EN EL CAMINO
I
Dímelo
otra vez. ¿Qué te cuesta? Pero él hace oídos sordos y sigue con la mirada
perdida en el horizonte. Yo también miro para que en mi retina se queden las
mismas imágenes que él ve. Y ahí están las aspas de los molinos girando con el
viento, mientras se mueven sus sombras chatas, como agujas enloquecidas de un
reloj, en la falda de la colina arropada de verde. El tiempo se escurre ligero
hacia atrás. Salto a la comba. La cuerda levanta polvo y restalla bajo mis
zapatos nuevos, y con cada salto, mi calcetín derecho de hilo blanco baja un
poco más hasta acabar besando la hebilla dorada. Uno y dos; uno, dos y tres.
Cuento. Vuelo. Y en ese instante de plenitud, alzo los brazos al cielo para
tocar cualquier hilacha roja que se desprenda del atardecer en llamas, y mis
manos se enredan en la cuerda. Caigo. La piel herida escuece. Soplo, ensalivo y
lloro. Un gozo, una caída. Como pañuelos
anudados unos a otros, tiro del recuerdo de un crepúsculo de domingo. Sentada
en la cama, arreglada para salir. Tacones, falda ajustada y jersey en pico. Se
presentó, de improviso y sin motivo, la sinrazón de un vacío cargado de
angustia. Apenas unos minutos. ¡Pero qué
intensos! La soledad y el dolor de vida. Trago amargo que pasó con una
cucharada de azúcar moreno cuando escuché el silbido de mi primer novio, al
otro lado de la ventana. Después van saliendo los pañuelos rojos, enredados de
deseo; los azules, oscuros, casi negros, con su carga de fracturas y llantos;
los verdes de nuevos amaneceres de esperanza. Adelante, siempre adelante. Y
entonces, él.
II
Lo sabe. En la esfera de
su reloj y el mío los segunderos marchan acompasados como un latido único. ¿No es suficiente? Esas tierras que bajan de la loma, cortadas como trozos de
telas de formas caprichosas, ¡son tan
diferentes! La aridez del marrón sin fecundar es esa parcela de etapas duras
como terrones que se desmoronan; la del amarillo oro viejo son los raspones de
las múltiples caídas; pero ese trapecio verde e irregular donde ha brotado,
fértil, la hierba fresca y espléndida con el brillo del cuidado y el riego
diario, es promesa de una nueva vida. Y a mi lado, ella.
III
Él
retira la mano del volante, le pasa el brazo por la espalda y acaricia con los
dedos la suavidad del hombro.
—¿Te casarías conmigo?
—Dímelo otra vez.
—¿Te
casarías..?
—No
es eso.
—Te
quiero.
—Me
caso.
—¿Cuándo?
—Cuando
tú quieras.
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