Tomada de la red. |
Hoy he vuelto al Rosamarina. En
recepción olía a cuero, tinta, caramelos y latón dorado, bajo el manto de
salitre, caracolas y algas. Me gusta ahondar en todo desde niña. Retiro el
barniz que cubre las esencias más delicadas, ocultándolas a los sentidos. María Asunción me ha recibido con su sonrisa maquillada
de rojo cereza. De nuevo entre nosotros, dijo, pero allí sólo estaba ella. Sus
ojos gris tormenta intentaban ocultar una noche de insomnio, tal vez un llanto
de desengaño. Viene sola, afirmó mientras dudaba unos instantes. La de siempre,
dije yo. Y ella murmuró, por supuesto,
ocultando un leve sobresalto con el carraspeo y el movimiento de la cabeza para
retirar el pelo de la cara. Después me dio la tarjeta, me deseó feliz estancia
y llamó a Josele para que me ayudara a subir la maleta. Josele, el chico del
amor callado a María Asunción encorsetado por el apresto de su chaqueta nueva.
Y aquí estás. Te recupero en los tonos
pasteles de las paredes; en el tintineo de las campanitas colgadas de la
barandilla; en el hervidero incesante de las profundidades del mar que
chisporrotea la espuma a unos metros de la terraza; en el edredón pálido a
fuerza de lavados donde aún noto tus piernas cruzadas, tus brazos en alto, el aroma
seco del agua de colonia. Estás en nuestro secreto, oculto en el hueco debajo del
lavabo: un palito de polo de menta, con nuestra historia en pequeño, muy diminuta
la letra, pero muy grande lo nuestro. Y atada a él, la pequeña llave.
Tengo pedida la cena en la habitación para
las diez. Ostras sobre un lecho de hielo picado y champán. Lo que a ti te
gusta. Salgo a la terraza y me siento a esperar. La tarde se desnuda
oscureciendo el azul en alta mar. Y entra la evocación de aquellas noches con
olor a madera pudriéndose en sus profundidades, a la vida minúscula dejando su
rastro en las astillas, al vino derramado, al calor del traje de buzo. El
verano. Y tú bajando y volviendo a la superficie, un día con una moneda, otro,
con un medallón. Siempre algo.
Dormíamos de día. La noche era nuestra
compañera, nuestra aliada. Nunca tuvimos miedo. Era agradable hundirse en aquel
abismo de oscuridad, sólo alumbrados por nuestras linternas, en las escasas
ocasiones en las que me dejaste acompañarte, porque no querías que corriera
ningún riesgo. Tú aquí, esperándome, ordenabas. Y allí me quedaba. En la
cubierta. Mirando a lo lejos, intentaba distinguir nuestra ventana en el hotel.
Dulce tiempo donde vivíamos en una ensoñación continua. En alta mar era la
aventura. Venía el aire cargado de aromas pegajosos como almizcle, que se
quedaban en la piel y dejaban un regusto fuerte, de resaca tras un día de
juerga. Esperaba. Tú siempre volvías con un movimiento que removía los pozos de
agua negra con alientos de sal y algas y peces extraviados. Siempre.
Tuvo que ocurrir. Una tontería. Una simple
indigestión que me dejó sin fuerzas para acompañarte. Pasó la noche. Pasó el
día. Ni una voz. Ni un ruido. Nada. Bajé a preguntar por ti cuando volvieron
las sombras. Nadie te había visto. Transcurrió no sé cuánto tiempo. Enfermé de
veras antes de oler el pánico detrás de la puerta de nuestra habitación. Te
habían encontrado, eso dijo aquel señor que sudaba tanto que pensé que se iba a
convertir en charco allí mismo.
Enredados los pies en una cuerda que te arrastró varias millas. Comido
por los peces. Eso dijo. Le costará identificarlo. Eso afirmó. Pero los peces
no se comen lo que uno ama. No eras tú, dije. Nadie me creyó. Me alejaron de
ti. Y dejé de sentir. Como un corcho a la deriva. Ni el aire, ni el agua, ni la
tierra, ni las nubes, ni los cuerpos... Nada olía, nada sabía, nada acariciaba
ni raspaba, ningún sonido era importante. Hasta que decidieron que estaba
curada y me dejaron marchar.
Aquí estoy. Esperando tu vuelta. El sol se
despeñó hace un rato detrás del barco de vela y lo incendió de rayos cárdenos.
Cierro los ojos y dejo las manos desmayadas sobre el regazo. Te oigo por el pasillo con tu andar de cojera
leve. Huelo el deseo de abrazarme, escondido bajo la impaciencia por recuperar
la llave que abrirá la caja de seguridad donde guardamos nuestros tesoros.
Respiras al otro lado de la puerta el aire de los vivos.
Y ahora, entra, pronto traerán la cena.
2 comentarios:
en lo más profundo del ser humano siempre anida la esperanza. Siempre.
Hermoso, como es habitual en ti.
Unos abrazos
Si no fuera así, moriríamos de pura desesperanza.
Un abrazo agradecido.
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