Quizá fue el café de las siete de la tarde. Tal vez la discusión acalorada con mi marido. Es posible que la visión de la fotografía de la niña con una mosca bebiendo el jugo del lagrimal. El reloj de la vecina acaba de dar la una. Me giro hacia la izquierda. Duerme. Pasan secuencias de mi vida y la fotografía que vi esta noche en la televisión. Todo se mezcla dentro de mi cabeza como si fuera una batidora. Mi padre en calzoncillos con un zapato en la mano. La niña respirando miseria. Una mancha de patas y sangre en la pared encalada de la habitación. Papá matando mosquitos a las dos de la madrugada. Moscas amontonadas en la miel del tirabuzón que cuelga del techo. El olor penetrante del matamoscas con que mi madre fumiga la cocina. El zumbido aleteando en mis oídos y el pinchazo. Mi hermana llorando y llamando a gritos a mi madre desde la mecedora. “Como tu padre no saque el estiércol, nos van a llevar en procesión”, escupe la abuela las palabras con rabia, desde su cuarto, al pasillo de la casa. Paños de vinagre para espantar a las pulgas. Mi hermana huele a vinagre. La niña tiene metido en la boca el pezón de una teta larga y seca. Abre los ojos y llora sin lágrimas: la mosca se bebió el jugo del lagrimal. La televisión sigue encendida en mi cabeza. Las tres de la madrugada en el reloj de la vecina.
Me levanto y voy al salón. Desde la ventana veo los edificios del barrio y las farolas abriendo puntos de luz en el hollín de la noche. Hace meses que no llueve. La lluvia limpiaría el ambiente. La lluvia aleja a las moscas del pan y la sopa. Sopa de ajo sobre las trébedes y cucharas rebañando el fondo de la sartén. La lluvia haría crecer la hierba para las cabras. Las cabras darían leche y cubrirían de carne las piernas de la niña. Me siento en el sofá y enciendo la televisión. Gregory Peck se viste con el traje de Atticus. La hija es especial. Todo es cierto en la memoria de la hija. Un padre estupendo. Imperfecto. Diferente. Lloro un poco al final de la película. El rectángulo de la ventana se aclara. Amanece.
Apago el televisor y voy a la cocina. Abro el frigorífico y saco el helado de chocolate. Hay una nota pegada a la puerta con un imán. El jueves tengo cita con la ginecóloga. Chocolate, negro como la niña. Cierro los ojos y dejo que se derrita en mi boca. Vuelve la niña de la fotografía. Imagino que asoma una manga blanca con una mano que espanta la mosca. Dos golpes de párpado y la mano sale del rectángulo y vuelve a entrar con una cuchara. Tres golpes de párpado y la niña come. ¡Qué bueno está el chocolate! Abro los ojos. Mañana, ginecóloga, me avisa la nevera que evita que las moscas estén sobre la carne. Acabo con el helado.
Los animales fuera de las casas. Las casas no tienen pulgas. El lagrimal drena líquido transparente. La niña come. Tengo sueño. Vuelvo a la cama y lo abrazo por detrás. Enredo mis dedos en el vello suave de su pecho. Huele a tabaco, limón y mandarina. Acerco mis labios a su oreja izquierda. “Quiero que hagas esa cuna”, le digo. El reloj de la vecina acaba de dar las cinco. Duermo.