30/3/22

LA FLOR. RELATO INCLUIDO EN EL LIBRO DEL XV PREMIO OROLA



Aquella humilde flor parecía nacer del muro. De pétalos delicados, cada uno recogía la savia del saber que dentro compartían profesores con estudiantes, ávidos de cultura. La flor. Regada con ráfagas de lluvia fina que empapaban y fertilizaban la tierra. Gotas de sangre que habían hecho brotar la primera flor preñada de luz. Orgullo de todos. Del polen de aquella primera flor nacieron nuevas que arroparon las paredes y se reprodujeron para dar testimonio de sabiduría y belleza. Levantada sobre cimientos sólidos, la universidad mostraba orgullosa su edificación de siglos. Habían pasado generaciones de españoles, nativos y nuevos habitantes nacidos del mestizaje entre los pueblos. Generaciones que seguían esparciendo la semilla del conocimiento por el mundo.


17/3/22

EL FOTÓGRAFO

 


Tomada de la red

Las detonaciones se escuchan cerca. Están tomando la ciudad. Salgo al jardín. El cielo se ilumina con edificios ardiendo como antorchas gigantes. Disparo varias ráfagas para captar las imágenes. No lo veo venir. Me sorprende la orden a mis espaldas. Obedezco. Dejo la cámara en el suelo, me acuclillo y cubro mi cabeza con las manos. Inmortalizar el amanecer y saborear la primera taza humeante de café de la mañana. Plasmar la tarde de tertulia en torno a unas jarras de cerveza en el bar del hotel. Retratar la pasión de una última noche con Lina, follando hasta caer rendidos. Tres deseos sí, pero un solo día. Espero el tiro de gracia.

El punching ball de todos los periodistas, el chico de los recados, el payaso que recoge burlas y chistes como si fueran pelotas de tenis interrumpe la escena con un fundido en negro al aparecer por la puerta. ¿Qué haces así?, pregunta.  El soldado ha desaparecido. También mi cámara.

4/3/22

VUESTRAS GUERRAS, NUESTROS MUERTOS

 

Tomada de la red

Voy de la habitación de mi madre a la de mis niños y a la nuestra; de la cocina, al baño. Día y noche. Los cuento y recuento. Sigue faltando él. A veces ocurre el milagro de unos minutos de silencio atronador. Entonces echo el pestillo, bajo la tapa y me siento en el váter a llorar. Ruedan las lágrimas, redondas y pesadas, por mi cara, bajan y se despeñan en mis rodillas y corren por los cauces secos de las junturas de las baldosas. La primera vez que lloré aquellas lágrimas que se movían bajo la presión de un dedo pero no se deshacían, comenté la rareza con el médico del vecindario y se quedó embobado con aquellas bolitas parecidas al mercurio. Vinieron a llevárselas para analizarlas: agua y sal, poco más. Y sin embargo, densas como metal líquido. Experimentaron con los monos. Ninguno sobrevivió. Muerte por tristeza extrema, determinó el forense. El ejército me ofreció comprar mis lágrimas para la guerra, pero yo no quise. Así pues, cuando un grito tras una detonación me reclama, me pongo de rodillas y busco bien por todos los rincones, las recojo y las meto en un termo grande de acero inoxidable y enrosco bien la tapa para que no lleguen nunca a las manos de mis hijos, para que nunca se usen como armas.