Tomada de la red
He vuelto a La Raya. Las
calles ya no son de piedras desolladoras de rodillas y las fachadas encaladas
de las casas relucen sin desconchones con el sol de mediodía. En el campanario
de la iglesia permanece suspendido en el tiempo un nido donde siempre vuelve la
cigüeña patas de leña, pico de alambre, que tienes a tus hijos muertos de
hambre. Pero ahora, en este pueblo de recursos escasos, no hay niños
desarrapados que vayan a pedir a las casas de los más ricos. Antes emigrar a
las ciudades que mendigar. Y así se ha ido despoblando. Quedan los que se
alimentan de lo que da el campo, del comercio escaso y alguna construcción de
granero, casa, o almacén.
Una estación de trenes y
una escuela abandonadas provocan la desolación del obús que cae y destroza
paredes que palpitaban de vida.
Se desbarata la pintura
de la sala de venta de billetes; a los bancos y a la ventanilla se los come la
carcoma, y el reloj muestra el desamparo de la vejez momificada. Ya no hay
maletas que lleven ilusión, tristeza, alegría o desesperación.
La antigua escuela tiene
cuerpo con piel reseca y sin carne. Ni pizarras, ni mesas, ni pupitres, ni
balones en el campo de fútbol. No han querido reconstruirla, dejándola al avance
de las malas hierbas y a las heladas que quebrantan los muros. Han levantado
una nueva al otro lado del pueblo. Pero la vieja guarda el eco y la memoria de
quienes la habitamos y le dieron hueso y sustancia.
Estaba en último curso de
Primaria cuando llegó el nuevo maestro de inglés al pueblo. Era muy joven, alto
y tan delgado y elástico como un junco del río. Su tono de voz era dulce y
cálido y sus ademanes suaves. Sonreía y soplaba a menudo el flequillo que le
caía sobre uno de sus ojos castaños como el pelo, algo más largo de lo habitual
en el pueblo. Paseaba por el pasillo central de la clase, entre las dos filas
de a dos pupitres, acariciando los bordes con la delicadeza de unas manos de
dedos largos y uñas cuidadas. Dijo que quería que lo llamáramos Agustín, nada
de don Agustín, que no era un viejo, y que estaba dispuesto a quedarse fuera de
horario para cualquier aclaración.
Me prendé de él. Soñaba
con besos y paseos de la mano entre los olivos y con una casa que iba adornando
para los dos con cada detalle que él deslizaba de su admiración y gusto por las
cosas bellas. Llené las paredes con cuadros de Sorolla, las estancias con
muebles de palo de rosa, las cortinas con colores alegres y tejidos ligeros,
las estanterías de libros con títulos como Matar a un ruiseñor y, en el patio,
planté un naranjo porque le agradaba el olor del azahar en primavera.
Agustín nos gustaba a
todas. Y todas reclamábamos su atención particular. No entiendo lo del genitivo
sajón, decía una, ¿me lo podrías explicar después de clase? Y él que sí. Yo no
perdía la oportunidad para apuntarme también a esa explicación y a todas las
que se iban presentando. Aprendí los verbos irregulares, las construcciones de
oraciones en interrogativa, el presente, pasado, condicional, futuro...
Cualquier cosa, con tal de tenerlo cerca, respirar ese aroma a limón de su agua
de colonia y sentir su mano sobre la mía cuando quería que me parase un
momento, o recogiéndome un mechón de pelo detrás de la oreja para que viera
mejor los ejercicios del cuaderno. Yo era su alumna favorita. O algo más. Así veía
yo sus atenciones y caricias que me hacían vivir en una nube de felicidad.
A los vecinos y vecinas
también les caía bien Agustín. Era amable con todo el mundo y se había
integrado bien, a no ser por su tendencia a la soledad. Se plantearon la
necesidad de buscarle novia porque un chico joven y guapo, decían, no podía
estar solo. Barajaron posibilidades. La candidata perfecta fue la hija del
veterinario, una chica tímida y muy apegada a las costumbres. Una mujer
estupenda, decían las mujeres, artífices principales del movimiento casamentero
del pueblo.
Probaron de todo. Le
hablaban continuamente de las virtudes de Amelia, lo bien que cocinaba, su
modestia y recato, su posición. No entendieron el rechazo de Agustín, no solo a
la hija del veterinario, también de todas las candidatas que iban presentándole.
Comenzaron a circular por
el pueblo rumores sobre su orientación sexual. A los chicos les regocijaba dar
por sentado que a aquel profesor tan delicado y dulce no le gustaban las
mujeres. A los hombres les comenzó a incomodar su presencia en el bar y
evitaban darle conversación.
Los ojos de Agustín se empañaron
de tristeza. Las chicas dejaron de solicitar su ayuda después de las clases.
Solo quedé yo. El director de la escuela intervino para pedirle que procurara
ceñirse a sus clases, que ya había dado bastante que hablar. Agustín fue
poniéndome excusas para no estar a solas conmigo.
Después apareció la
pintada en la pared de la fonda de Eloísa, donde Agustín tenía una habitación.
Una de esas pintadas que se hacen para herir a la persona y que debería haber
generado una ola de indignación y apoyo de la gente del pueblo. Pero lo que
hubo fue un silencio ominoso que socavó la confianza y el orgullo de Agustín.
Se le veía desorientado y lejano. Con dos medias lunas violetas debajo de los
ojos. Se sobresaltaba con cualquier ruido, sobre todo después de la pedrada en
el cristal de la clase.
Los dos dejamos de comer
y dormir. Caí enferma y estuve mucho tiempo sin ir a la escuela. Cuando volví
había un maestro nuevo y ni rastro de Agustín. Había renunciado al puesto y
cogido el primer tren que lo alejara de allí. Seguiría sus pasos en el
transcurso de unos años.
He vuelto para enterrar a
mi padre. Estoy de paso. Nunca me quedaré aquí.