NOTA DE PRENSA
Lola Sanabria, ganadora del Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores 2013 de la Obra Social ”la Caixa” y Radio Nacional de España.
A la quinta edición del concurso se han presentado 1.572 relatos escritos por personas mayores de toda España, cifra que supone un aumento del 37 % respecto a la edición del año anterior (1.154).
La mayoría de los autores proceden de la Comunidad de Madrid (477), Cataluña (248), Andalucía (278) y la Comunidad Valenciana (109).
El objetivo de la iniciativa, organizada por la Obra Social ”la Caixa” conjuntamente con Radio Nacional de España y con la colaboración de La Vanguardia, es estimular el hábito de la lectura, el uso de la imaginación y la actividad creativa entre la gente mayor.
EL VIAJE
La tarde anterior metió y sacó la ropa de la bolsa de viaje varias veces, desasosegada, no conforme con lo que había decidido llevarse. Pero siempre, encima de un jersey o una blusa, como una piedra sobre papeles para impedir que vuelen, la brújula. Se la regaló su padre cuando la enfermedad le ganó la partida postrándolo en una cama para siempre. Él la solía llevar en sus largas caminatas por el campo, caminatas que el médico le prescribió y que retrasaron el final inevitable. Ella nunca entendió para qué la llevaba si no se alejaba de senderos conocidos y cercanos al pueblo. La dejó con el brillo de haberla lustrado mucho con el sudor de la mano. Y después de años olvidada sobre el estante, entre libros empolvados, se acordó de su padre sin saber por qué y decidió llevarla en el viaje.
Se levantaron muy temprano, cuando el amanecer asomaba con una luz pálida entre las ondulaciones de la sierra. Durante el desayuno, él estuvo mirando el mapa en la cocina, uniendo distancias con un rotulador rojo, entre sorbo y sorbo de café. Un viaje corto, no más de tres horas, como mucho cuatro. Eso dijo cuando volvió a plegarlo por los cuatro dobleces de costuras avejentadas.
Cerraron ventanas, bajaron persianas y se aseguraron de dejar los grifos bien cerrados, antes de dar varias vueltas a la llave de la puerta de la casa.
Ya en la calle, ella soltó la bolsa en el suelo y él, antes de meterla dentro del maletero del coche, hizo el primer comentario. Seguro que la has llenado, dijo con la acritud que mostraba siempre que iban a hacer un viaje.
El sol daba de frente en el parabrisas cuando él comentó que iba a detenerse a echar gasolina. Ella giró la cabeza para mirarlo y, entre sorprendida y enojada, le reprochó que no hubiera llenado el depósito antes de salir, como quedaron. Mientras el empleado ponía la gasolina al coche, entraron en el bar de carretera y se tomaron otro café. Ella con un mollete con tomate y aceite de oliva y él con un dónut de chocolate.
Volvieron a la carretera. El viaje transcurría con la pesadez de un día de verano que ya mostraba su lado más duro en los campos de tallos cortos, amarillos, secos. Él puso la radio. Ella torció el gesto. La música disco le levantaba dolor de cabeza, pero no dijo nada. Buscó en el bolso, sacó el MP4 y se puso los auriculares. Aun así, el sonido se colaba entre los intersticios de las orejas machacando la voz de Leonard Cohen.
La despertó el ruido de la gravilla bajo las ruedas del coche, el tránsito de deslizarse por la carretera de manera uniforme, a la reducción de velocidad hasta detenerse frente al restaurante. Miró el reloj y comprobó la hora. “¿Aún no llegamos?”. La pregunta quedó flotando en el aire, sin respuesta, durante unos segundos que parecieron de alquitrán, luego él contestó algo enfadado con un no seco que atajaba cualquier posibilidad de seguir hablando.
Comieron en silencio. Él desplegó el mapa sobre la mesa y, entre las judías con chorizo, el churrasco y la tarta de chocolate, estuvo estudiando, como si fuera un laberinto, aquella línea quebrada y roja. Ella lo miraba entre irritada y temerosa, mientras se llevaba a la boca unas judías verdes, una porción de lubina a la espalda y un trozo de manzana, pero no hizo ningún comentario.
La tarde fue un sinfín de asfalto gris metalizado, pájaros en bandada abandonando árboles, nubes estiradas y rojas alejándose con la monotonía de la marcha uniforme del coche. Tres horas. Cuatro como máximo. Y sin embargo ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que salieron de casa? Para llevar la cuenta exacta debía mirar la esfera del reloj pero sabía que él estaba atento, aunque tenía los ojos clavados en un punto fijo de la carretera, y que detectaría esa mirada, y seguramente acabarían discutiendo. Una de esas discusiones agotadoras, sin salida. Y ella estaba muy cansada. Así que lo dejó correr.
Dame un chicle, anda, pidió él cuando ya la línea del horizonte se había cargado de sombras. Ella buscó en el bolso. Lo vació sobre su falda. No tengo, dijo con un suspiro de resignación. ¿Cómo que no tienes? Tú eras la encargada de comprarlos. Al fondo, entre las lomas, se abrió un camino de luz quebrada. Tormenta, dijo ella con un tono triste de voz. No quería hablar de chicles. En realidad era mejor no hablar de ninguna cosa porque lo sabía, sabía que él estaba muy irritado y que necesitaba descargar su furia. Así que no has comprado, dijo rechinando un poco los dientes. Yo creo que sería mejor parar el coche y coger la brújula, dijo ella de repente, buscando alivio a aquel ahogo que sentía al final del esternón. ¿Y para qué te has traído la brújula? No se te ocurren nada más que tonterías, dijo él lanzándole una mirada de soslayo. Sin embargo, ella detectó algo que no era el desprecio de otras veces, algo que se parecía mucho al miedo. Para orientarnos. Él abrió la boca como para contestar pero no dijo ni una palabra. Una lluvia de granizos repiqueteó en el parabrisas. El fin del mundo, comentó ella. Tonterías, dijo él. Los granizos engordaron y el golpeteo en los cristales fue una amenaza firme de ruptura. Él sacó el coche de la carretera y lo detuvo en el arcén. Enseguida se vieron acorralados por los trozos de hielo que arreciaban y repicaban furiosos. Una cortina blanca los aislaba del exterior. No veían nada que no estuviera dentro del coche. No escuchaban otra cosa que el batir incesante del agua congelada. No olían nada que no fuera el miedo que los mantenía rígidos en sus asientos, esperando. Pero ¿a qué esperaban?, se preguntó ella en aquel tiempo muerto, detenidos en cualquier arcén de cualquier carretera. A que escampara, se dijo para tranquilizarse. Sin embargo, no había ni la más mínima señal de que el cielo se fuera a despejar en mucho rato. O tal vez nunca dejara de caer granizo. Nunca, pensó, y sintió de repente el aleteo de la muerte batiendo sus alas en aquel espacio tan pequeño, como una tumba para dos. Sería estupendo, se dijo, girarme, girarnos, y fundirnos en un abrazo. Lo sería si eso pudiera, de alguna manera, desnudarnos de la mortaja con la que cada uno se ha ido vistiendo en los últimos años. De repente él se volvió y dijo: Estamos perdidos. Lo dijo con resignación, con algo de pena. Lo estamos, confirmó ella. Podemos coger la brújula, sugirió él, bajito. Podemos. Habrá que esperar a que escampe, concedió ella.
Fuera, el granizo se amontonaba sobre el capó y ya había ganado medio cristal del parabrisas.