«Maquinalmente, sin saber cómo, me encontré metida en
la sucia bañera, desnuda como todos los días, dispuesta a recibir el agua de la
ducha».
Un trocito de Nada pegado al lado de una puerta. Retazos
blancos con arañas negras sujetos en las chapas. Engorda la planicie de Andrea,
se desprende de su cárcel de papel y busca asiento en el regazo de una señora
que dormita el madrugón de la mañana. Baja el Quijote y enloquece frente a la
puntada de un arito que atraviesa un ombligo. Cae Pedro Páramo de un relieve de
la izquierda y busca, con sus ojos busca. A la derecha, David Copperfield rompe
el límite y acaricia la palidez de una anorexia, al mismo tiempo que Justine
toma cuerpo, pisa suave y hunde sus dedos en ideas pegajosas. Se descubren y se
tocan. Las palabras se atropellan y se mezclan. Veinte estaciones de metro y
hablan. Rasgan con los dedos retazos de sus vidas y los pegan como un puzzle, en hojas de aire. Amanece en
las cocheras cuando regresan a su dimensión plana. En un asiento, una niña descubrirá
un nuevo libro. Sólo ella.
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