ROJO
PÁLIDO, CASI ROSA
Las veo al atardecer, en bandadas. Las grullas vuelven
siempre, majestuosas, a la laguna. Yo también he regresado, atraída por la
evocación de aquel verano. Abrir un álbum tan antiguo que sus pastas se quejen
ante la violación de la mano que descubre sus secretos. Y dentro, en sepia
resquebrajada, los dos frente al agua gris perla, con las grullas a nuestra
espalda volando.
La abuela Raquel
tenía una casa grande cerca de la laguna. Siempre llena de gente que entraba y
salía durante todos los meses del año: aves migratorias que recalaban para
hacer un alto en el camino, descansar del ajetreo de las ciudades, buscar el
bálsamo que calmara heridas recientes, o vivir unos días de besos y caricias.
Conocí a mi primo
Ramón en esa casa, cuando mamá me llevó buscando una tregua en la guerra diaria
que mantenía con mi padre. Se echó en la hamaca que había en la parte de atrás
de la casa y en los días que pasamos allí apenas se levantó.
Yo escuchaba las
conversaciones a medio gas de las mujeres, cuando se sentaban al atardecer en
las mecedoras frente a la laguna. Bebían limonada, té, y algo más fuerte que
les ponía la risa fácil al anochecer. Hablaban de hombres. De lo que les hacían
o les dejaban de hacer. Yo me ovillaba en cualquier lado y ni se enteraban de
mi presencia.
Una de aquellas
tardes un coche paró en el camino de la entrada. De él se bajaron una señora
con aspecto agotado y un chico desgarbado y huesudo, más o menos de mi edad. La
abuela salió apresurada a recibirlos. Este es tu primo Ramón, dijo,
descubriéndome una parte de la familia de la que hasta el momento no había
tenido noticia. Mi madre tampoco entró en explicaciones. Me despachó con un
¡ah, esos!, son de parte de tu padre, yo no tengo nada que ver con ellos.
Mi primo y yo nos
hicimos inseparables. Íbamos a primeras horas de la mañana, después del
desayuno, con palos y el cazamariposas hasta la orilla de la laguna y lo
metíamos en el agua hasta donde nos alcanzaba el brazo, luego lo sacábamos con
algunas especies minúsculas moviéndose entre el fango. ¡Bichos!, gritábamos.
Nos quedábamos mirándolos sin parpadear hasta que el líquido había escurrido
tanto que sólo quedaba aquel barrillo que poco a poco iba ahogando cualquier
signo de vida.
Algunas veces
Ramón caminaba, yo detrás, hasta los campos de azafrán donde los hombres
sembraban los bulbos en las zanjas. Iban agachados y mi primo se unía al duro
trabajo, yo detrás, como si estuviera cumpliendo una penitencia. Pero enseguida
se cansaba y se iba, yo detrás, lloriqueando y con una mano en la cintura. De
espaldas, parecía una chica.
Mientras
cenábamos, la madre de Ramón nos sometía a un interrogatorio. Qué habéis hecho,
dónde habéis estado, con quién... Él le hablaba siempre de la siembra del
azafrán y de lo mucho que le gustaba el trabajo. Su madre sonreía mientras
repetía: Como un hombre, como un hombre.
Si a mí se me
ocurría meter los pies en la laguna, Ramón me seguía y los dos chapoteábamos y
reíamos hasta hartarnos. Si él quería cazar un pato, yo lo seguía, los dos
armados con un palo, aunque al final lo único que golpeábamos era el agua.
Por eso y porque
pensé que me quería de igual forma que yo a él, aquella tarde acerqué mi cara,
los labios fruncidos y los ojos entornados, con la intención de besarlo.
-
¿Qué
haces?- me preguntó, esquivándome.
-
Creí
que me querías...- balbuceé yo.
-
Y
te quiero, tonta. Tú eres mi alma gemela. Soy como tú, como tú...- y agachó la
cabeza.
Esa noche cenamos
en silencio. Ramón no habló de los campos de azafrán a su madre y ella tampoco
hizo preguntas. Mi madre salió de su letargo y volvieron las malas caras. Mi
padre había venido a recogernos.
Por la mañana,
antes de subirnos al coche, mi padre sacó la cámara y nos hizo aquella fotografía,
cuando Ramón aún era un chico y yo soñaba con casarnos y vivir para siempre
frente a la laguna.
5 comentarios:
Qué hermosura de recuerdo, de relato, por lo que nos cuenta y lo que nos deja entrever.
De qué lugar desconocido para el lector recoges estas vivencias y las reflejas como trazos de acuarelas con forma de letras?
Otra vez más enhorabuena!
No hay duda sobre el buen dominio que tienes con esos locos bajitos que de vez en cuando aparecen en estas historias tan entrañables.
Una vez más, la inocencia de tus personajes adolescentes me conmueve en sus aspiraciones y desencantos.
Besote.
Yo también me pregunto a veces, querida Cora, con lo despistada que soy, qué hará que se fijen en mi inconsciente o lo que sea, algunas historias.
La adolescencia duele, pero hay un alto plus de dolor para ciertas personas, Juan.
Abrazos a pares.
Hay vivencias imborrables que conforman nuestra biografía más íntima, como las que evoca esta foto añeja de tu relato.
Uno de los aspectos que me han gustado de esta narración, es su sutileza. Como lo esencial, desde mi punto de vista, se deja ver discretamente entre las experiencias veraniegas que vas desgranando.
Enhorabuena también, Lola, por este delicado cuento junto a la laguna. Y más abrazos.
Hay que dejarle al lector que elabore su historia. Mostrar, no explicar, es norma básica del relato.
Abrazos a mares, Nenúfar.
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