La concurrencia recibió
al juez Emilio de la Rosa con un murmullo jocoso y alguna risa sofocada. «Nada
que te delate ante la mirada inquisitiva de este magistrado», le había
aconsejado su abogado. El acusado estaba en la sala con cara de cartón piedra. Ni
una transparencia de su verdadero yo. Sin embargo, la torpeza del traspié, el
desaliño y el gesto bobalicón del juez, le hicieron bajar la guardia. ¡Pero si
era un payaso! Abrió la boca en una fea mueca despectiva que dejó al descubierto
la dentadura podrida, y en sus ojos brotó la fiereza del depredador que había
molido a palos al indigente del cajero del banco. Emilio de la Rosa había visto
suficiente. Despegó de su toga la piruleta con forma de corazón que le cogió a
su hija, recompuso el gesto y, mientras comenzaba el juicio, pensó que
actualizar sus técnicas había dado excelentes resultados.
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