebolla y chorizo, lo he rehogado con la carne picada, he incorporado los espaguetis y el tomate frito y listo. Prueba superada.

La señora Encarna y el señor Manolo me han recibido con el cariño de siempre. Que mira lo que tenemos, han dicho, unos níscalos muy frescos para hacerlos con patatas, y no son caros. Ellos saben que no podemos permitirnos muchos gastos. Miramos hasta el último céntimo. A la niña que no le falte de nada. Las acelgas son baratas. Y las patatas también. Pero hoy me llevo unos poquitos níscalos. Haré un guiso mañana. La señora Encarna y el señor Manolo miran dentro del cochecito. ¡Qué bonita está! ¡Se cría bien! Pronto la verás correr por ahí. El tiempo pasa volando. Aprovecha para disfrutar de ella ahora, antes de que se haga grande y se vaya de casa. Dicen estas cosas siempre. Su hija ya es mayor y hace tiempo que dejó el nido para volar lejos. ¡Y tanto, como que se fue al otro lado del mundo! A ver, donde hay trabajo, aclara la señora Encarna una vez más.

En la pescadería hay mucha gente. Pido la vez y me voy a la carnicería que parece que hay menos esperando. Toño en un carnicero antipático pero un buen profesional. Le pido filetes de babilla. Entra y sale de la cámara frigorífica con una pieza que suelta de golpe sobre la tabla, le pasa la mano como si la acariciara, afila el cuchillo y, cuando va a cortar, le digo: Medio kilo y finitos. Me mira con el cuchillo en alto como si me preguntara qué hago yo allí y por qué le pido siempre lo mismo. Luego vuelve a su tarea.

La niña se ha despertado. Refunfuña. Busco el chupete de pasta con forma de mariquita en la bolsa de tela y se lo meto en la boca. Me mira con esos ojitos recién abiertos al mundo mientras chupetea con brío. ¿Algo más?, pregunta Toño. Huesos de vaca y de jamón, tocino, morcillo… Lo necesario para hacer pasado mañana un cocido.

Cuando llego a la pescadería ya han despachado a quien me dio la vez. Respiro hondo, hondo. Paciencia. Vuelvo a pedirla. Estaré al tanto. No hay nadie esperando en la pollería de al lado. Un pollo en cuartos. Filetes de pechuga. Unos pasos más allá, la panadería. Una barra de candeal. A Loren y a mí nos gusta el pan bueno. Ahí no escatimamos en gasto.

La nena llora. Escupe el chupete. Se lo vuelvo a meter en la boca. Miro el reloj. Pronto va a ser su hora de biberón. Los nervios no valen para nada, me digo. Aun así comienzo a morderme las uñas. Ya, ya me toca. Dos gallos grandecitos, o cuatro pequeños, boquerones…¡ya los limpio yo que tengo prisa!, un hueso de rape, que no hay, bueno pues morralla, tampoco, una raspa o algo. Cuarto de chirlas, sí. Ciento cincuenta gramos de anillas de calamar y cien de gambas arroceras. ¡Ya está! Salgo del mercado deprisa. Seguro que cuando llegue a casa y repase la lista algo me habré dejado.

Loren viene a comer. Tengo mala pinta, dice. ¡Qué quieres!, no he parado en toda la mañana. Lo sé, lo sé, dice. Y me abraza por detrás. Mientras comemos siento que el cuerpo se afloja, que baja la tensión y noto la carga en la espalda. Luego te hago un masajito, dice. Un respiro de media hora para echarnos y descansar. Que no se despierte la nena, por favor.

Abro los ojos con el inicio de un leve gruñido. Es curioso cómo se agudiza el oído cuando tienes una bebé en casa. El más mínimo ruido te hace despertar. Miro el reloj. No falta nada para la siguiente toma de biberón. Hago un intento de levantarme y vuelvo a echarme. Me duele todo. Solo faltaría que pillara un virus. Pero no, es puro agotamiento. Me incorporo. Tengo que poner una lavadora o acabaremos sin ropa limpia que ponernos. Sobre todo los pijamas de Azucena, las camisitas, los bodis. Agacharme para meterlo todo en el tambor y enderezarme demasiado deprisa y ahí está el bocado cogido a las lumbares. Debo tener cuidado porque puede acabar en ciática y a ver cómo hacemos para cuidar de la nena. Echo de menos a mis padres, tan lejos, allá en el norte. Admiro a mi madre. Debió de ser tan dura la crianza de los hijos. Y ayudar a mi padre con el ganado. No sé cómo pudo con tanta carga. Mis hermanas se quedaron cerca de ellos. Yo no. Yo quería otros horizontes. Y estudiar. No me gustaba el campo, ni las minas. Esta noche, cuando esté de vuelta Loren y tras la última toma de biberón de la nena, hablaré un rato con mi madre, a ver si tiene ya la fecha para venir unos días a vernos.

Se me había olvidado completamente. Tengo cita con el pediatra. Siempre a la carrera. Con los nervios he destrozado un pañal. Respiro hondo. La niña llora. Es como una esponja que absorbe tensiones y prisas. ¡Ya está, ya está!, le digo para calmarla mientras intento sacarle el bracito por la manga del jersey. Se ha enredado un dedo. Cariño, cierra la mano, suplico. Vamos a llegar tarde. Dejo de vestirla unos minutos. Comienzo a susurrarle: Tu tu, tu tu, tu tu, tu tu, teshcote… Se va tranquilizando. Le doy el chupete y sigo con la nana mientras termino de ponerle el mono.

He llegado jadeando. El pediatra me ha recibido con un tranquilícese, por dios, que va a poner nerviosa a su bebé. Y, como era de esperar, cuando él le ha tocado la tripa, ella ha hecho un pis. Menos mal, ha dicho entre risas, que no es niño porque si no me habría alcanzado. La ha pesado y medido. Va bien. Le han puesto la vacuna. Azucena ha llorado.

Un paseo por el parque nos vendrá bien. La vecina del quinto está sentada en un banco. En cuanto nos ve viene a mirar dentro del cuco. ¡Qué guapa! ¡Qué bien la crías!, exclama. La va a despertar. Balanceo un poco el cochecito. Gracias, gracias, le digo, voy a moverme para que no se espabile, me excuso. Ella se retira unos pasos. Sí, sí, claro. Me alejo. Me sienta fatal dejarla así, sabiendo de su pérdida, pero tengo que respirar un poco de aire fresco o acabaré cazando gamusinos. Recorro todo el perímetro del parque, luego me siento en un banco. Los rayos de sol escapan entre las ramas de los pinos y me dan calorcito en la cara. Se está bien aquí. Niñas y niños corriendo hacia el tobogán. Un grupito de madres come pipas sentadas cerca del arenero donde sus retoños manejan palas y cubos y hacen flanes. La nena se ha despertado. Un poquito más, anda. Pero no. Me levanto y regreso a casa.

Dejo la muda y el pañal sobre la cama. Preparo el baño. Pruebo la temperatura. Mi brazo izquierdo sostiene el cuerpo de la nena. La meto en el agua.  Balbucea algo. ¿Sonríe? Sí. Es una sonrisa para mí, seguro. Le encanta. Da palmadas sin ton ni son, y salpica. Le paso la esponja con la mano derecha. Le brilla la piel. Brotan dos rosas en sus mejillas. Un poco más y la saco que, si no, se le quedan los dedos arrugados.

Suda cuando toma el biberón. Se le cierran los ojos. Deja de succionar. Le paso un dedo por la cara. Se espabila y sigue tragando hasta acabar con la leche. Suspira. Acerco mi nariz a su cuerpo y me emborracho con su aroma a sueño de bebé satisfecha. La dejo en la cuna.

Hace mucho que la lavadora se paró. Abro la portezuela. Voy sacando la ropa. La tiendo en la cuerda con las pinzas de colores a juego. Una manía mía. El verde tiene que ir con el amarillo. El azul con el salmón. El rojo con el violeta… Manías. Cada cual tiene las suyas. Cuando termino voy a la habitación pequeña. Sobre la silla hay un montón de camisas, camisetas y pantalones para la plancha. Tendrá que ser mañana, hoy no hay tiempo. Loren está al llegar y tengo que hacer la cena.

Me anudo el delantal del pollito. Saco del frigorífico alcachofas, zanahorias, judías verdes y acelgas. Patatas y cebolla del verdulero de la terraza de la cocina. Haré un hervido. Pongo agua a hervir con sal. Troceo las verduras sobre la tabla de la encimera. Antes cocinaba con los cascos puestos para escuchar música, ahora no es posible, hay que tener siempre los oídos alerta. La nena llora. Suelto el cuchillo y voy a ver qué le ocurre.

Su frente está algo caliente. La cojo en brazos, la acuno, le doy el chupete.  Le pongo el termómetro. Tiene algunas décimas. ¿De la vacuna? ¿Tan pronto?  En la cocina el agua sigue hirviendo sin nada. Con la nena en el brazo izquierdo, voy echando con la mano derecha las verduras. Paseo por la casa. Está intranquila. Lloriquea. Vuelvo a tomarle la temperatura. Ha subido. Me entra el pico de angustia. No puedo evitarlo. Tengo que dejarla en la cuna un momento. Voy al botiquín y cojo el medicamento para bajarle la fiebre. Le doy unas gotas. Le retiro la colcha de la cuna. Tal vez debería darle un baño. Tengo que tranquilizarme. ¡Cuánto tarda Loren! ¡Ojalá no le salga un trabajo de última hora! ¿Llamo? No. Voy a esperar. Parece que se ha calmado. Ya no llora. Aguardo un poco a que le haga efecto la medicina y tomo de nuevo su temperatura. Debo calmarme. No es nada. A veces pasa con las vacunas.

Voy a la cocina y retiro la verdura. Cuando esté Loren la escurro. Unas gotas de vinagre, un chorrito de aceite y ya está. Voy a poner la mesa. Mejor voy antes a ver cómo está la nena. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Por qué no llora? La miro. Tan pequeña y vulnerable. Solo pensar en que le pudiera pasar algo… El pecho sube y baja. Respira. Le pongo el termómetro. No tiene décimas. Y es ahora cuando me tiembla la barbilla con un llanto callado y de lágrimas escasas.

Pongo el mantel en el comedor. Una vela. O dos. Esas que huelen a lilas. Todo preparado. Me siento en el sofá. Tengo mensajes en el WhatsApp. Ojalá que ninguno sea de Loren avisando de que llegará tarde. Necesito su abrazo cálido. Sus palabras. Hablar. Me paso el día casi sin hablar. Solo con tenderos y alguna madre o padre en el parque y poco. Sin comunicación con el mundo. No sé qué está pasando. Ni tiempo para echar un vistazo a las noticias. Cojo el móvil y miro. Mi madre que cómo está la niña. Contesto que bien. Loren puso un mensaje hace un rato. Está de camino. Llega en breve. Una fotografía y un vídeo de la pandilla con cervezas en la mano y muchas risas. Lo que te estás perdiendo, dicen.

Voy a la cocina. Saco el escurridor y vierto el contenido de la olla. Distribuyo las verduras en dos platos. Escucho la puerta. ¡Ya estoy aquí!, grita Loren. Se ha quitado el abrigo y lo ha colgado en la percha de la entrada. Deja las llaves de la casa en la hoja de cerámica del mueble. Viene hacia mí. La miro. ¡Qué guapa está! Me pregunta qué tal me ha ido la tarde. Y yo digo que bien, que todo muy bien. Ella sabe que estoy agotado. Me pasa la mano por la cara. Me abraza. Luego, cuando cenemos, te hago ese masaje que te prometí y vemos una película, promete. Y yo digo que sí, que lo que quiera. Porque mientras las tenga cerca a ella y a la nena, soy el hombre más afortunado de la Tierra.   

30/4/14

SEGUNDO PREMIO DEL 58 CONCURSO DE CUENTOS GABRIEL MIRÓ




Me complace mucho anunciaros que un relato de mi autoría ha volado alto. Estoy contentísima.

Si queréis tener acceso al fallo, clicar aquí. Para leer el excelente relato que ha quedado en primer lugar "Una nueva habitación" de Rubén Orozco, así como el mío "El escondite", podéis hacerlo clicando aquí

13/7/13

TODOS MUERTOS-GANADOR DEL XXVI CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATOS POLICÍACOS SEMANA NEGRA DE GIJÓN 2013

Tomada de la red.

Cuando apenas llegaba a sus rodillas, mamá trazó una línea bajo el dintel de la puerta de mi habitación, con un jaboncillo gastado de los que hacía con aceite rancio y sosa cáustica. "Hasta la hora de la cena, no puedes pasar la raya", dijo. De nada sirvieron mis ruegos de perdón. Pasé la tarde ovillada en la cama, llorando. De todos los castigos que ella inventó para mí, aquél era el que más me dolía. Pero con el tiempo, la angustia dio paso al rencor y, de la mano de éste, a la venganza imaginativa.
     Recuerdo mi primera muerte. Fuera llovía con rabia y los cristales de la ventana parecían a punto de estallar. Yo estaba tumbada en la cama como siempre. Estiré las piernas y las manos, cerré los ojos y dejé de respirar. "Muerte por sufrimiento", leí en mi lápida, y vi a mi madre de pie junto a mi tumba, toda de negro, consumida por el remordimiento, mojando pañuelos anudados unos a otros como los que sacaba de su bolsillo el mago de la televisión; infinitos. Eterno su dolor. Cuando no pude aguantar más sin atrapar el aire pastoso del cuarto, dejé de estar muerta. La había castigado durante unos segundos y eso me hizo sentir mejor y secó para siempre mi llanto.
     Cada una de mis muertes posteriores superó a la anterior. Se sumaron al cortejo fúnebre algunos compañeros de colegio que se burlaban de mi cojera y una tía que me llamó estúpida cuando se deshizo en el agua la cara de mi muñeca de cartón. En mi último entierro, la comitiva de dolientes plañideras y ultrajadores de mi persona llenaba toda la calle, desde mi casa hasta la iglesia. Dentro, el altar rebosaba de cirios encendidos, y las coronas y las flores enroscadas en las barandillas de hierro forjado, asfixiaban el aire con su olor a compota. Llenaban mi fantasía las súplicas de perdón y los desmayos entre los bancos de madera y los reclinatorios forrados de terciopelo morado, cuando de repente escuché en un rincón la risa sofocada de mi compañera Berta y  toda la escena se derrumbó.

     Mamá había dejado de mover con un palo las grasas en el caldero, llenar las latas con la pasta hirviendo y cortarla en trozos cuando se enfriaban. No había líneas que me impidieran salir de mi habitación y la risa de Berta me puso al corriente de que ya no era una niña. A mis compañeros de Instituto, entretenidos en mirarse sus ombligos perforados,  mi posible muerte les importaba tanto como la de  las moscas que a veces hacían estallar entre las palmas de sus manos. Entonces encontré un nuevo camino de venganza. Ya no era yo la que moría, sino ellos. Sembré el Instituto de cadáveres: en las aulas, en los servicios, en los patios: cuerpos despanzurrados por doquier. A veces me daba algo de espanto ver cómo una chica pisaba a uno de mis muertos virtuales mientras se lavaba las manos. Su cabeza reventaba como una sandía y de las grietas  manaba la sangre como un surtidor. Pero en cuanto alguno se acercaba con una burla, se renovaba mi deseo de venganza.
     Mamá nunca sabrá la cantidad de dinero que le ahorré en psicólogos. Tenía una vecina que visitaba a un psicólogo todos los lunes y miércoles. Me lo dijo aquel día que llamó a mi puerta aterrada por su soledad y el acoso de sus demonios. La hice pasar y le hablé de cómo solucionaba yo mis problemas a golpe de pistola, machete o veneno, según el momento. Dijo que ya estaba más calmada y  volvió a su piso. Escuché desde el rellano cómo echaba la cadena y el cerrojo. Creo que incluso movió un mueble para apuntalar la puerta porque oí cómo arrastraba algo. Después de aquella tarde, cada vez que me la encontraba en la escalera, daba un respingo y aceleraba el paso.  Se llamaba Dolores y la tuve que matar.
     Un mediodía, al volver del Instituto, mamá me estaba esperando en mi habitación con muy mala cara.  Me dijo que la vecina le había contado a su madre todo lo que yo le había dicho. Cuando le expliqué que sólo era un juego, una manera de desahogarme, ella se echó a llorar, compadeciéndose de su mala suerte, y no me quedó más remedio que tranquilizarla con la promesa de que dejaría de matar de mentira. Ahí encontré el significado exacto de la  palabra venganza.
     Vencí el recelo de Dolores con invitaciones a merendar en casa y explicaciones de integrales que ella era incapaz de comprender. Se quedaba con el lápiz entre las dos paletas separadas, con la mirada vacía de entendimiento, como un muro de hormigón. Y yo seguí esforzándome en que cambiara el cero que el profesor de Matemáticas le ponía en sus hojas de exámenes por un número más alto, aunque fuera un dos. Mientras tanto, decidí que acabaría con sus terrores, el descalabro económico de la familia por el pago de las sesiones del psicólogo y su lengua demasiado larga, con unas cucharaditas de veneno en el tazón del Cola Cao que le preparaba mamá. Elegí esa forma de muerte porque yo la sangre sólo la soporto de mentira. Además de que era mucho más limpia. De suministrarme el veneno se encargó mamá, que odiaba a las hormigas y rociaba con aquellos polvillos el camino que iba de la puerta de la calle a la cocina. No le gustaban mis muertos virtuales, pero no le importaba dejar un reguero de patas y antenas retorcidas por el pasillo. Ahí estaba ella todas las mañanas con el recogedor y la escoba, quitando cadáveres. ¿Y por qué iba a ser más importante Dolores que una fila de hormigas? Ella tuvo mucho que ver con mi primer muerto de verdad.
     Matar a Dolores me costó muchas meriendas, porque aquella niña debía tener el estómago a prueba de veneno. Y eso que le cargaba bien la leche con el Cola Cao. Murió una noche y poco antes de morir fui  a verla a su casa. Estaba retorcida como uno de esos gusanos de tierra cuando los pinchas con un palo. Me miró con ojos de loca y, aunque no se le entendía lo que estaba diciendo, su madre me pidió que me marchara.  Fui al entierro. A fin de cuentas ella era mi primera víctima  y le tenía algo de apego.
     Después de aquello, mamá decidió que teníamos que cambiar, no sólo de casa, sino también de ciudad. No opuse resistencia. Me daba igual estar en un sitio que en otro. Mi única razón para haber continuado allí, acababa de morir. Porque, aunque yo fui la causante de los dolores de barriga y de su muerte, el día a día, la cucharadita de veneno con el Cola Cao, el pescozón cuando no entendía algo, que era siempre, el insulto intercalado con una palabra de ánimo, crearon un lazo de cariño y amistad. O así lo veía yo. Y aquel malestar de estómago que me acompañó durante una temporada, me hicieron prometerme que no volvería a las andadas, que solucionaría mis problemas de otro modo. Un puñetazo, bueno. Una zancadilla, no estaba mal. Y existían otros recursos no físicos. El insulto, la calumnia, el menosprecio, en fin algo menos definitivo.
     Durante una temporada larga fui feliz con la contemplación de los pajarillos, las mimosas, los peces en la pecera. Todo muy bonito. Y además me enamoré de un chico de mi nuevo Instituto. Era pelirrojo, con pecas y unos hierros en la boca que me encantaba repasar con mi lengua. Lo llevé a casa y se lo presenté a mi madre. Mamá tenía un aspecto de loca impresionante: pelos enmarañados, las bolas de los ojos girando dentro de las cuencas y una risa satánica que combinaba con un llanto manso, como de cordero degollado. Esperaba que la alegraría verme con un chico, porque me dijo muchas veces que yo  necesitaba  encontrar a alguien que espantara los pájaros de mi cabeza. Pero no fue así. Lo echó de casa a empujones mientras le decía que era por su bien. Y después de eso, él no quiso saber nada de mí. Supongo que no le hacía ninguna gracia salir con la hija de una loca. Así que mi madre tuvo la culpa de mi segunda muerte. Le hice llegar al pecoso una caja de bombones. Creo que fue una muerte muy dulce. Cuando mamá se enteró, recobró milagrosamente la cordura y dijo que me iba a denunciar. A mí, una víctima de sus manejos. La intenté convencer. Le dije que el nombre de la familia quedaría manchado para siempre si iba a la policía. Meterían las narices en nuestras vidas, rastreándolas hasta el lugar de donde vinimos y saldrían a la luz todos nuestros pecados, grandes y pequeños. Pero ella tenía la mirada dura, como aquella que yo veía cuando era niña mientras trazaba la raya con el jaboncillo hecho con jabón casero. Entonces lo vi claro: se trataba de una cuestión de supervivencia. Mamá, mi otra mamá, aquella que no dudó en solucionar los problemas con papá de manera expeditiva, esa que hizo una tarde un gran caldero con grasas y aceites y removió hasta la noche y salieron muchas latas de jabón y tuvo que venderlo porque no le cabía en la alhacena, esa era la mamá que me enseñó el camino. No comprendía por qué aquella señora venía con escrúpulos. Nunca lo entendí. “Niña, no hagas eso. Niña no hagas lo otro. Niña pórtate bien”.   Quizás fuera porque ahora me miraba con otros ojos, ojos de miedo, por lo que había decidido denunciarme, que era como denunciarse a sí misma.
     La cogí de la mano y la llevé a la terraza. Ella se dejó hacer. No opuso ninguna resistencia. A fin de cuentas, siempre dijo que era mejor morir en brazos de alguien querido. Bueno, no era exactamente así. No iba a morir en mis brazos, pero sí tendrían mucho que ver en la acción de mis dos manos. Le estuve hablando de nuestras cosas. De lo difícil que era conseguir que alguien te quisiera y no te dejase, como papá. Y ella asentía mientras lloraba mansamente, como yo lloré aquellas tardes cuando me encerraba en mi habitación. Le dije que entonces no la entendí, incluso llegué a odiarla, pero que ahora, con el paso del tiempo, veía las cosas de diferente manera. Quizás porque yo me sentía también como ella se debió de sentir: sin una emoción, sin un deseo de verme reflejado en otro, sin una necesidad de compañía. Nos quedamos frente a frente. Yo había dejado de hablar, pero no me decidía a terminar con aquella situación estúpida. Entonces ella sacó un pañuelo del bolsillo de su delantal y se lo llevó a los ojos. En una esquina, había una jota y una te bordadas y recordé los días de colegio y me vi con el bastidor en la mano, bordando con mucha ilusión aquellos pañuelos pequeños de mujer. Luego fui a la papelería y compré un papel con balones de colores y celofán y pasé  toda la tarde intentando envolver mi regalo para el día de la madre. Rompí el papel y tuve que volver a la papelería a por otro de lacitos lilas y rosas y volví a intentarlo. Y así hasta cuatro veces, porque yo no me sentía satisfecha con los picos y las arrugas que se formaban. La señora Pilar me preguntó para qué compraba tanto papel de regalo y yo le dije llorando que era para envolver el regalo de mi mamá a la que quería mucho, y que no me salía bien. Entonces ella dijo pobrecilla, cuánto quiere a su mamá, y me pidió que le llevara los pañuelos a la tienda. Sacó un papel brillante como el oro y con mucha destreza hizo un paquete perfecto. Luego lo cruzó con una cinta de color rosa, cortó las puntas en tiras pequeñas y las rizó con las tijeras. Por último le pegó una etiqueta con la palabra felicidades y me lo entregó y no me cobró nada. Y yo estaba muy contenta porque mi regalo iba a devolverle la alegría a mi madre y se olvidaría de que papá no la quería a ella ni a mí tampoco porque quiso dejarnos solas, aunque mamá no se lo permitió. Recordé lo feliz que fue mamá con los pañuelos y cómo lloraba y me abrazaba.
     Me acerqué a ella y no hizo intención de retirarse. Se quedó con el pañuelo estrujado entre los dedos, haciendo aquel duelo por su hija que tantas veces había imaginado. Abrí su mano, cogí el pañuelo y  enjugué su llanto. Después pasé mi brazo derecho por encima de sus hombros, rodeé su cintura con el izquierdo y le di un abrazo.



   

5/3/13

GANADOR DE LA SEMANA EN WONDERLAND


En Primaria, tuve un compañero al que nadie quería. Era un niño triste que evitaba el contacto con los demás y pasaba los recreos en un rincón del patio de la escuela. Faltaba mucho a clase porque, según decían, sufría continuos accidentes. Cuando regresaba, la maestra repetía para él las lecciones que habíamos dado. Un día, al intentar explicarle el nombre abstracto, le puso como ejemplo el amor de los padres hacia los hijos; luego le preguntó si había comprendido lo que era un nombre abstracto. Él, sin levantar la cabeza, la movió de arriba abajo y contestó: “Una mentira”.

25/2/13

BOTÓN DE MUESTRA-II CONCURSO LITERARIO "CUENTOS CORTOS DEL 1 DE MAYO"

      

     Mientras el “Pata pata” de Miriam Makeba suena en el tocadiscos, Nadine y John bailan con las cabezas juntas y los cuerpos separados. Nadine observa el hilo que asoma por uno de los agujeros del botón  de la camisa de John, a punto de caer.  Si John sube los brazos y los coloca en cruz, se abrirá el ojal y la tensión de la tela hará que se suelte.  Habrá de nuevo gallinas en la granja y  uvas en las vides. Ella lo ayudará y  juntos construirán una nueva historia. 
     Su madre guarda una caja de galletas llena de botones encima del armario de su habitación. “Los botones, niña,  son como miguitas de pan que señalan el camino de la vida”, le decía  cuando, en las tardes de calor, se sentaban a la puerta de la granja para refrescarse con el aire que venía del mar. Le enseñaba el botón con forma de flor que recordaba su nacimiento, el  de perla que adornó su chaqueta celeste el día en que ingresó en la escuela, o el que llevó en su primer cumpleaños. Pero la historia que más le gustaba, era la del inicio del noviazgo de sus padres. La abuela de Nadine era costurera. Hacía chaquetas, pantalones, vestidos y faldas para los granjeros, a cambio de alimentos la mayoría de las veces, y las menos de algo de dinero. La hija le ayudaba con el sobrehilado o los botones, mientras observaba desde la ventana a su vecino trabajando la tierra.  En cierta ocasión él encargó una chaqueta, y cuando se presentó a recogerla, la madre de Nadine le pidió que esperase a que terminara de coserle los botones. Él la miraba  de reojo mientras ella subía y bajaba la aguja, rodeaba el botón con el hilo, hacía una lazada y lo cortaba con los dientes. Aseguraba el último botón,  cuando se pinchó en un dedo. Entonces él  se levantó de la silla y se llevó el dedo a la boca.
     Nadine los imaginaba  en la puerta de la granja, frente a la tierra apelmazada. Veía después a su padre airear la tierra y cuidar las cepas que darían aquellas uvas tan dulces que a ella tanto le gustaban; y a su madre echándoles de comer a las gallinas, los dos juntos y felices, y soñaba con una historia semejante para ella.
     Pero en el fondo de la caja, siempre había un envoltorio de papel de periódico que la madre apartaba y del que no quería hablar a pesar de la insistencia de la hija. Ella esperó a que uno de esos días se ausentara para deshacerlo  con cuidado y no romper el papel amarillento. Entonces  descubrió un botón de nácar. Lo levantó entre los dedos índice y corazón y lo estuvo mirando. Luego lo puso a un lado,  alisó el papel y  leyó  una noticia del 21 de marzo del año 1960 que hablaba de muertos en Shaperville. Al volver su madre, quiso saber la historia de aquel botón y ella  le contó que lo llevaba el padre el día en que murió atropellado cuando visitaba a unos parientes de Vereening. Nadine le pidió  más detalles sobre su  muerte, pero la madre dijo:  “Deja de remover historias tristes, niña”.  Le puso la tapa a la caja  y con ella bajo el brazo, se metió en la granja.  La brusquedad de la madre, siempre dispuesta a relatar cada trocito de vida atrapada en un botón, la había dejado con la sospecha de que le ocultaba algo. Miró hacia el gallinero  vacío donde las sombras iban avanzando, y recordó las noches en que su padre salía con sigilo de la casa y volvía de madrugada; las reuniones con los vecinos en la cocina; los puñetazos en la mesa, las palabras de un discurso que entonces no entendía, el silencio al entrar ella; el susurro de una conversación prolongada hasta el amanecer en el cuarto cercano a su habitación, la víspera del viaje; el abrazo de sus padres y las veces que la madre dijo que tuviera mucho cuidado antes de que él subiera en el tren. Construyó entonces una historia diferente y entendió que la madre sólo quería protegerla.
     Se pregunta si le gustará a John el vestido que su madre confeccionó para ella. Si  habrá merecido la pena el esfuerzo que hizo para comprar la tela, las horas de costura, el dolor de espalda después de tantas puntadas; la paciencia con la que trenzó su pelo mientras ella veía a través de la ventana las cepas  retorcidas, como si agacharan la cabeza, humilladas y exhaustas, abandonadas desde que la mano de su padre no cortaba los maderamen, ni podaba las ramitas de sarmiento para que los brotes tiernos dieran nuevos racimos. 
     Mira a John. Está guapo con el traje blanco. Le gustaría entrar en su cabeza, ahora que las dos están unidas, para pedirle que levante los brazos y los coloque en cruz para que el botón caiga. Miriam Makeba sigue cantando y ella tiene la certeza de que cuando el disco deje de girar, él se irá hacia el otro lado de la sala de baile, donde está  la niña boba que lo persigue por las aceras y se hace la encontradiza.  “Sube los brazos en cruz, tonto, que no te das cuenta de nada”.  Le llega  un rumor de palabras y  está a punto de entender lo que él está pensando, cuando se acaba la canción. Sabe que si no hace algo ahora, lo perderá para siempre. Adelanta las manos, enlaza las suyas,  levanta  los brazos y el botón se suelta, rueda bajo una silla, rebota en la pared y se detiene después de un balanceo. Entonces la puerta se abre de golpe. Nadine  da unos pasos hacia el lugar donde el altavoz ha enmudecido. John coloca las manos cruzadas en la nuca, como le han ordenado los policías. Uno de ellos registra a los chicos,  de cara a la pared, mientras el otro vigila a las chicas. Nadine observa el temblor de las manos de John;  manos de piel tan suave que no puede imaginarlas cuidando la tierra. Retira la mirada y la fija en el botón que blanquea bajo la silla. John repite que no ha hecho nada y su voz suena como un balbuceo apenas comprensible. El labio inferior de Nadine  tiembla y los ojos se le empañan con el recuerdo de su padre en un ataúd junto al del granjero vecino. Los dos en el mismo tren de vuelta. La familia  enterrando a sus muertos en silencio. Su padre un héroe y John a punto de llorar. Nadine escucha los golpes y las amenazas de los policías y se muerde el labio inferior con fuerza. Cuando los policías se marchan después de ordenarles que abandonen el local, John suelta los brazos y los deja caer a lo largo del  cuerpo, luego sube una mano y acaricia la cara de Nadine con sus dedos suaves que nunca tocarán la tierra ni echarán de comer a las gallinas. Ella agacha la cabeza y mira sus pies descalzos. Él saca un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta, levanta su barbilla  y le limpia la sangre del labio.  Entonces Nadine lo mira a los ojos y ve en ellos el reflejo de su padre que la lleva en brazos para que no se canse hasta el autobús que va a  la escuela, y antes de bajarla al suelo, le da un beso y le susurra: “Nadine, mi niña”.
     Los chicos abandonan el tocadiscos con su brazo torcido y el disco roto de Míriam  Makeba, y van saliendo del local en silencio. Nadine se pone los zapatos y recoge el botón que está  debajo de la silla. Luego levanta la cabeza y lo deja caer en la profundidad del escote.



8/1/13

NEGROS POR FUERA, BLANCOS POR DENTRO. GANADOR DEL CERTAMEN DE MICRORRELATOS CONVOCADO POR EL MICROTALLER LA BELLA VARSOVIA





¡Yo sola!, gritó. Un piececito sobre la babucha, el ímpetu de una rodilla en el hueco de la entrepierna, y se sentó en su regazo, muy modosita. ¿Qué traes?, preguntó Él con un hilo de voz. La niña María le entregó la carta mientras, asombrada, le miraba los dos senderos blancos por donde se abrían paso en la negritud, dos lágrimas.








http://www.radiocordoba.es/facebook/Taller_microrelatos.mp3

7/12/12

EL ARÁNDANO Y LA ESPOLETA

Tomada de la red.

Cuando me enteré de que el Ejército hacía prácticas en el terreno lindante al nuestro, tuve el presentimiento de que algo malo ocurriría. Por eso, al escuchar las explosiones, corrí por el camino que bordeaba el pueblo y atroché por un campo lleno de zarzas. Apenas sentía los enganchones y arañazos. Más grande era la desazón que me causaba saber que mi hijo Pedro estaba en el huerto.
      No quería ni pensar, que la suerte negra que me acompañaba desde hacía  tiempo, hubiera  llamado de nuevo a mi puerta. Ya tenía yo bastante con la pérdida de mi hermano Perico, de quien tomé el nombre para mi hijo, y la de mi marido, tan cerca que aún podía verlo salir la última vez con el carburo en la mano y el casco con su bombilla; que una cosa era perder padres, marido, incluso al hermano, y otra quedarse sin hijo.
     Desde lejos divisé la mata cimbreándose. Respiré aliviada y seguí avanzando hacia el arándano. Cuando estaba muy cerca,  vi aquella cosa extraña, como una raíz que hubiera llevado la contraria y echado para arriba en lugar de hundirse en la tierra, que es lo suyo,  y se me aflojaron las piernas. “Que no te muevas”, le pedí. Él siguió arrancando arándanos y echándoselos a la boca. “Mira lo que tienes ahí pegado. Que no te muevas”, repetí, y él dio unos pasos hacia aquel artefacto, uno de esos que explotan y que, por razones que entonces no entendí, no había estallado. Entonces le tiré una piedra con la intención de alejarlo, tropezó y se tambaleó hacia delante. Y cuando ya lo veía caer sobre aquella cosa maldita, se echó hacia un lado y rodó hasta mis pies.
     No voy a decir que estuviera bien recibirlo con un tortazo pero me salió así. Luego le di un abrazo y lo estuve mirando por todos lados como temiendo que le faltara algo.
     Dijeron que aquella bomba no estalló por un fallo de la espoleta. Vinieron los del Ejército a mirarla y remirarla, pero no la tocaron. Y ahí sigue, como un hijo de puta del arándano, los dos solos en mitad del huerto. Dicen que no hay peligro, eso dicen los de uniforme, pero yo, por si acaso, he echado la llave de mi casa con mi Pedro dentro, que si ya es duro perder a los padres, al hermano y al marido, no quiero saber cómo se puede vivir después de enterrar a un hijo.

25/7/12

LUCÍA (Premio XXV Concurso Internacional de Relatos Policiacos - Semana Negra de Gijón)


Fotografía tomada de la red

Cuando desapareció Roberto, guardé una bolsita con las semillas de mamá en el fondo falso de mi armario. El sitio secreto me lo hizo Roberto para que ocultara mis cuadernos y lápices, después de que mamá me rompiera un dibujo. Roberto sabía hacer muchas cosas y fue el primer novio de mamá.
          Al volver del colegio, me gustaba  sentarme en el último peldaño de la escalera que había a la entrada de casa, encima de la figura que cubría con mi falda. La hizo Roberto y era una silla. Le costó mucho porque la piedra era muy dura y tuvo que rascar bien con su navaja. Al principio dijo que era para mi madre, como una especie de  invitación a que descansara, pero luego, cuando ella se compró un coche nuevo, me la quedé yo. Entonces fue mi silla y en ella me sentaba cada tarde con el pan, el chocolate y el libro sobre mis rodillas. Entre bocado y bocado, estudiaba la lección del día siguiente, luego dejaba el libro y cogía la tabla y también la ponía sobre mis rodillas y encima el cuaderno y el boli. Hacía Mates y Lengua. En invierno, a las seis ya era de noche y se veía mal sólo con la luz del farol encendida, así que no me costaba mucho retirarme. El verano era diferente. La noche no llegaba hasta las diez y había mucho alboroto de  pájaros en los almendros. Bajaban al río a beber agua y volvían  contentos. A veces pasaba cerca un carro lleno de paja y el polvo amarillo entraba en mi nariz y me hacía estornudar. El cielo se encendía muchas tardes y, aunque mi madre decía que lo que me contó la abuela era mentira y no se ponía rojo porque la Virgen estuviera planchando, yo aspiraba fuerte y olía a ropa recién planchada. En verano me costaba dejar la escalera.
     Por las mañanas, mi madre me acercaba en coche hasta la parada del autobús del colegio. Al principio, los chicos hacían bromas y me decían cosas, pero ella me enseñó a guardar silencio y terminaron dejándome en paz. Un día, me llevaron  al despacho de la directora  y comenzó a hacerme preguntas. Tenía unos papeles delante y presionaba la bola del bolígrafo haciendo que entrara y saliera su punta. Me aclaró que debía contestarlas para poder rellenar mi ficha, pero yo sólo respondí algunas, como cuál era mi nombre, la dirección y el teléfono,  pero ninguna sobre mi madre. Sabía cómo se llamaba, cuándo era su cumpleaños, que no tenía marido, pero ahí no respondí. No sabía en qué trabajaba, y ahí dije no sé. Al rato, la directora presionaba la bola del bolígrafo muy rápido, luego dejó de escribir y preguntar y me dio permiso para que me marchara.
           En clase me sentaba cerca de la ventana y veía la cancha de baloncesto. En invierno, el suelo se llenaba de pequeños charcos helados que crujían bajo las zapatillas de los chicos cuando saltaban para meter las pelotas en los aros. En primavera también había charcos, pero no estaban helados y de vez en cuando bebía allí algún pájaro. Un día apareció uno muerto. Era un gorrión y nadie supo cómo llegó ahí. Aún tenía boceras y yo dije que debió caerse de un nido. Mis compañeros hicieron como si les sorprendiera que yo supiera hablar y formaron un corro a mi alrededor y tuvo que venir la señorita Eloísa a sacarme de allí. No volví a decirles nada. Como aquella vez en que se preguntaban qué hacía una rosa pisada en el círculo de medio campo. Yo había visto al profesor de Educación Física caminar hacia donde estaba la profesora de Lengua, con una sonrisa y las manos atrás, ocultando la flor. Pero llegó el de Plástica y le dio un beso en la cara a ella y entonces las manos se le aflojaron y la rosa cayó y allí la aplastó el zapato de la directora.
           Mi madre se enfadó mucho el día que recibió una llamada de la directora. Me preguntó si había hecho algo, pero yo no recordaba que hubiera ocurrido nada especial. Le dije que no y me miró muy fijo a los ojos. Le habían cambiado de color. Eso me asustó. Me puso las manos sobre los hombros y volvió a decirme aquello de que no debía señalarme en ningún sitio. Afirmé con la cabeza varias veces, luego me soltó y se marchó en su nuevo coche. Cuando volvió estaba más tranquila. Me contó que la directora no le había dado quejas, que yo era una buena alumna, que no era brillante pero aprobaba las asignaturas. Tampoco me peleaba en el patio. Lo que le preocupaba a la directora era que yo siempre estuviera sola. Eso dijo. Así  que mi madre me explicó que tenía que relacionarme más aunque sin intimar demasiado.  
           El autobús del colegio me dejaba cerca de casa por las tardes, sólo tenía que cruzar el trigal de Paco y enseguida entraba en el camino que me llevaba a casa. En primavera, el trigo estaba alto y era fácil ocultarse en él. A veces me quedaba un rato sentada entre sus tallos. Arrancaba uno y sacaba los granos, aún verdes y tiernos, de sus vainas y me los comía. Seguía una columna de hormigas y le echaba alguno y veía cómo  lo transportaban a su hormiguero. Me entretenía poco porque Paco me daba miedo. Tenía los ojos fieros, la cara llena de surcos como los de la tierra que araba cuando iba a sembrar y las manos muy ásperas. Un día me sorprendió en el trigal y quiso detenerme. Me arañó un hombro y tuve que mentir a mi madre. Le dije que fue en el colegio porque ella no quería que me parase en el trigal ni en ningún sitio.
     Cuando íbamos al pueblo, siempre me sujetaba fuerte de la mano. Le gustaba el cine y cada vez que cambiaban de película en El Español, me llevaba con ella. Me gustaba la sala a oscuras porque era como si estuviera sola. Me comía las palomitas y sorbía mi coca cola con una pajita mientras me enteraba de que Ava Gadner no era tan mala como parecía y Bette Davis sí. Un día le dije a mi madre que estaba tan guapa como ella en La Loba y no le gustó. Así que, cuando se encendían las luces y me preguntaba, yo le respondía que me había gustado la película y no hacía más comentarios. Una vez nos quedamos después a tomar una hamburguesa en un Burger que había en la plaza, pero enseguida se acercaron unos hombres a molestarla. No volvimos a sentarnos en sus mesas. Ella entraba y salía con los estuches y los vasos y nos lo llevábamos todo a casa.
           Hace unos meses, mamá vino a casa con su último novio. Dijo su nombre pero yo concentré toda mi atención en la rama de almendro que hostigaba el cristal de la ventana de la cocina y no me enteré. Luego elegí una silla alejada y que no estuviera frente a él y cené deprisa el arroz chino y el rollito de primavera. Pedí permiso para irme y mi madre dijo que sí. Estuve paseando entre los almendros que habían comenzado a florecer. El más joven aún no tenía muchas ramas y doblaba su tronco hacia un lado, pero yo sabía que pronto se enderezaría y crecería hermoso para que los pájaros descansaran en él. También sabía que no iba a tardar mucho en tener un nuevo compañero al que debería dejar sitio. Sobre todo en las raíces, que eran como gusanos que se bifurcaban y crecían bajo tierra. Olía fuerte a flores pisadas y  comenzaron a caerme lágrimas. Al poco mi madre me llamó y tuve que entrar y despedirme. Lo hice rápido, rápido, y subí corriendo a mi habitación y cerré la puerta y la atranqué con una silla. Luego comprobé que la bolsita seguía en el armario, cogí mi cuaderno y comencé a escribir.
     Cuando salían las primeras almendras, llevaban una funda verde y si las golpeabas, su cáscara se rompía fácil y el fruto soltaba un jugo blanco como si fuera leche. Eso lo hice sólo una vez para ver cómo eran por dentro. Hubo años en que brotaban muchas en las ramas y del peso caían al suelo, y ahí se quedaban hasta que la lluvia y el sol las pudría y se formaba una pasta que era abono para los almendros. Me gustaban las almendras pero no las comía. Mi madre hizo un día pollo y en la salsa había trocitos. Fue cuando la abuela  nos visitó. Yo no quise comer y ella se enfadó mucho conmigo y me metió un trozo de pollo en la boca y pan mojado en aquella salsa. Estuve vomitando toda la tarde. La abuela vino a verme a mi habitación antes de irse y me preguntó si quería irme a vivir con ella. Le dije que no y se marchó y nunca más volví a verla. Mi madre me dijo que había muerto de vieja. La abuela me regalaba lápices, cuadernos y cuentos.
           El novio de mi madre duró poco y hubo un agujero nuevo cerca de la casa y ella trajo un arbolito pequeño y lo plantó ahí. Estuvo trabajando toda la mañana en eso porque cuando me iba al colegio sólo vi el agujero. Enorme, enorme. Y cuando volví ya estaba el almendro con la tierra removida y esponjosa a su alrededor. Me la encontré en la cocina. Aún llevaba esos guantes grandes que se ponía cada vez que plantaba un nuevo almendro. Me dijo que ese día iríamos al cine, que echaban una película nueva en El Español y que luego cogeríamos una hamburguesa y patatas y bebidas del Burger y nos lo traeríamos todo a casa. Tenía unos círculos morados bajo los ojos y unas arrugas muy feas alrededor de la boca que yo no había visto antes. Dejó que me acercara y le diera un beso. Entonces fue cuando me dijo que estaba harta, que ya no habría más novios y que había pensado en cambiarnos de casa, pero que no podía ser porque nadie cuidaría de los almendros. Esa noche fuimos al cine en su nuevo coche y me gustó mucho la película. A la salida del Burger, se le acercó uno de esos hombres, pero ella no lo rechazó como otras veces y quedaron para el día siguiente. Cuando volvimos a casa, subí a mi habitación, saqué la bolsita del armario y la metí en el bolsillo de mi vestido. En la cocina, mamá abría los estuches y las tapas de las bebidas. Miré hacia el jardín: se había levantado algo de aire y las ramas de los almendros se movían a izquierda y a derecha, como brazos que me saludaban. 

13/7/12

LUCÍA, RELATO GANADOR DEL XXV CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATOS POLICIACOS

 Entré para ver quién había ganado y me encontré con que se trataba de mi relato.¡¡Contentísima!!



http://www.semananegra.org/index.html

17/5/12

GANADOR DEL I CONCURSO DE MICRORRETALES

Fotografía tomada de la red.



Por el placer de verme reflejado un instante en el terror de tus ojos, le contestó el asesino.


http://microrretales.wordpress.com/2012/05/17/fallo-del-i-concurso-microrretales/

16/5/12

LA COCINA DE LA ABUELA GANADOR DEL I CONCURSO DE RELATOS AG



En vacaciones y fiestas, pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina de la abuela Isabel, la estancia más grande de toda la casa. Tablas y cuchillos; sartenes, cacerolas de cobre, ristras de ajos y pimientos secos, colgando del techo; saquitos de cacao, azúcar, harina y legumbres sobre las encimeras de mármol; armarios repletos de conservas y mermeladas; potes de caldos hirviendo en los fogones y dulces haciéndose en el horno. Un corazón que latía a ritmo de huevos batidos, coplas, risas y algún grito acompañando el estruendo de loza al romperse. Me gustaba el ajetreo, la mezcla de olores dulces y salados, los golpes del cuchillo en la madera, fileteando ajos y picando cebollas.
Pronto me incorporé al trajín de los guisos y los asados para familiares y jornaleros. Al principio mi abuela me mandaba para el piso de arriba a estudiar las asignaturas del curso, pero la convencí para que me dejara pasar las mañanas en la cocina, con la promesa de que dedicaría las tardes al estudio. Subía a mi habitación después de comer, abría el libro de Lengua, leía varias veces las perífrasis verbales, no me enteraba de nada, lo dejaba abierto, salía por la ventana y me iba al río a coger berros para la ensalada.
Cuando caía la tarde, volvía a la cocina donde mi abuela cuajaba tortillas de camarones, escabechaba jureles o asaba chicharros. Bajo la dirección de Julia, la vecina que nos ayudaba, yo me iniciaba en los postres. Arroz hervido en leche, con un tirabuzón de piel de limón, natillas espesando, con un palito de canela, mouse de chocolate negro, plátanos al ron o granadas con vino y azúcar.
Pero era en las vísperas de las fiestas cuando más se cocinaba. Estofar perdices, cocinar las gallinas en pepitoria, rellenar buñuelos de nata y chocolate, hacer roscos, galletas, milhojas y bayonesas con cabello ángel. Tenerlo todo listo para cuando la casa se llenara de gente. Venían mis padres, mis tíos y mis primos. Unas treinta personas. Como había mucho trabajo, Julia se quedaba a dormir en la casa y se traía a su hija Nati. A ella le gustaba remover el azúcar dentro de un cazo con la cuchara de madera, hasta conseguir caramelo líquido para los flanes. Pero lo que más le gustaba, era hundir el dedo en la cazuela donde se enfriaba el chocolate negro, sacarlo con un dedal tibio y meterlo en mi boca.
Decidí, sin saber cuándo, que sería cocinero, pasaría el resto de mi vida entre pucheros, y desnudaría con mi lengua, el dedo de Nati. Me gané a mi madre cuando me puse el delantal y cociné en casa mi primer plato de callos. A mi padre le costó más renunciar al hijo universitario, pero, entre trocitos de pan mojados en salsas, torrijas, dulce de leche y la fogosidad de las siestas con mi madre, comenzó a soñarme un gran cocinero.
http://actualidadgastronomica.es/la-cocina-de-la-abuela-ganador-del-i-concurso-de-relatos-ag/

11/4/12

GANADORES Y FINALISTA DE LA SEMANA EN WONDERLAND

ELEMENTAL (Ganador)
 
Mientras Watson se acuclilla junto al cadáver, Holmes, envuelto en la nube de humo que sale de su pipa, examina la habitación. Mientras Watson observa el puñal que la víctima tiene clavado entre los omoplatos, Holmes repasa las paredes desnudas, sin una sola puerta o ventana, estudia el cubo de muros lisos que los rodea. Mientras Watson, seguro de que el hombre ha sido asesinado, se pregunta cómo el asesino ha podido salir de aquella trampa sin escapatoria, Holmes, confundida su silueta con el humo del tabaco, se pregunta intrigado cómo han podido, Watson y él, llegar a aquel lugar.
Jesus Esnaola 

LA RABIA (Ganador)

Seguíamos jugando a las canicas, como si nada. También Pablo. El alboroto de la calle, contrastaba con el silencio tras las rejas. La tarde se iba por los tejados. Apenas veíamos, pero ninguno quería retirarse. Una y otra vez lanzábamos los bolindres sin tino. Hasta que le tocó a Rafa y su bola hizo carambola con la de Pablo. Entonces se oyó el llanto a gritos de la madre. Todos nos acercamos a la ventana para ver a Paquito, como muñeco de cera, inmóvil sobre la cama. Todos menos su hermano Pablo que la había emprendido a puñetazos con Rafa.
Lola Sanabria


LA QUEJA INFINITA (Finalista)
 
Llevamos media vida así. Tú siempre con la boca abierta; yo barriendo y despejando el camino. Sin un respiro. Para no ovillarnos en el suelo, aletargados con el hedor letal de la inmundicia y no acabar sepultados bajo su peso. Media vida es mucho y estoy cansada. Esperaré sentada, aquí en lo alto, como juez de silla, sin hacer nada. Saltarán los batracios, se arrastrarán los reptiles por tus zapatos. Se amontonarán y subirán hasta tu barbilla. Y una de dos: o cierras la boca de una maldita vez, o te tragas y te ahogas con tus sapos y culebras.
Lola Sanabria

Hacia el minuto 46:13

Locutora: es una de las clásicas, felicidades por este microrrelato. Envió otro que es la "Queja infinita."
Comentarista: aspecto a destacar es el excelente uso del lenguaje. Progresa frase a frase con la precisión de un estilete que nos va metiendo en la historia. Adicionalmente se caracteriza por utilizar un tono poético que no le resta fuerza al microrrelato.

(Comentarios traducidos por Pepe Calduch. Gracias, hermoso).


14/3/12

WONDERLAND- GANADOR Y FINALISTA DE LA SEMANA

 

EN LA SALUD Y EN LA ENFERMEDAD  

Se acabaron las risas histéricas de Rosa, el soliloquio sin sentido de Pablo, el llanto continuo de Ernesto, el soniquete de lamentaciones de Ángel, las regañinas maternales de Raquel. Todo se lo llevó el día. Llegó la noche y vino el auxiliar a empujar la silla. Me llevó a la habitación, subió los pedales y me ayudó a acostarme de costado. Pasé mi pierna derecha por encima de su izquierda y enlacé su cintura con mi brazo. Los dos solos, sin ruido, pegaditos... Un esfuerzo más y acerqué mis labios a su cara para dejarle mi beso de buenas noches.


SUFRIMIENTO CORONARIO

Cuando yo llegaba del instituto, ella ya estaba allí. Mi hermano y su novia, abrazados y besándose en el sofá. Saludaba, rastreando la mirada por el suelo, aguantando la punzada en el pecho, el golpe brutal en mis venas. Entraba en mi habitación. Tumbado en la cama, intentaba anestesiarme con música. Pero ella era caudal sin diques de contención. Iba a la cocina, sacaba el cuchillo del cajón y lo hundía entre mis costillas. Las separaba con las dos manos, sacaba el corazón palpitante y lo guardaba en el frigorífico. Y allí se quedaba, esperando a que ella se marchara.

 Hacia el minuto 47:40

http://www.rtve.es/alacarta/audios/wonderland/wonderland-flashback-aquell-efecte-ens-porta-moment-concret-del-passat/1348103/

Y aquí la traducción. Mil gracias, Agustín.

Un relato muy tierno, lleno de vida, emoción, empuje y nervio narrativo. Muestra de forma vaga el lugar donde se desarrolla la acción, pero sin ser muy explícita a la hora de concretar el lugar preciso, el escenario en sí. Dejando en el aire y en la imaginación del lector si la acción pertenece al mundo real, onírico, o al mundo de los deseos y los sentidos. También es muy interesante destacar el papel del narrador. El lector llega a conclusiones a las que el propio narrador no ha podido llegar. El título aún envuelve la historia en un halo de misterio que difumina todavía más ambas identidades, sin desverlarlas, confundiéndolas. Un texto construido con pequeños detalles, ínfimos gestos, y con un pulso firme, rotundo.