21/6/19

EN CASA. SELECCIONADO EN EL CONCURSO DE RELATOS SOBRE ABOGADOS DEL MES DE MAYO



Tomada de la red

Te lo dije, te dije que me pasaba a la competencia. Mejores condiciones laborales en el nuevo bufete de abogados. Pero no quisiste creerme. Decías que no daba la talla. Me asignaron aquel caso tan importante y fue mi gran victoria. No lo supiste encajar y, a mi pesar, tuve que dejar nuestra casa. A bocajarro, así me abordaste, a la salida del ambulatorio, mientras me ocupaba de contener con un algodón la sangre tras la extracción para un análisis. Comunicar conmigo a través de mensajes al móvil, era imposible. Te los escupía, dijiste. Ahora afirmas que estoy en casa. Pero aquí no puedo ni rebullirme, mezclada con todas aquellas brillantes colegas desaparecidas. Sí, claro, reconozco la repisa de la chimenea sobre la que nos tienes metidas en esta urna, adornando el salón, pero esto no es vida. O muerte. Lo que sea, Alberto, lo que sea.

18/6/19

AYÓÓ’Ó’Ó’NÍ (AMOR). FINALISTA DEL VI CONCURSO DE RELATOS BREVES DE CORNELLÁ



Querida señora Smith:

Por si caí en el olvido, me presentaré. Mi nombre es Chester y soy navajo. Vivo en una reserva y regento una tienda donde vendo las joyas que fabrico. La tarde del 19 de agosto del año 1980 entretenía mi tiempo observando, desde el quicio de mi negocio, la polvareda que levantaban los niños con sus juegos, cuando la vi en medio de un grupo de turistas. Brillaba su risa. De su melena brotaban llamaradas rojas. Los brazos, las manos y los dedos, en movimiento continuo, eran alas de colibrí que anunciaban la llegada inminente de mi nuevo Tótem: usted.
            Mi tribu nunca quiso guerras, sino amor y paz, señora. Así me lo transmitió mi abuelo, Ojo de Coyote. Sin embargo, y a pesar de haber perdido nuestras tierras, la historia no siempre nos hace justicia, describiéndonos como salvajes sin corazón. Me gusta el trabajo artesanal. Es mi pasión. Desde pequeño.  Me he ganado el pan con mis manos. Y creo poseer buenas cualidades para que se me acepte y quiera. Pero nací tímido. De nada sirvieron los remedios caseros de mis mayores. No hubo hierbas, ni rueda de medicina que cambiara esto. Entenderá entonces que mi boca quedara sellada ante su cercana y perturbadora presencia. Usted se paró delante de mí y arrugó su nariz en un mohín de enfado. ¿Me va a dejar pasar o no?, me preguntó sin entender que lo que me mantenía varado en la entrada era el temblor de unas piernas recias y fuertes, herencia de mis antepasados, pero que ante usted se convertían en mantequilla de cacahuete. Viéndola de cerca era más bonita aún que de lejos. Tenía la piel blanca como leche de cabra manchada con unas pecas encantadoras, y de su cuerpo emanaba una mezcla de jazmines y esencias que transpiraban los poros de su piel. Me hechizó. Quizás no lo comprenda, pero aún sigo hechizado. No hay día ni noche que no me acompañe en mi andadura por este mundo.
            Conseguí hacerme a un lado y usted entró en mi tienda. Lo miró todo y todo le maravillaba. Parece mentira, decía. Parece mentira, repetía con el rostro arrebolado. Con las barbaridades que cometieron y las cosas tan bonitas que hacen ahora, murmuró como para sí, pero, señora, yo tengo el oído, al igual que el olfato y otros sentidos, muy desarrollado. Herencia familiar también. Y la escuché. Me habría gustado contarle que el pueblo navajo contribuyó con cientos de codificadores a que los aliados ganaran la Segunda Guerra Mundial y se restableciera la paz. Me habría gustado decirle que al pueblo navajo le gusta cultivar la tierra y cazar para comer, que así vivían hasta que vinieron a echarlos y desposeerlos de sus pertenencias. No pude entonces, pero ahora sí puedo.
            Se encaprichó con un collar de plata y turquesas en el que yo estaba trabajando y me ofrecí a enviarlo a su domicilio cuando estuviera terminado, sin cargo adicional alguno.  Le pareció caro y quiso entrar en el regateo que siempre desprecié. Ahí sí estuve decidido. No lo acepté. Simplemente acaté lo que estuviera dispuesta a darme, que fue poco, señora, pues apenas alcanzaba para el material, pero ¡qué le iba a negar yo a usted! No debe extrañarse, pues, de que hoy reciba esta carta en su domicilio, en el que espero que siga viviendo, ya que, después de tantos años, aún conservo sus señas.
            Ha llegado el momento, después de muchas lunas y soles, de que sepa de mis sentimientos.  He seguido sus logros y trabajos en revistas y otras publicaciones y, no hace mucho, la vi en televisión recibiendo un premio por su labor como diseñadora de joyas. Llevaba mi collar puesto y eso me hizo abrigar la esperanza de que tal vez yo le importe algo, de que no se haya olvidado de mí, pues al lado de sus creaciones, las mías son meras baratijas. Me sentí dichoso. He de confesarle que también necesité la ayuda de un buen amigo para decidirme a dar este paso. Durante nuestros paseos me ha convencido, en esta hora de inicio del crepúsculo de mi vida, de que se lo debía a usted, que sería malo, cuando mi espíritu se separe de mi cuerpo, ir cargado con este peso. La quiero, señora, y habría sido un hombre afortunado si el sentimiento hubiera sido mutuo. Aún tengo esperanzas de que pueda llegar a serlo. Yo estoy dispuesto a abandonar mi hogar para ir a donde usted me diga. Tal es mi amor, tal mi anhelo.
            A partir de ahora, cada día comprobaré el correo, mañana y tarde, a la espera de su ansiada contestación, hasta el final de mis días.

Con amor: Chester     

2/6/19

ES LEYENDA. SELECCIONADO EL MES DE ABRIL EN EL CONCURSO DE RELATOS SOBRE ABOGADOS

Tomada de la red.



Doña Carmen, fiscal muy eficiente, acababa de ver cómo los responsables de apalear a una vagabunda se habían ido de rositas por falta de pruebas. «¡Esto lo arreglo yo!», dijo para sus adentros la mujer de la limpieza, aceptando el desafío.
Salió a la calle y preguntó por una cabina telefónica al señor de la Once. «Tire derecho por esta calle, tuerza luego a la izquierda, y cuando llegue a una plaza con una fuente con amorcillo que mea pis artificial, pregunte». Demasiado lío para la transformación. Pidió al hombre que se echara a un lado y entró y salió del kiosco en un pispás. Subida a un banco, tomó impulso y voló con su capa morada ondeando al viento. Ni callejero, ni nada, con su súper visión localizaría a los malhechores y les daría un escarmiento, como a los acosadores de metro.  Por algo la llamaban la feminista justiciera.