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Tomada de la red |
Aquella casa, ¡ay la
casa sin gallinero ni gallinas! Blanqueada y limpia. Mejor que la chabola, qué
duda cabe, del maestro merchero. Ni punto de comparación con las penurias del
hombre. Tampoco con su talento para darles esquinazo a los guripas.
Mi
padre era un chatarrero que, como se veía venir por las ascuas en sus ojos y el
babeo cada vez que se la cruzaba en la calle, se fugó con la hija de la
Florerilla, una morenita muy guapa, y dejó a mi madre con una mano delante y
otra detrás y una nueva barriga. Aunque, eso sí, él nunca pisó la cárcel a
pesar de que se rumoreaba por los pueblos, que andaba con la radial afanando
raíles de tren. Tenía la costumbre de ir de un lado a otro siguiendo el camino
de las vías, y en una de esas, como estaba más sordo que una tapia por unas
infecciones muy malas, no oyó venir al tren y se lo llevó por delante. Me quedé
sin padre y sin las monedas que mi madre me mandaba ir a mendigarle. Así que
tuve que buscarme la vida yo solito. Porque no iba a cargar con los cinco
mocosos que andaban todo el día con la boca abierta como polluelos hambrientos.
La
primera vez que me enchironaron fue por aliviar bolsillos ajenos de sus carteras.
Pasé un tiempo entre rejas, en compañía de todo tipo de pillos. Allí conocí al
Culebras. Mercadeaba con hierba y pastillas. Lo que le caía en mano. Un tío
legal el Culebras. Si ibas a medias con él, siempre repartía. Con él me metí en
el negocio. Y ahí me desvié del camino del maestro. Pero, como ya he dicho,
tenía que buscarme la manduca. Entraba y salía de la cárcel como Pedro por mi
casa. ¡Vamos que me saludaba todo dios! ¿De vuelta Escalichao?, poco has
tardado esta vez, me saludaban los guardias. El Culebras y yo, dos celebridades.
De
pasar por la biblioteca, nada. Coger un libro, ni en broma. Lo intenté, por
seguir los pasos del maestro, pero era un coñazo eso de la lectura del loco ese
que andaba peleando con molinos. Aunque yo al Culebras lo ganaba en educación.
Sabía leer y escribir, lo que el desgraciado, ni la o con un canuto. Eso tengo
que agradecerle a mi padre. Él me enseñó las letras, a pescozón limpio, que
venían en los libritos de papel de liar tabaco.
Mi
actividad en el trullo iba ligada al trapicheo. Al Culebras le pasaba la
mercancía un guardia y él la guardaba en su celda, vete tú a saber dónde, y
luego la distribuíamos bajo pedido y canjeo de pago en el momento de la
entrega.
El
Esquinao era un mal bicho. Uno de esos que no te miran bien; y no porque fuera
bizco, sino porque era puro veneno. Quería de todo para luego revenderlo él. En
cuanto el Culebras se pispó del asunto, le cortó el grifo.
Que
fue obra del Esquinao el incendio de la celda del Culebras, no quedó la menor
duda. Del sofoco, al colega le arreó uno de esos yuyus que lo dejan sin conocimiento
y que lo llaman ausencias. Y el menda, o sea yo, me lancé como un poseso dentro
y lo saqué a rastras porque me dio por pensar que con él se achicharraba el
negocio.
Y
aquí estoy, en el hospital, con vendajes que me cubren la cara menos los ojos,
con el Culebras a mi lado, tan quemado o más que yo. Me llaman héroe. Soy el
puto héroe. Recibo toda clase de visitas y parabienes. Hasta el alcalde ha venido
a visitarme. Yo me dejo querer. A ver qué puedo sacar de todo esto. Porque digo
yo que algo tiene que sacar quien arriesgó el pellejo por salvarle la vida a este
desgraciado.