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16/10/23

APRENDIZAJES. SELECCIONADO MES DE SEPTIEMBRE EN EL CONCURSO DE MICRORRELATOS DE ABOGADOS

 







Sobre la mesa de la sala que presido en el Juzgado, hay un florero con varas de lavanda. Me lleva de retorno, en el recuerdo, al lugar donde fui feliz. Cerraba los ojos para formular el deseo y aparecía mi padre a lo lejos, levantando polvareda en el camino. Antes de entrar en la casa, se paraba un momento y aspiraba el perfume de las flores. Decía que aquella maravilla era fruto de un pacto entre agua y tierra.
Volvíamos del Juzgado. Por primera vez fui a ver cómo mi padre dictaba sentencia. Yo iba conectada con unos auriculares oyendo música y no oí su voz de alarma. Un volantazo esquivó al arce parado, imponente, en mitad de la carretera. «Presta atención a lo que estés haciendo. Tanto si juzgas un delito, como si conduces un coche. Son vidas que dependen de ti», dijo. Echo de menos a mi padre.

26/12/22

LA ESPERANZA. Relato seleccionado en el mes de octubre. Concurso de microrrelatos sobre abogados.


Tomada de la red.

Creí que con el tiempo la piel se me haría más gruesa, pero no ha sido así, la siento cada vez más fina. Me cuesta finalizar la batería de preguntas sin que se me quiebre la voz de puro dolor. Me avergüenza decir esto con una criatura reventada por dentro que no vierte ni una lágrima. Es especial, me digo. O tal vez la endureció la barbarie. La reforma de la ley de aborto, con sus nuevas cláusulas, hará posible que Saray, con trece años y un cuerpo y una mente sin haber llegado a su plenitud de maduración, no pase por un calvario. Yo conseguiré que caiga todo el peso de la justicia sobre su tío, un miserable depredador. Y ella tendrá futuro con toda una vida por delante.

24/5/22

HUIDAS. SELECCIONADO EL MES DE ABRIL EN EL CONCURSO DE MICRORRELATOS SOBRE ABOGADOS

 


Hace calor. Ni una brisa ligera que mueva las ramas y traiga el olor del jazmín y el cardamomo, el del sudor del animal en la carrera. Pero el legado de mi pueblo pone alas en mis pies. Rememoro. Ella se mueve como gacela bajo el baobab. El ritmo lo lleva dentro. Echamos los malos espíritus entre danzas y besos.

Ya estoy cerca. Lo conseguiré. Sobrevivir para empezar una nueva vida. Ese es el plan. Estudiar abogacía. Halima y Ajani. Los dos juntos para defender a nuestra gente. El dulce olor a sangre derramándose en la tierra se acerca. Él lucha por alcanzarme, aun herido. Yo por ponerme a salvo en nuestra aldea.

18/5/20

APLAZAMIENTO. SELECCIONADO EN EL MES DE ABRIL EN EL CONCURSO DE MICRORRELATOS DE ABOGADOS

Ambos entendemos lo que siente el otro y sabemos que un abrazo ...
Tomada de la red

Si yo iba a la cocina, tú te quedabas en el salón. Si entraba en el cuarto de baño, tú te afeitabas en el aseo. Mientras yo dormía, tú descolgabas del tendedero la mascarilla, cogías la lista común y hacías la compra. Si yo veía las noticias en la televisión, tú oías en la radio que aún no había vacuna para el coronavirus. Propagación era la palabra maldita mil veces escuchada. Necesitaba calor humano. Y allí estabas tú. Comenzamos a buscarnos. A dejar una mano sobre el aparador para que el otro la rozara al pasar. A sentarnos juntos en el sofá. A volver a compartir la cama. A querernos. Cuando juntos vencimos la pandemia y se acabó el confinamiento, fuimos de la mano al despacho del abogado, rompimos los papeles del divorcio y los lanzamos al aire. Fueron cayendo como copos de nieve hasta desaparecer de nuestras vidas.

20/12/18

DULZURA

Tomada de la red

Cuando mamá derretía azúcar en la cocina, mi hermana y yo entrábamos en trance navideño. El olor a caramelo líquido corría por toda la casa y se colaba a través de  nuestras narices hasta llegar al flujo sanguíneo. El corazón bombeaba dulzura a espuertas. Estoy seguro de que si nos hubieran hecho una analítica, en aquellas circunstancias habría dado diabetes y mamá se habría sentido muy desgraciada y culpable. La doctora debía saberlo y cuidaba de no mandar hacer esta prueba a nadie del pueblo, especialmente a los niños, durante esas fechas. Ella misma también colaboraba con el derroche general dejando en su consulta el cuenco de caramelos a rebosar. Después de todo, quién podía negarnos una golosina en fechas tan señaladas. A todos se nos nublaba la razón y nos olvidábamos de empachos y caries durante unos días.
            Las garrapiñadas de mamá eran las mejores del mundo. Por eso pasaba lo que pasaba. Aunque las guardara en las profundidades de un arcón con ropa que jamás de los jamases se nos ocurría abrir el resto del año, seguíamos el rastro del caramelo y las almendras, con el olfato de perra de caza que despertaba en mi hermana para la ocasión, y no eran pocas las veces que encontrábamos nuestro tesoro escondido entre las mantas y la naftalina. Se lo cobraba bien: el doble siempre para ella.
            Cuando llegaban esos días especiales de pavo, pato, gallina, gallo o lo que hubiera en el corral esperando para presentarlo en la mesa asadito y chorreante de salsa de manzanas, mamá iba a su escondrijo, con la vana ilusión de encontrar lo más preciado, y se daba de bruces con la realidad: un año más que sus hijos se habían adelantado. Nos regañaba, sí, pero con la boca chica. No comer por haber comido, como decía el abuelo, no era ninguna tragedia. El que sí se enfadaba bastante era papá. Pero mamá lo aplacaba al recordarle su diabetes. Por un día no iba a pasar nada, murmuraba él resignado.
            Aquellas navidades, el robo de los dulces se perpetró por alguien ajeno a mi hermana y a mí. Todos sospechamos de papá por varias razones. La primera fue porque se empleó a fondo en consolarnos cuando nos dimos cuenta de que las garrapiñadas habían volado. Se veía a la legua la culpabilidad en la cara . Y la segunda, llevarnos ante el escaparate de la tienda de juguetes de doña Rosita para que eligiéramos el que más nos gustara, sin límite de precio. Era sabido por todos que si los padres decían que no a tal o cual juguete, aunque los hijos lo incluyeran en la carta, los Reyes Magos no hacían ningún caso a estas peticiones. De regreso a casa, después de que mi hermana y yo hubiéramos apuntado con el dedo a una Nintendo y al coche teledirigido, papá iba cabizbajo y lento en el andar.
            Mamá estaba en la cocina preparando una sopa de marisco. Giró la cabeza cuando nos oyó entrar sin dejar de mover la cuchara de madera dentro de la olla. La soltó de repente y dio un respingo.  Papá  acababa de desplomarse sobre el suelo del recibidor. Mi hermana y yo  nos quedamos alelados, sin movernos, sólo mirando, como si no fuera con nosotros lo que estaba ocurriendo.
            Mamá corrió a arrodillarse al lado de papá. Lo llamó varias veces, sin obtener respuesta. Le levantó una mano y la soltó. Cayó como tonta sobre el parqué. Aplicó la oreja derecha al pecho. Le puso la mano cerca de la nariz y la boca. Después, se levantó y tras mandarnos a nuestro cuarto y sin rechistar, llamó al  abuelo. Nosotros, recuperados de la conmoción, espiábamos todos los movimientos desde una rendija de la puerta.
            Entre mamá y el abuelo levantaron el cuerpo, lo llevaron a la habitación de papá y mamá y lo tumbaron en la cama con zapatos y todo. Luego salieron sin hacer ruido, como para no molestarlo, y mamá  fue a contarnos a mi hermana y a mí que papá estaba algo indispuesto, con tanto dulce, y se había acostado. Prohibido entrar a despertarlo. Cenaríamos los cuatro solos. Antes éramos más, pero desde que papá y el tío Alfredo llegaron a las manos una Nochebuena, no volvimos a juntarnos con los tíos y los primos. No era plan desperdiciar la comida con el hambre que estaban pasando los niños en el mundo, dijo . Y al decir esto lloró un poco. Pero enseguida se limpió las lágrimas con el pico del delantal y volvió a la cocina a terminar de hacer la sopa.
            La cena fue como siempre, solo que sin papá y con mamá más sensible y con más ganas de felicidad que nunca. Regañó al abuelo porque comía sin tino y se iba a poner malo. Mi hermana se atragantó con un langostino o dos, no sé cuántos tenía en la boca. Mamá se puso muy pesada y mi hermana y yo tuvimos que cantar El tamborilero acompañados por el abuelo que hacía ruido con una cuchara y la botella de anís. Entre unas cosas y otras nos dieron las doce. Mamá se empeñó  en que viéramos La Misa del Gallo en la televisión, algo que se salió del guion de años anteriores. Tampoco encontraba el momento de mandarnos a la cama aunque estábamos que nos caíamos de sueño. Retrasó todo lo que pudo el momento, pero a eso de la una de la madrugada, cuando ya no quedaban ni ánimos para cantar, ni algo para comer o beber, se rindió, al fin. Se levantó del sofá con un suspiro hondo de resignación,  arrastró los pies por el pasillo hasta la habitación, volvió enseguida al comedor y nos anunció: «Vuestro padre nos ha dejado».