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8/8/23

CEGUERA- Seleccionado en el mes de junio en el concurso de microrrelatos de abogados

 

                                                             Tomada de la red

 

Brillante, acostumbrado a ganar litigios complicados en el estrado y a machacar a sus contrincantes en las elecciones al Colegio de Abogados, se tenía a sí mismo como un esposo y padre afable y justo en los castigos y no aceptaba de buen grado su retirada. Pactar con él no había sido fácil. Podría recorrer la casa a pie de mar que siempre quiso alquilar su mujer, y él le negó, para las vacaciones; ver a las pequeñas dormir plácidamente; a las mayores con un bullicio alegre en la cocina; a su mujer, con los labios sujetando un ramillete de alfileres y una sonrisa, mientras metía la bastilla de la falda para la fiesta en la playa. Entendería por qué le supo raro su café y, entonces, solo entonces, aceptaría subir a la barca, acompañarme al otro lado y dejar a la familia vivir en paz, sin amenazas, ni golpes.

16/7/22

UN LUGAR DONDE VIVIR. MICRORRELATO SELECCIONADO EL MES DE MAYO EN EL CONCURSO DE ABOGADOS

 



 Tomada de la red

Me tocó a mí inscribir a Elvira. Amaneció con luz ceniza y manto lluvioso. Parado a la entrada, sin paraguas ni ganas de dar el paso para cruzar la puerta, la miré. Temblaba. Tenía las zapatillas empapadas. El pelo chorreando. El vestido pegado a su cuerpo desamparado. Me quité la chaqueta y se la puse por los hombros. Me miró y esbozó una tibia sonrisa. Gracias, dijo. ¿Gracias? Mamá había muerto. Las dos se cuidaban. Y el pronunciamiento desde el principio de Azucena, que de flor solo tenía el nombre, favorable a la incapacitación judicial por enfermedad mental y el ingreso en un centro, como la mejor opción, acabó por convencerme. Aquello era un asilo. No era sitio para ella. Me agaché a recoger la maleta, agarré del brazo a Elvira y volvimos al coche. ¿A dónde vamos, Ángel?, preguntó mi hermana. A casa, respondí mientras le acariciaba la cara.

10/4/22

QUIEN A HIERRO MATA. SELECCIONADO EL MES DE FEBRERO EN MICRORRELATOS SOBRE ABOGADOS

 

                                                                 Tomada de la red



Después del desestimatorio del recurso presentado por su abogado no pudo evitar la cárcel. Solicitó la de reciente construcción, bajo su mandato. Ahora se arrepentía de no haber ordenado celdas más espaciosas. Las comisiones de unos y otros hicieron que la constructora abaratara costes. Había sala con wifi pero, acceso restringido a internet. Claro que empatizar, con sobre bajo cuerda, con el director del centro le había allanado muchos caminos. Tenía trato preferente en todo. En nada, estaría en la calle, pensaba satisfecho mientras miraba desde la ventana el valle, cauce de río o algo así, dijeron los ecologistas, siempre dando guerra.

Y entonces comenzó a moverse la cama, la mesilla, el sillón… un rumor que fue creciendo hasta convertirse en bramido. El edificio, construido sobre arenisca y con materiales de bajísima calidad, cayó hasta convertirse en un montón de ladrillos que escupía polvo al cielo.


30/3/22

LA FLOR. RELATO INCLUIDO EN EL LIBRO DEL XV PREMIO OROLA



Aquella humilde flor parecía nacer del muro. De pétalos delicados, cada uno recogía la savia del saber que dentro compartían profesores con estudiantes, ávidos de cultura. La flor. Regada con ráfagas de lluvia fina que empapaban y fertilizaban la tierra. Gotas de sangre que habían hecho brotar la primera flor preñada de luz. Orgullo de todos. Del polen de aquella primera flor nacieron nuevas que arroparon las paredes y se reprodujeron para dar testimonio de sabiduría y belleza. Levantada sobre cimientos sólidos, la universidad mostraba orgullosa su edificación de siglos. Habían pasado generaciones de españoles, nativos y nuevos habitantes nacidos del mestizaje entre los pueblos. Generaciones que seguían esparciendo la semilla del conocimiento por el mundo.


4/3/22

VUESTRAS GUERRAS, NUESTROS MUERTOS

 

Tomada de la red

Voy de la habitación de mi madre a la de mis niños y a la nuestra; de la cocina, al baño. Día y noche. Los cuento y recuento. Sigue faltando él. A veces ocurre el milagro de unos minutos de silencio atronador. Entonces echo el pestillo, bajo la tapa y me siento en el váter a llorar. Ruedan las lágrimas, redondas y pesadas, por mi cara, bajan y se despeñan en mis rodillas y corren por los cauces secos de las junturas de las baldosas. La primera vez que lloré aquellas lágrimas que se movían bajo la presión de un dedo pero no se deshacían, comenté la rareza con el médico del vecindario y se quedó embobado con aquellas bolitas parecidas al mercurio. Vinieron a llevárselas para analizarlas: agua y sal, poco más. Y sin embargo, densas como metal líquido. Experimentaron con los monos. Ninguno sobrevivió. Muerte por tristeza extrema, determinó el forense. El ejército me ofreció comprar mis lágrimas para la guerra, pero yo no quise. Así pues, cuando un grito tras una detonación me reclama, me pongo de rodillas y busco bien por todos los rincones, las recojo y las meto en un termo grande de acero inoxidable y enrosco bien la tapa para que no lleguen nunca a las manos de mis hijos, para que nunca se usen como armas.

21/6/19

EN CASA. SELECCIONADO EN EL CONCURSO DE RELATOS SOBRE ABOGADOS DEL MES DE MAYO



Tomada de la red

Te lo dije, te dije que me pasaba a la competencia. Mejores condiciones laborales en el nuevo bufete de abogados. Pero no quisiste creerme. Decías que no daba la talla. Me asignaron aquel caso tan importante y fue mi gran victoria. No lo supiste encajar y, a mi pesar, tuve que dejar nuestra casa. A bocajarro, así me abordaste, a la salida del ambulatorio, mientras me ocupaba de contener con un algodón la sangre tras la extracción para un análisis. Comunicar conmigo a través de mensajes al móvil, era imposible. Te los escupía, dijiste. Ahora afirmas que estoy en casa. Pero aquí no puedo ni rebullirme, mezclada con todas aquellas brillantes colegas desaparecidas. Sí, claro, reconozco la repisa de la chimenea sobre la que nos tienes metidas en esta urna, adornando el salón, pero esto no es vida. O muerte. Lo que sea, Alberto, lo que sea.

2/6/19

ES LEYENDA. SELECCIONADO EL MES DE ABRIL EN EL CONCURSO DE RELATOS SOBRE ABOGADOS

Tomada de la red.



Doña Carmen, fiscal muy eficiente, acababa de ver cómo los responsables de apalear a una vagabunda se habían ido de rositas por falta de pruebas. «¡Esto lo arreglo yo!», dijo para sus adentros la mujer de la limpieza, aceptando el desafío.
Salió a la calle y preguntó por una cabina telefónica al señor de la Once. «Tire derecho por esta calle, tuerza luego a la izquierda, y cuando llegue a una plaza con una fuente con amorcillo que mea pis artificial, pregunte». Demasiado lío para la transformación. Pidió al hombre que se echara a un lado y entró y salió del kiosco en un pispás. Subida a un banco, tomó impulso y voló con su capa morada ondeando al viento. Ni callejero, ni nada, con su súper visión localizaría a los malhechores y les daría un escarmiento, como a los acosadores de metro.  Por algo la llamaban la feminista justiciera.

2/11/17

TRÁNSITO


Tomada de la red.


El día que murió Blanquita del Valle nevó durante toda la tarde. Su mamá salió al corral y tocada por un soplo de gracia, levantó la cara al cielo. «Son lágrimas cuajadas de amor», dijo mientras el pelo cambiaba del azabache al blanco para siempre. El papá de la niña cabeceó y no quiso acompañarla en lo que él percibió como un bálsamo para soportar la pérdida.

            Los hombres, recostados en los soportales, sintieron el peso sobre sus sombreros y las alpargatas se les empaparon conforme los copos se descongelaban. En cuanto las mujeres, atareadas en la preparación de altarcitos para el Día de los Muertos, vieron bajar el manto blanco que se deshacía en el suelo como azucarillo, sintieron que las atravesaba como rayo, un escalofrío místico. Aquello era una señal. Un alma pura que se había ido y recién acogió el Señor en su seno. Corrieron a casa de la comadre Lupe y encontraron a la hija amortajada  con su traje blanco. Dormida, parece dormida, decían unas mientras se santiguaban. Un ángel que se va al cielo, decían otras. Y la madre asentía con la misma sonrisa con la que había recibido la nevada milagrera pues como tal había que acoger una nevada en aquel pueblo de México amodorrado por el polvo y el calor endémico.

            Dispusieron el velorio. La niña Blanquita del Valle en el centro, con sus cuatro cirios encendidos. Las sillas alrededor del ataúd blanco para familiares y vecinos. Y en la cocina dulces y café que ayudaran a pasar la noche.

            Ocuparon su lugar la mamá de la difunta, los abuelos, padrinos, tíos,  primos y acompañantes.  El papá no tuvo ganas o fuerzas para unirse a ellos y, una vez pasada la nevada, se tumbó, envuelto en una manta y exudando pena, en la hamaca bajo el eucalipto. Comenzaron las oraciones, las alabanzas de la niña, las frases de consuelo por el angelito que había subido al cielo. Conforme avanzaba la noche y el sueño ganaba algunos párpados que se cerraban y abrían con un sobresalto, se hicieron más asiduas las visitas a la cocina. No se supo quién trajo el aguardiente, pero copita a copita fueron vaciándose las botellas. Y poco a poco, los reunidos cayeron en el sopor del alcohol.

Aún no emergía el sol por la loma que coronaba el gallinero cuando escucharon los gritos del papá. Todos se levantaron de golpe de sus sillas donde dormitaban. Ninguno se enteró de que Blanquita del Valle había abierto los ojos, se había incorporado en su ataúd y había abandonado la habitación.

Corrieron hacia la cocina. Allí vieron a la niña comiendo dulces y al papá tumbado todo lo largo que era, con el pocillo de café derramado sobre sus pies, las manos agarrotadas sobre el pecho y los ojos en blanco. 

El Día de los Muertos llevaron a Blanquita del Valle en andas como a una santita, entre flores de cempasúchil, papeles de colores, fruta, pan de muerto y calaveritas de chocolate o azúcar. Recorrieron el pueblo dando cuenta a los vecinos del milagro que acababa de producirse. Se iban uniendo a la comitiva mujeres, hombres, niños y hasta los perros. Estaban todos. Todos menos los abuelos de la niña que se quedaron en la casa a llorar y amortajar al nuevo difunto, el papá de la criatura. Se prepararon para un velorio sobrio, los dos solos ya que los demás andaban de celebración. Y aunque querían, como es natural, a su hijo, no podían dejar de pensar que su muerte había sido de lo más inoportuna, ¡con lo que les habría gustado pasear orgullosos detrás de la hermosa niña resucitada y gozar un poco de la gloria!

18/9/17

EMOCIONES. SELECCIONADO EN EL CONCURSO DE RELATOS SOBRE ABOGADOS

Tomada de la red.

Sobrevivió al escorbuto, al calor asfixiante, a la escasez de agua y al temporal que acabó con media tripulación y parte del pasaje del barco en el que viajaba. Nada consiguió doblegar su voluntad de hierro. Ya en tierra americana, compró un rancho y se casó con una mujer a la que adoraba. Ejercía como juez, sin que emoción alguna alterara su imparcialidad a la hora de dictar sentencia, hasta el día en que asaltaron la diligencia. Cuando el juez vio el neceser ensangrentado de su amada en manos del ayudante del sheriff, hizo caso omiso del llanto y los gritos del muchacho proclamando su inocencia, y mandó al encausado a la horca. Desde entonces su vida es un infierno. Piensa que tal vez se equivocó e imagina al verdadero asesino acariciando la cabeza de un hijo de la misma edad que tendría, si viviera, el que esperaba su esposa.

22/8/17

TANTOS Y TAN QUERIDOS MANZANOS


Tomada de la red.



Después de enterrar el cadáver a la sombra del manzano, se tumbó en la cama y estuvo durmiendo de un tirón toda la tarde. Cuando despertó la luz aún no se había retirado del todo y había una algarabía de pájaros en los frutales. Salió al huerto y los intentó espantar con palmadas. Alzaban el vuelo y volvían una y otra vez a posarse en sus ramas. Acabarían echando a perder las manzanas, con sus picos acerados, que ya comenzaban a llenar el aire caliente de aroma dulzón, pensó Alicia. Y durante un segundo la tristeza le ganó el ánimo. Si aún estuviera Santiago, se le ocurriría qué hacer, pero el verano había acabado. Abrió la llave de paso y dirigió el chorro de agua de la manguera a las copas de todos los manzanos.  Un alboroto de alas remontando el vuelo se perdió en el cielo con los últimos rayos que agonizaban detrás de la torre de la iglesia. Cerró el riego y se detuvo al lado de la tierra removida y esponjosa. Apretadas, coloristas, pasionales y vivas, jalonadas de risas, le llegaron las imágenes de su último amorío. Se agachó y palmeó la humedad marrón con las dos manos. Estarás bien ahí, Santiago, dijo bajito, antes de retirarse a prepararse un sándwich para la cena.
            Su primer amor se llamaba Andrés. Le dejó el sabor agridulce de un verano de mieles y rosas que comenzó a agriarse un otoño de hieles y cardos y acabó en hiedra y cactus al final del invierno. Se saldó con el afortunado accidente con el pico de la mesa del comedor. A él se le quedó una sonrisa bonita. Ella evitó el papeleo dándole tierra debajo de su primer manzano. Con el segundo, de nombre Marcos, intentó despedirse antes de que las uvas se avinagraran. Él no lo permitió. Se apostaba al otro lado de la calle, toda la noche de vigilante de la casa. Controlaba las entradas y salidas. Increpaba a sus acompañantes, los atacaba. Lo invitó a pasar a su cocina una noche de vientecillo picón y le preparó un cóctel bien cargado. Le encantó. Y arraigó su segundo manzano.

            Se planteó dejarlo. Pero no pudo evitar enamorarse otra vez. Está en mi naturaleza, se dijo, entre confortada y con una pizca de resignación. No luchó más contra la pasión que atraía como imán a los veraneantes de aquel pueblo con encanto, de antiguos pescadores. De todos guarda recuerdos gozosos que van enriqueciendo su interior. Disfruta con sus amantes de días intensos, borrachos de amor. No desea nada más.

            Bebe un sorbo de vino, da un mordisco al sándwich. Sentada en el porche de atrás, la sorprende el colorido de un racimo de fuegos artificiales que se desparrama en el cielo, colofón de las fiestas de verano. Luego recorre con la mirada la hilera de árboles frutales. Luce bien el último manzano.

6/1/17

EL CAMBIAZO



 
Tomada de la red.

En Navidad, nunca faltaban peladillas, turrones ni polvorones en la mesa. Y aunque los Reyes Magos no lo traían todo, siempre me echaban alguno de los regalos que había pedido en mi carta. Eso fue antes de que papá se quedara en casa, sin trabajo ni horizonte de que lo tuviera, como decía mamá. Después las cosas cambiaron. Estaba presente en el momento de mi decepción, cuando desenvolvía el papel de payasos y me encontraba con un par de calcetines, unos calzoncillos, o, como mucho, una caja de lápices de colores que mamá me quitaba enseguida y guardaba para el colegio en un cajón de su cómoda. ¿Ves? — decía papá, viendo mis lágrimas— ya te han dado otra vez el cambiazo. Aseguraba que yo era un buen chico, que me merecía todo lo que había pedido pero que otros niños, no tan buenos, me cambiaban los regalos. Mucha envidia y mucha mala leche, eso es lo que hay, decía mientras me abrazaba.

       A mamá no le gustaba oírlo hablar así. No le digas esas cosas al niño que se las va a creer, le recriminaba. Y luego me sonaba los mocos y me daba un mantecado para que me conformara. Esos pobres niños africanos no tienen ni un mendrugo que comer. Tú tienes suerte. A lo mejor los Reyes Magos les han dejado tus juguetes, decía ella. Y yo sorbía los mocos y cabeceaba como dándole la razón. Pero yo odiaba a los niños africanos que se llevaban mis juguetes.

     Estaba en segundo de Primaria cuando llegaron aquellos vecinos de rellano. Tenían un hijo de mi edad y enseguida vinieron a casa a traérmelo para que lo distrajera. Era un niño bobo, siempre con los calcetines limpios, los zapatos de espejo y la raya en mitad de la cabeza, separando su pelo relamido. No me cayó bien. Pero mamá se empeñó en que fuera amable con él, en que lo ayudara con los deberes. Mira, Julito, que su papá es inspector de sanidad y siempre le dan merluzas en el Mercado de Abastos. A ver si cae alguna. Yo hacía de tripas corazón, aunque nunca vi una merluza en nuestra mesa. El caso fue que tuve que cargar con el pánfilo del Arturito a todas horas, porque mi madre me calló la boca ante un nuevo intento de rebelión diciéndome que a lo mejor nos caían unas gambas o unos langostinos de esos que requisaba el padre por no cumplir alguna normativa.

     Unos días antes de Reyes, veía la televisión con mi vecino en mi casa. No paraban de echar anuncios de juguetes. ¡Me lo pido!, decía él a todo. No puedes, le aclaré en un momento. ¿Por qué no?, dijo de mal humor. Porque los Reyes tienen que repartir, no te vas a quedar tú con todo, le aseguré. Me quedaré con lo que me dé la gana que para eso mi padre es inspector, me gritó. Nos peleamos y él se marchó  muy enfadado.

     Yo había sido el más bueno de todos los niños buenos. Un campeón. Eso no me lo podían negar los Reyes Magos. Aguantar a aquel pelmazo, era motivo más que suficiente para que me trajeran lo que me había pedido frente al televisor la tarde de la riña. Una Santa Fe. Sólo eso. Así que estaba convencido de que ese año harían una excepción y no se la regalarían a los niños africanos.

     La mañana del día seis de enero ocurrió lo de otros años. En lugar de la Santa Fe, me encontré con un papel de pelotas de colores envolviendo un par de calcetines y un jersey que yo creía haber visto tejer a mi madre, pero que estaba claro que no podía ser porque ella no era reina ni maga, ni nada de eso. Se me atragantaron las lágrimas y el mantecado. Un amasijo en la garganta que a poco me ahoga. Papá no estaba en casa porque había ido al pueblo, a ver si la tía Eulalia le pasaba unos huevos para el roscón. Mamá se puso muy nerviosa y me arrastró a la casa de los vecinos. El padre de Arturito me dio un guantazo en la espalda con la mano abierta, y no sé si fue por eso o por lo que vi a los pies del Árbol de Navidad, pero se me quitó el ahogo de golpe. La Santa Fe, MI SANTA FE, para el bobo de su hijo. Así que papá tenía razón.

      ¿De quién es eso?, fue lo primero que dijo mamá en cuanto me vio jugar en mi cuarto con la máquina de tren. Mío, dije yo tranquilamente. ¿Cómo que tuyo? Yo no te he comprado ese juguete. Y tu padre tampoco, de eso estoy segura. ¿No será el regalo de Reyes de Arturito? Acabó la pregunta  con  la voz entrecortada. Es mía, aseguré mientras abrazaba la máquina contra mi pecho. Él me ha dado el cambiazo. Mamá perdió los nervios. Ni recuerdo todo lo que dijo, ni podría recordarlo aunque quisiera porque hablaba tan deprisa que sólo entendí palabras sueltas como deshonra, ladrón, cabrón de tu padre y cosas así. En cuanto apareció papá por la puerta, se enzarzaron en una pelea, durante la cual hubo hasta huevos rotos. Mamá le echaba la culpa de todo y él se la echaba a ella. Cuando me harté de oírlos me puse a jugar con mi Santa Fe. Fue un día inolvidable. Después vino lo de la explicación de los Reyes Magos y, lo más penoso, decidir qué iban a hacer con la máquina de tren. Por supuesto que ni me escucharon cuando les supliqué a moco tendido, que me dejaran quedármela, que la mantendría oculta en mi habitación y nunca la descubrirían los vecinos. Al final optaron por deshacerse de la prueba del delito tirándola a la basura. Estuve toda la noche asomado a la ventana, mirando la bolsa de plástico hasta que se la llevó el camión de la basura.