24/12/09

"LA BUENA VIDA". INCLUIDO EN EL LIBRO DEL PRIMER CONCURSO DE MICRORRELATOS SOBRE ABOGADOS




A los niños no nos pasó nada y mamá sólo se hizo unos cortes con el salpicadero. Pero se empeñó en llevar a juicio al propietario del mercedes. El tío Ramón, excelente anfitrión y mejor gourmet, la invitó a ostras y a champán mientras ella le daba todos los detalles del accidente. Al terminar, él le dijo que no iba a representarla, alegando que no le parecía ético siendo de la familia, y le recomendó un colega, con poco empuje pero muy barato. El día del juicio, fuimos todos al Juzgado. Y allí estaba el tío Ramón como abogado de la parte contraria. Destrozó a mamá con preguntas como: “¿Y no es verdad que usted iba sin cinturón de seguridad?”, y otras peores. Cuando todo terminó, mamá, en plena crisis nerviosa, clamaba por una apelación. El tío Ramón se acercó y le dijo: “Compréndelo, Eduvigis, las ostras valen muy caras”.

26/11/09

TAC


Aquel tac guillotinando cada segundo, parecía una condena a muerte. La celda era la salita y el corredor, el pasillo. Yo repasando la ropa, tú con las gafas cabalgando sobre la nariz, pasando hojas de aquel libro interminable. A las diez en punto, ni un segundo más ni uno menos, metías la llave en la espiga y dabas cuerda al reloj. Luego volvías al sillón y esperabas a que dieran las doce. “Hora de acostarse”, decías quitándote las gafas. Cerrabas el libro sobre la mesita y arrastrabas las zapatillas de felpa hasta la habitación. Yo dejaba el calcetín a medio zurcir en el costurero y te seguía. A los pocos minutos ya estabas roncando. En cambio yo, pasaba la noche en vela escuchando el tac que sentenciaba los segundos. “Uno menos de vida”, dijiste un día y a mí se me quedó grabado aquello en la cabeza. Te empujaba. Te daba codazos. Me resignaba a verte dormir. Intentaba matar el tiempo con la tarta de limón que haría al día siguiente, o con la lista de la compra. Pero era inútil. El reloj estaba ahí, invadiéndolo todo. Tac, otro segundo que se ha ido. Tac, uno más. Cuando daba las horas o las medias, era un respiro, una tregua. Y luego otra vez ese salto de un segundo a otro, machacón, insoportable. Imaginaba que, oculto en las sombras del rincón, entre la coqueta y la mesilla, acechaba algún monstruo, algo inaprensible, sin cara ni forma, y me volvía hacia ti y te abrazaba. Pero tú deshacías el abrazo con una protesta entre dientes, y te dabas la vuelta. Me dejabas sola con el tac del reloj y la amenaza de las sombras. Y yo cerraba fuerte los ojos y me ponía las manos en las orejas. Inútil. El tac atravesaba la piel, la carne y el hueso, para repicar en lo más profundo de mi cabeza. Pasaba así las noches hasta el amanecer. Sabía cuándo estaba clareando antes de que la luz ganara la colcha. Doblaba mi mano derecha por las segundas falanges, la apretaba contra mi boca y abría los ojos en una rendija. Entonces se amontonaban las rayas pequeñas de luz, como una flor sobre la circonita de mi anillo. El anillo de mi madre. Y me entraba el sueño. Porque aquel tac que marcaba el ritmo de la muerte, según tú, se abotargaba con el trasiego de la calle. El ruido del camión de la basura, el silbido de los basureros, el arrastre de los contenedores... Y me dormía. A ti eso no te gustaba. Decías que debería ir al médico a que me recetara algo para el insomnio, que había que dormir de noche, no de día. Nunca te hice caso. Sabía que sería inútil, que el tac del segundero era más poderoso que cualquier medicina. Por eso tuve que hacerlo. Y hoy, al fin, el tiempo no es mi enemigo. No sé qué hora es ni cuantos segundos han pasado de mi vida. Ni quiero saberlo. Sólo quiero vivir. El reloj se quedó parado en la hora, el minuto, el segundo, en que ya no le quedó más cuerda y tú no encontraste la llave para darla a las diez en punto. La llave descansa en el fondo de nuestro pozo a donde la arrojé. Sé que me quieres, que siempre me quisiste, como yo a ti, por eso te alegrará verme dormir toda la noche de un tirón, sin necesidad de medicinas. Aunque tú no pegues ojo echando en falta el maldito tac del segundero.

25/11/09

MI VIDA.

Los edificios parecen cristales de diferentes tamaños y colores. El aire es azul hielo. El parque tiene una capa de escarcha. Invierno. Llevo tantos días, meses, quizás años, viendo pasar el tiempo a través de la ventana, que ya no podría salir a la calle, cruzarla y llegar hasta el puesto de castañas que adivino al otro lado, donde no me alcanza la vista, y pedirle un cucurucho a la vieja que atiza las ascuas en ese fogón improvisado en mitad de la calle. Lo siento. Al principio me rebeló esta muerte a tiempo cierto. No quería saber cómo ni cuándo, pero en esto la medicina ha avanzado mucho y ahora te dicen: “Le quedan seis meses de vida. Como mucho, un año”, y el paciente se muere en los aledaños del tiempo que le han marcado. Yo no. Estiro mi consciencia más allá de lo permitido. Y así pasa, que todo el mundo me ha retirado la compasión. Hasta mi hijo ha dejado de venir a sentarse en la cama para leerme un cuento. Entra, me pregunta qué tal estoy, y no vuelve a visitarme en todo el día. Clara hace lo que puede por disimular su irritación. Me dice que está contenta de encontrarme aquí todos los días cuando vuelve del trabajo, pero suena a dos por una dos, dos por dos cuatro... Una cantinela cansina. Ni Luci, mi perra, quiere darles calor a mis pies tumbándose en la cama. Tengo aparcado sobre la mesilla un libro: “La metamorfosis”. Me lo regaló mi cuñado hace poco y el detalle me llenó los ojos de lágrimas. Porque mi cuñado y yo hacemos pocas migas. Pero conforme iba leyendo, entendí la indirecta. Mi madre decía que se cruza solo al otro lado, que nadie te acompaña ni te puede quitar la angustia. Tenía razón a medias. Es verdad que eres tú el que se va, pero pides que no te suelten de la mano hasta que definitivamente seas ese cascarón vacío que no sirve para nada. Yo también quería que todo terminara. Sentí la agonía de mi madre como un pozo profundo de dolor del que deseaba salir cuanto antes, aunque esperaba que ella no lo notara. Ahora pienso que tal vez sí y por eso hablaba de soledad. Cojo las cosas del revés y las observo de otra manera. Los vivos tenemos esa condición de muertos futuros, pero vivimos como si fuera para siempre. Nos fastidian los que están a punto de pasar al otro lado y no se deciden. Así que comprendo que mi familia esté harta de mi prolongación de vida. Bueno qué, ¿te decides?, me interrogan todos los días con los ojos. Sin embargo yo sé que en cuanto el sol derrita el hielo de esta ciudad paralizada de frío, el calor me dará un nuevo plazo y entonces será indefinido y ellos no volverán a hacerme la pregunta. Simplemente me aceptarán como un vivo sin final conocido, igual que ellos, y todo volverá a ser como antes.

21/11/09

SOMBRAS

Anoche, mi madre me preguntó si había vuelto mi padre del campo. Le anudé la servilleta al cuello y le di cucharadas de sopa mientras la ponía al corriente de las últimas novedades del pueblo. Cuando se cansó, dejé el plato en el fregadero y volví con ella. - ¿Te casaste? - Me casé con Roberto. - Hiciste bien. Una mujer sin marido es como un árbol sin sombra. Saqué del cajón de la cómoda el álbum de fotografías y lo puse sobre la cama. Pasaba las hojas y ella recorría con su dedo huesudo las caras de mi padre, de mis hermanos, la de mi hija a la que dejó en la niñez y ya no reconocía. - ¿Qué hace? - Corre. - ¿Cómo que corre? - Sí, mamá. Tu nieta es deportista. - ¿Y eso por qué? - Porque le gusta. Mira esta fotografía cuando ganó la medalla. - ¿Tiene novio? ¿Se ha casado? - No, mamá. - Nadie se arrima. - Ella no quiere. - Una mujer sin... -... marido es como un árbol sin sombra. Lo sé mamá. Pero mi madre se quedó sola cuando aún no había echado los dientes de leche mi hermano Joaquín y nos sacó a todos adelante caminando once kilómetros a los pueblos vecinos para vender aceite y huevos. Mi padre. Un hombre grande y quemado por el sol, que no aguantó una pulmonía. Mi madre volvió a preguntarme por él, después guardó silencio, aguzando el oído, atenta al golpeteo de los cascos sobre las piedras de la calle, a la voz anunciando su llegada. Pero nada de eso ocurrió. Se removió inquieta en la cama, mirando a su alrededor como si buscara algo. Le pasé la mano por la cabeza, arreglándole el pelo. Luego seguimos mirando fotografías. Allí estaba ella sentada en el umbral de la puerta con las piernas cruzadas y las manos sobre el mandil, tomando el fresco con su amiga Rosa, con la mirada algo perdida. Ausencias. Así comenzó. Se ausentaba días enteros. Eran como viajes a lo más profundo del mar donde dicen que habitan los peces ciegos. Luego emergía algo aturdida y había que ponerla al corriente de lo que ocurrió mientras ella no estaba. - Viene todos los días a verte. Se sienta a tu lado y hace ganchillo. Como cuando tú... - Rosa ha hecho una colcha preciosa para su hija. ¿Cuándo vamos a empezar con el ajuar de la niña? Se echó un poco más sobre la almohada y dejó que sus ojos vagaran por las paredes encaladas hasta detenerse en la sombra de la lámpara. Se le iba la mirada hacia adentro. Le seguí hablando. De su nieta, de sus hijos que vienen a verla dos veces al año, de mi marido que hace tiempo que dejó de darme sombra porque no aguantaba la fatiga de las noches en vela, de los días sin descanso. Hasta que su mano se soltó de la mía y entró en un sueño del que ya no se despertaría nunca. Me quedé a su lado, en la mecedora, dando alguna cabezada, atenta a su respiración: soplo que hacía temblar las sombras con la luz incierta de las lamparillas de aceite, sobre la mesilla. Murió de madrugada. Lavé su cara con agua tibia. La vestí con el traje negro que dejó preparado en el arcón, para cuando llegara el momento, entre papeles de seda y bolitas de naftalina. Le puse las medias, los zapatos, los pendientes, el anillo de boda. Todo le venía grande a su cuerpo consumido. Después llamé a mis hermanos y a mi hija. Al funeral vino Alfredo. Hacía esfuerzos por no llorar. Quería a mi madre. Quizá por eso no pudo soportar verla perderse en la desmemoria. La estuvo mirando un rato, con una sombra en sus ojos, como si temiera que despertara. Luego se fue al rincón donde estaban mis hermanos y estuvieron hablando del trabajo, de la crisis, de lo mal que estaba todo. De vez en cuando callaban y echaban una ojeada rápida a mi madre, para volver inmediatamente a la conversación liviana. A la vida, en suma. Mi hermano Pedro se pasaba una mano por la barbilla, como si estuviera atento, pero yo sabía que él no prestaba atención, que estaba a sus cosas, como cuando mi padre le hablaba del campo y hacía como si lo escuchara. Cuando dejaba de hablar mi padre, le pedía dinero para tabaco y se iba. A mi hermano Pedro no le gustaba nada que oliera a campo. Por eso se marchó, para trabajar en Correos y casarse con una mujer de ciudad y tener dos hijos, chico y chica. Dos extraños para mi madre y para mí, que estudiaban en la Universidad y no vinieron al entierro de su abuela. A mi hermano Joaquín, en cambio, le gustaba el campo. Solía faltar a la escuela y perderse en los arroyos de los que volvía con las ropas destrozadas por las zarzas. Pero se enamoró de Adela, la nieta de Asunción la farmacéutica, y la siguió hasta la capital donde aprendió mecánica y abrió un taller de reparaciones. Los hijos, dos niños que llegaron cuando ya no los esperaban, fueron al entierro. Reían y gritaban en el patio, donde su padre los mandó para que no alborotaran en la casa. Rosa permanecía en la cabecera, sin decir palabra, con los ojos húmedos. De vez en cuando, un suspiro, luego un silencio resignado. Me acerqué a ella y le puse una mano en un hombro. Ella se volvió y dijo: “Se nos fue”. Yo asentí con la cabeza. Le ofrecí una tila, agua de azahar. “Un poco de agua”, dijo. Me fui a la cocina. Mi hija Maite abría el grifo. En el fregadero, varios fideos flotaban en el agua. La última sopa de mi madre. La jarra proyectaba una sombra estilizada que alcanzaba el vaso sobre el tapete que hizo a ganchillo en aquellas tardes de invierno, frías, interminables, al calor del fuego de la chimenea. - ¿Cómo estás? Maite se dio la vuelta y me abrazó. Yo me acurruqué un poco, retrasando el momento de soltarme. Al fin lo hice respirando hondo para aflojar la opresión del pecho. - Bien, hija, bien. ¿Y tú cómo estás? Te veo más alta- dije, aunque sabía que ella estaba bien y que no había crecido, que era yo que algo achiqué con los años. - Cansada. Se acercan los Juegos y el entrenamiento cada día es más duro. Pero estoy contenta. Estaba guapa mi hija. Se volvió hacia el fregadero y echó un chorrito de lavavajillas en el agua. Sacudió la cabeza y la coleta le bailó a un lado y a otro de la espalda. Como cuando era niña y corría por el campo para entrenarse y ganar las carreras que organizaba el Ayuntamiento. Volvía a casa llena de arañazos en las piernas. Yo me asomaba a la puerta y la veía venir, el pelo moviendo el aire como un abanico, sudorosa, sonriente, feliz, con su sombra pegada a los talones, intentando alcanzarla. “¿Cuánto he tardado?”, me preguntaba. Y yo quitaba un minuto o dos para que no se disgustara. Maite como su abuela. Y mi madre siempre regañándola. Porque parecía un chico subiendo a los árboles a coger los melocotones, los higos, los albaricoques; corriendo por esos campos, destrozándose las rodillas en caídas sobre el empedrado de la calle. “Tu hija te salió rara”, decía cuando la nieta se impacientaba con la aguja y el hilo y soltaba el bastidor sobre la silla. “¡Que no abuela, que no me gusta!”. Y se iba a la calle. “Te salió rara”, repetía mi madre mientras se asomaba por la ventana para verla correr perseguida por su sombra. “¡Déjala madre, ya tendrá tiempo!”, le decía yo. “Estas cosas si no se corrigen antes, luego no hay forma”, insistía ella. Y tenía razón. No aprendió a bordar, ni a coser, ni a freír un huevo. Sólo correr. Y allí estaba, fregando el plato de la última sopa de su abuela. Maite. El sol entraba esquinado y la sombra de mi hija se fue alargando en el suelo como un árbol alto y delgado. “Una mujer sin marido, es como un árbol sin sombra”, decía una y otra vez mi madre aquello que aprendió de la suya. Eché agua en un vaso y volví a la habitación. Rosa seguía alternando el silencio con suspiros. “Gracias hija” dijo antes de bebérselo de un tirón. Metimos a mi madre en el nicho, con mi padre. Los albañiles ponían la lápida y la sellaban con cemento mientras comentaban el último partido de fútbol. El sol estaba en lo alto y nuestras sombras parecían aplastadas como si fueran gnomos que hubieran salido detrás de los cipreses. Roberto se acercó y rodeó mi espalda con su brazo. - Ahora que tu madre no está, si tú quisieras... -comenzó a decirme al oído. - Pero no quiero- le corté yo. No le guardaba rencor. Me había acostumbrado a estar sin él. Y me encontraba bien así. Durante todo aquel tiempo había vivido sin su sombra, atendiendo a mi madre, recogiendo los melocotones, los albaricoques, las manzanas, y haciendo mermeladas y compotas. Y mientras lo hacía sólo pensaba en una cosa. “Algún día, cuando ella no me necesite, haré ese viaje”. Porque yo me enamoré de Roma cuando la vi en el cartel detrás de los cristales de la agencia de viajes. Entré y pedí un folleto. El empleado me dio una revista y me habló de los lugares que podría visitar y de cuanto me costaría. Así que hice y vendí muchas mermeladas. Y lo que me iba sobrando de los gastos de la casa, lo guardaba en la cajita de música que me regaló Maite para mi cumpleaños. Alzaba la tapa y la bailarina se ponía a girar con la música como si también se alegrara de que ingresara un billete más. Los albañiles habían terminado. Se bajaron de la escalera dejando la lápida despejada. Leí su nombre dorado varias veces, clavada en el suelo, sin decidirme a andar. Mi hija dio unos pasos y me cogió del brazo. Le di la espalda a la lápida y me dejé llevar hasta la salida. - ¿Qué piensas hacer?- me preguntó. Y añadió:- Podrías venirte a vivir conmigo una temporada, hasta que estés mejor. - Gracias hija, pero no quiero. Tengo cosas que hacer aquí. - ¿Cosas, qué cosas? - Vaciaré los armarios y le regalaré a Rosa ese mantón de Manila que tanto le gustaba. Guardaré la ropa de tu abuela en el arcón. Abriré la cajita de música, contaré el dinero, compraré un billete de avión y viajaré a Roma.

19/11/09

CUESTIÓN DE OLFATO (Finalista del V certamen de relatos Pompas de Papel)




El inspector Ramos se inclinó, abrió las aletas de la nariz y aspiró el aire. Tenía el mejor olfato del Departamento de Homicidios.
- El besugo es de ayer. El hielo no oculta el olor de los boquerones. La lubina, en cambio, es fresca- dijo a Rosa, su mujer, que esperaba su informe para hacer la compra.

31/10/09

HIJOS

Se me pegaba a los ojos el sueño atrasado. “A la nana, nanita, nanita ea...” Atenta al ritmo del chupete en el paladar. “... mi niño tiene sueño, bendito sea”. Su respiración espesaba. Un suspiro. Mis dedos resbalaban liberando los suyos. Apoyaba una mano en el suelo, luego la otra. Ni el menor ruido. Un pie, después el otro. Descalza. Un paso, otro paso. Y el quejido de la puerta. “¡Mami!”. Me echaba a su lado, su mano otra vez dentro de la mía. “Pimpollo de claveles, lirio en capullo...” La mariposa de pasta azul en su boca, moviéndose en la penumbra de la habitación. Llegaba el camión de la basura y se escuchaba la voz de los basureros: ”¡dale!”. Y poco a poco la mañana iba entrando en líneas cortadas sobre la colcha. Me levantaba, iba a la cocina y esperaba a que el café saliera a borbotones. Un gorrión se posaba en el alféizar de la ventana.


Relato publicado en el libro “Vivencias” (Editorial Orola)

7/9/09



Los mejores relatos de La Ventana de Verano

Cada viernes la escritora Soledad Puértolas se asoma a La Ventana de Verano para animaros a escribir. El tema de esta semana es "LA ÚLTIMA JUGADA"

OTRA OPORTUNIDAD. Autora: Lola Sanabria.
(Relato leído por Juan Zavala)



¡No va más, señores!, dice el croupier. Luis pasa el brazo por la espalda desnuda de Aurora y le acaricia el cuello, como al desgaire, con la punta de los dedos. Yolanda abandona la mesa, cruza la sala, erguida, con la barbilla alta y los labios entreabiertos, como le enseñó mamá. Muñequita que se contonea sobre zapatos demasiado altos. Aguanta la sonrisa mientras saluda a los señores de Landra. “Con tanta cirugía, él parece un fósil a su lado”, piensa con rabia. Sale al balcón y se estremece con la brisa que entra del mar. Se arrebuja en su chal de seda azul. “¡Tantas horas frente al espejo para esto!”, susurra al fin derrotada, dejando que las lágrimas abran un camino salado en el maquillaje. La lucha ha terminado. Ganó la otra. Y de repente siente un alivio inesperado. Se descalza, deja que los hombros se curven, afloja la tensión de las caderas. Entonces siente el calor de una mano en el hombro. Se vuelve. El hombre de chaqueta blanca, bandeja plateada y sonrisa de porcelana, le dice: “Creo que le vendrá bien una copa”



30/8/09










Los mejores relatos de La Ventana de Verano

Cada viernes la escritora Soledad Puértolas se asoma a La Ventana de Verano para animaros a escribir. El tema de esta semana es La chica del perrito.

LA SEÑORITA DEL PERRITO. Autora: Lola Sanabria.

(Relato leído por Soledad Puértolas)

Recojo las bolsas vacías de patatas fritas, los envoltorios de helados, las botellas de plástico. Echo todo en la bolsa de basura. Sin prisas. Paso el rastrillo, dejando caminos en la arena, como tierra arada a la espera de la siembra. Descanso. Apoyo las manos sobre el mango y miro hacia la barandilla: pasean del brazo las parejas, regresan a casa las familias con la nevera y la sombrilla, y los niños devoran bocadillos. Me retraso. Se retrasa ella. Entretengo la espera ensayando: “¿Tomaría un café conmigo, señorita?”. Y entonces la veo a lo lejos: una línea curva cerrada con una correa y un punto al lado. Cuando llegue, entonces lo dejaré todo, subiré las escaleras y le cortaré el paso. Saldrán solas las palabras. Se acerca. Ya veo los mechones blancos en su pelo corto y negro, sus labios finos, su frente marcada por el guiño de los ojos cuando el sol la deslumbra. Su cuerpo pequeño. El cocker se para y olisquea la palmera. Ella se detiene un momento y me mira, luego da un tirón a la correa y pasa de largo. El rastrillo resbala con el sudor de mis manos. Tal vez mañana.

9/8/09













Los mejores relatos de La Ventana de Verano

Cada viernes la escritora Soledad Puértolas se asoma a La Ventana de Verano para animaros a escribir. El tema de esta semana es La casa del acantilado.

Iniciación. Autora: Lola Sanabria.

(Relato leído por Soledad Puértolas)


Conocí el mar cuando tenía diez años. Papá anunció una mañana de julio que en diciembre tendría un hermanito y mamá debía descansar. Pasaría el verano con la tía Leonor.
La tía Leonor se teñía el pelo de rubio y se pintaba de rojo la boca y las uñas de pies y manos. El primer día, dábamos un paseo por la playa cuando me llamó la atención aquella casa de postigos azules y paredes rojas, al borde del acantilado.
- ¿Quién vive ahí, tía Leo?- le pregunté.
- No te acerques a esa casa -, me ordenó. Y no quiso hablar más del asunto.
De día, la casa parecía deshabitada, pero de noche, iban y venían hombres y mujeres por el camino hacia la entrada alumbrado con luces de colores. Yo los espiaba desde la ventana de mi habitación, hasta que el sueño me vencía, con los prismáticos que me regaló papá para mi cumpleaños. Una de esas noches, el deseo de acercarme me desveló. Salté por la ventana y estuve merodeando por los alrededores.
- ¡Qué chico tan guapo!- escuché la voz de una mujer a mi espalda.
. Volví corriendo a casa y cubrí mi cabeza con la sábana. Entonces me llegó el olor de la mano que revolvió mi pelo. El mismo olor que descubrí en el brazo de mi tía aquella misma mañana cuando dejó sobre la mesa el tazón del desayuno.











Los mejores relatos de La Ventana de Verano.

Cada viernes la escritora Soledad Puértolas se asoma a La Ventana de Verano para animaros a escribir. El tema de esta semana es Las tormentas.


EN LA SIESTA. Autora: Lola Sanabria.

(Relato leído por Marta González Novo)


Restallidos de cuero y luz cimbreando el aire. Se despierta con el olor a humedad que baja de sierra Boyera, de Los Sillones. Se ha ennegrecido la raya de la ventana. Apaga el ventilador. Se levanta. Abre la puerta del patio. Vienen globos de cieno desde la loma del repetidor. Se golpean las nubes y una escalera de luz corta el cielo en dos mitades. Al fondo, muy al fondo, un punto se enciende. Árbol que muere. Saca los pies descalzos al agua que baja desde las tapias al sumidero. Chillan las ratas y esconden sus hocicos entre lodos removidos. Brilla el rojo de las tejas. Escurre el agua, entra en la boca del canalón y sale en chorro que barre un trocito de ladrillo del suelo. Cuatro pasos más. Mete un pie en el talón y los dedos que dejó en el cemento tierno cuando era niña. Cuenta: Uno, dos... Y el aire revienta. Cuenta: Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Se aleja. Abre los brazos, sube la cara, saca la lengua. Agua. Luego el cielo se abre en colores que se doblan sobre el horizonte. Vuelve el calor.


8/8/09

EL BIDÉ.

Hasta hoy no había encontrado utilidad al bidé. Voy de un lado a otro descalza, intentando engañar al calor. No me quejo, soy del sur. Si viviera en Helsinki por ejemplo, la depresión me habría calado hasta el tuétano. Pero soy del sur y me gusta el sol. La casa está en penumbra. Una penumbra agradable porque sé que detrás de la persiana existe la luz amarilla y caliente. Esa es la oscuridad a medias que quiero, no el gris del invierno. Soy del sur, ya lo he dicho. Tampoco me gusta la luz eléctrica. Me levanto a las seis de la mañana cuando aún no ha arrancado el día. Voy a la cocina a tientas y tropiezo con mi gato Lucas en el pasillo. Pero hace días que no me lo encuentro. Anda perdido, buscando un sitio donde tumbarse. Porque él tiene pelo, más que yo que estoy sobrada, y se mete en el armario a nada que te descuides. A media noche, o de madrugada, aprovechando una salida para refrescarme al baño, viene a la habitación y se tumba a los pies, de cara al ventilador, pero en algún momento se va y amanezco sola, atravesada en la cama, algunas veces con el ventilador apagado, otras con las aspas moviendo un aire espeso y caliente. No hace ruido Lucas, apenas maúlla, come poco. Pero hoy cuando iba a ducharme lo he encontrado en el bidé, como Moisés en su canastilla, y por fin he comprendido para qué sirve el bidé.

30/7/09

LOS CINCO DEL LIBRO "PLUMA, PAPEL Y VINO"



BUEN CALDO

Poseía la mayor extensión de viñedos de la comarca. Sus uvas daban un buen vino. Pero de todos, el mejor era el que guardaba en una barrica. Ése lo reservaba para los amigos. Y cuando alguno le preguntaba: “¿Qué echas dentro para que haga un caldo tan excelente, un jamón?”, él siempre les contestaba con una sonrisa pícara: “No quieras saberlo”.

CATADOR

“Te quiero”, decía, y mojaba sus labios en el vino. Pero sus besos eran fugaces. “Te quiero”, repetía con los ojos entornados mientras lo saboreaba. Pero su lengua no tocaba mi boca. Descorché aquel regalo olvidado en la bodega. Mojé las yemas de mis dedos y dejé su humedad detrás de mis orejas, en las muñecas, entre mis pechos, en los tobillos... “Te quiero”, dijo. Y no se detuvo hasta la última uña.

EL REY

Decía que apreciaban su opinión. Pero hacía tiempo que perdió la finura del olfato, la delicadeza de un paladar exquisito. Ya no sabía distinguir un Marqués de Murrieta, de un vino peleón. En las bodegas seguían dándole una cata del último hallazgo. Por los tiempos pasados cuando él era el rey y todos lo admiraban.

IMPERDONABLE

Primero fueron sus gemelos de oro. Ella los tiró a la basura. Él le devolvió el golpe cortando la cola de su vestido de novia. Después le rayó el BMW con las llaves de la casa. Él hizo desaparecer sus pendientes de brillantes. Era una crisis matrimonial en toda regla. Podían haberla superado como otras veces. Pero ella llegó demasiado lejos. Estrelló la botella del Marqués de Cáceres contra el suelo de la cocina.

RECUERDO

Abrió la puerta del armario, sacó la camisa y la dejó sobre la cama. Un ramillete antiguo del color de las cerezas, manchaba la pechera. Hacía tanto de aquella cena que, a veces, se le iba el recuerdo. Se echó a su lado y se abrazó a ella. Siguió el rastro con olor a vino, de aquella noche inolvidable poco antes de que él se marchara.

21/7/09

ESCARMIENTOS


Cuando era muy pequeña, las calles de mi pueblo no estaban asfaltadas. Corría cuando jugábamos al escondite. Corría cuando nos perseguían los niños. Corría para ahuyentar el frío del invierno. Y mis caídas eran muy frecuentes. Si sólo era un raspón en la rodilla, me la curaba yo misma con saliva. Pero a veces no era suficiente. Iba a mi casa llorando, con la piel desollada y la sangre corriendo por las piernas. Mi madre sacaba entonces el agua oxigenada, empapaba un algodón y lo aplicaba a la herida. Al retirarlo, quedaba una espuma, como gaseosa efervescente, que escocía. Lloraba más. Y entre soplido y soplido a las rodillas, mi madre decía: “A ver si escarmientas”.
No escarmenté entonces. Me gustaba correr por la calle a pesar de las muchas caídas. Y no escarmiento ahora. Ya no corro, pero sí confío o espero de los demás, y me llevo muchas decepciones. Pero no escarmiento. Siempre consiguen sorprenderme. Y lloro. Aunque ya no tengo a mi madre para que me sople en las heridas o me haga una caricia, o me diga: “A ver si escarmientas de una vez”. Creo que, como me dijo no hace mucho una profesora de un curso, alimento muy bien a esa niña que llevo dentro. Escarmentar sería como matarla, y yo no quiero.

28/6/09

FINALISTA DEL PREMIO INTERNACIONAL DE MICRORRELATOS "CENTENARIO DEL PUERTO DE ALMERÍA"

DISFRACES

Mis padres tenían varios disfraces. Yo, el de capitán de barco. Mamá veía el último culebrón en el televisor vestida de sufridora, mientras yo abría una nuez por la mitad, la vaciaba, y rellenaba la cáscara con chicle. Luego hundía un palillo de dientes con una vela de papel y salía a botar mi barco al mar. Lo dejaba en el agua, soplaba y el cascarón avanzaba rumbo a lo desconocido, pero el Mediterráneo es un mar manso y las olas lo devolvían a la playa. Sólo una vez, cuando cayó aquel aguacero, conseguí que mi barco zarpara.
Mi padre volvía con su disfraz de mecánico y se lo cambiaba por el de hombre cansado. Mi madre lo recibía con el de ama de casa anudado a la cintura. Yo dejaba mi disfraz de capitán de barco para volver a casa y sentarme a la mesa, en medio de un silencio de plomo. Después, ellos se vestían de matrimonio frente al televisor y yo me encerraba en mi habitación a soñar con que aquel barco empujado por el temporal, estaba varado en una playa donde la arena era oro.
Pero un día mi padre no volvió a casa y mi madre cambió todos sus disfraces por el de clown, aunque intentaba disimular su nariz roja con la borla de su polvera. Cambié mi disfraz de capitán de barco por el de mecánico de papá para que mamá dejara el de payaso.
Han pasado unos años y sigo de mecánico, aunque algunas noches, me pongo el disfraz de capitán, me acerco a la orilla y boto un barco grande. Y con el control remoto lo envío mar adentro, abriendo un camino oscuro y recto hacia esa isla y ese tesoro que aún aguardan a que yo los descubra.

24/5/09

MOVIDAS



No me gustan pero son necesarios. Con el primero que tuve, después de algunos desencuentros, llegamos a entendernos. Murió de viejo, como debe ser. El segundo iba camino de pasar a mejor vida y entonces vino el tercero envuelto en regalo de cumpleaños. Yo habría preferido una faldita, un pantalón, una blusa para enseñar el canalillo, pero la utilidad primó este año. Quizá el menosprecio con el que lo recibí, caló hondo y urdió esta venganza. Porque, díganme con la mano en el pecho o donde les dé la gana, si no es fruto de un cabreo supino lo que me está ocurriendo. Yo no soy de mensajes, tampoco de llamadas; como ya he dicho, este artilugio me parece útil para estar localizable, aunque a veces dudo sobre si no será como tener un chip de esos que ponen a los delincuentes para seguirlos a todos lados. En fin, que no mando casi nunca mensajes. Pero es de mala educación no contestar si recibes uno de alguien conocido. Y es de muy malas entrañas devolver un abrazo cuando te han enviado varios de esos de oso amoroso. Mi madre no me parió tacaña. Así que yo intento mandar abrazos, pero no me deja. De hecho me escribe los mensajes como le da la gana. Y así pasa, que una acaba con tal economía de palabras que parece que envíe un mendrugo de pan y agua. Por ejemplo, yo quiero poner camión, pues me sale camino. ¡Olé tu gracia torera!. Y qué decir de los acentos. A mí de momento sólo me concede acentuar las agudas que terminan en e. Un suplicio esto de los mensajitos. Yo empiezo: bip- pausa-bip-más pausa... , que parece que se oiga un marcapasos por toda la habitación. ¡Y el pariente descojonándose de risa!. Bueno pues el dichoso aparato debería apiadarse de mí, que ya me cuesta escribir letra a letra ¿no? Pero qué va, me deja colgada con unos mensajes miserables y como no me permite enviar abrazos, reparto besos y punto. Odio a este maldito móvil.

26/4/09



TAN LEJOS Y TAN CERCA.
(finalista del certamen "Los tesoros del agua")
Autora: Lola Sanabria

Si esa cabra comiera,
mi niña.
Una brizna de hierba,

mi niña.
Si una gota cayera,
mi niña.
Yo te daría leche.

Llueve sobre Europa.
África languidece.