El magistrado no tenía miedo de
nada ni de nadie y poseía una constitución fuerte, como de aizkolari, por eso
chocaba verlo usar pañuelos de papel para absorber tanta sensibilidad. Porque aunque
en sus treinta años de judicatura nunca le tembló la mano a la hora de impartir
justicia, no era raro que mientras mandaba, ya fuera a un ratero o a un joven
alborotador de la izquierda abertzale, cumplir la mayor condena que estipulara
la ley, algún brillo y lagrimilla empañaran sus ojos. Soy, decía parado frente
al espejo cada aniversario de su primer juicio, severo pero compasivo. Lo que
ocurrió en aquella convención en Leioa, regada con abundante txakolí, habría quedado claro cuando lloró a mares el
día que dictó sentencia contra Aitor el Justiciero, hijo de aquella fiscal de pelo corto y mirada
larga. Pero los que llenaban la sala pensaron que el señor juez chocheaba o,
como mucho, se estaba pasando con el teatro.
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