Tomada de la red |
LA
DEUDA
Me lo encontraba todas
las mañanas en un rincón del ascensor, callado pero sin quitarme ojo. Daba
pena, con aquella barba y la camisa y el pantalón arrugados y sucios. A veces
coincidíamos con Paquita, la del cuarto, que sollozaba y se quejaba de lo sola
que estaba desde que murió su perrita Lola. Él se contagiaba de pena y también
lloraba. Pero lo peor era cuando coincidíamos con Rosalía. En esas ocasiones,
la presencia de su mujer, con la ropa vieja y las manos enrojecidas y ásperas
de tanto fregar, le endurecía el gesto y la mirada que yo procuraba esquivar, atendiendo
a mis manos que jugaban con el llavero.
Desde hace unos días, además me topo con él en el portal,
en la calle y en el trabajo; incluso me visita en mi casa. Abro los ojos y allí
está, a los pies de la cama, en el baño o en la cocina; cada vez con peor
aspecto y mayor cólera. Cuando lo veo, no puedo contener el impulso de rascarme
con saña la cicatriz que quedó tras el trasplante de riñón. Fue una fatalidad
la complicación posterior, que no diera tiempo a hacerle la transferencia, pero
a su viuda no puedo contarle la verdad, iríamos todos a la cárcel. Tengo que inventar
una historia para ella y saldar cuanto antes la deuda.
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