Nunca
me gustaron. Un asco aquellos seres verdes que venían a hacer de las suyas. Mi
hermano Agustín, en cambio, se tragaba todas las películas de extraterrestres.
Y mira que eran aburridas. Siempre entraban a hacer daño. A quedarse con tu
planeta o, peor aún, a meterse de inquilinos permanentes en tu cuerpo. A mí me iban las películas policiacas. Si te
tienes que enfrentar a algo que sea de carne y hueso. Un par de balazos y te quitas
de en medio al fulano que viene a buscarte las cosquillas. Así que, Agustín se
bajaba las de aliens en su ordenador, mientras yo, frente al mío, me comía una
hamburguesa viendo cómo hacía picadillo el zumbado de turno a su compinche en
Fargo.
Mamá nos lo advertía constantemente. Se os va a ir la cabeza con tanta
película. Pero nosotros a lo nuestro. Tarantino era un poco violento, sí, pero
tenía su punto. Claro que verte entre vampiros que te chupan la sangre no fue
una experiencia muy bonita que digamos. Y si estoy contando esto es porque pude
salir de allí. Me explico. A mi hermano Agustín se le fue poniendo cada vez más
cara de ETE pero con mala leche. Llegó un día en que me arreó un bocado en el
brazo, así, sin más, sólo por la curiosidad de probar la carne. Eso dijo el muy
cabrón. Y se fue yendo solito por un camino de depravación. Nos miraba a todos
con cara de hambre. Mis viejos comenzaron a tenerle miedo. Al gato se le
erizaba el pelo cada vez que lo tenía a menos de medio metro de distancia. Lo
llevaron al médico. Y el tío que no, que el chaval está en esa edad difícil del
cambio, que paciencia. Pero yo sabía lo que estaba pasando. No en vano había
experimentado algo parecido.
Como ya he dicho
no fue una buena experiencia verme entre vampiros sedientos, pero un día, así,
sin más, estaba yo tragándome una vez más «Abierto hasta el amanecer», cuando
me encontré metido en una bacanal de sangre, que de sexo nada de nada.
Naturalmente pensé que estaba soñando hasta que aquel colmillos largos quiso
entrar a degüello en mi yugular. Poco faltó para que me dejara seco. Pero ahí
estuve listo y le apliqué directo a la
jeta el chisme de mi madre, ese que lleva para soltarle unas descargas a
maleantes. Pues eso, que como mi hermano Agustín también había cogido esas
trazas de extraterrestre, yo tenía siempre a mano el artilugio de mamá por si
tenía que defenderme. Cuando le aticé al de los colmillos, fue como si la
pantalla me escupiera y me volví a encontrar en mi silla frente a la cara de
cabreo del engendro que me miraba con ganas desde el ordenador. ¡Te jodes!, le
dije. Y luego solté una carcajada que hasta a mí me asustó.
Tanto mi hermano
como yo acabamos enganchados a los ordenadores.
Y cuando digo enganchados, lo digo literalmente. No nos levantábamos de
allí si no era para ir al servicio, comer y otras necesidades vitales. Echamos
dos colchones al suelo y allí dormíamos, cerca el uno del otro, vigilándonos.
Yo con el cacharro de los calambrazos, siempre atento a cada movimiento de
Agustín que día a día iba perdiendo más elementos humanos y adquiriendo otros,
vete tú a saber de qué galaxias. Se convirtió en algo repugnante que cada vez
decía menos palabras. Balbucía una jerga ininteligible mientras devoraba con
las manos pollos enteros y bebía cerveza a litros. Un asco, vamos. Mientras, yo
iba y venía por esos mundos de la mano de Bullit, o me metía en Muerte entre
las flores para codearme con lo más grande del crimen. Siempre salía ileso.
Siempre. Bastaba una descarga en ciertas partes al matón de turno y volvía a mi
silla frente al ordenador.
Mis padres
hicieron las maletas y se despidieron desde la puerta. Mamá lloraba. Papá la
apretaba contra su cuerpo, yo creo que más para evitar que se nos acercara que
para consolarla. Volveremos, dijeron. Sólo nos vamos unos días a casa de la tía
Puri para descansar un poco, dijo él. ¡Mis niños!, exclamó ella. ¡Qué habremos
hecho mal! Y se fueron sin más, dejando la nevera repleta.
Así vivíamos mi
hermano y yo. Cada uno en su mundo. Pero era alucinante. Una adicción muy
grande de la que no podíamos, o no queríamos, vete tú a saber, salir. Comenzaba
a escasear la comida cuando desapareció el gato que habían dejado nuestros
padres, tal vez olvidado. Naturalmente sospeché
que Agustín había dado un paso más en su metamorfosis y aquellas
ventosas que ocuparon el lugar de sus orejas, sensibles a cualquier ruido,
habían detectado la presencia del felino debajo de la cama de nuestros padres,
y la trompa en la que se había convertido su boca buscó, halló y absorbió al
pobre animal como si se tratara de un polo de fresa. Quedó la pellica como una
pequeña alfombra. Aquello era imparable y yo tan solo podía protegerme con mi
aparato.
Hasta que llegué
a «El hombre que nunca estuvo allí». ¿Quién me iba a decir que en una película de
las mías iba a aparecer aquel artefacto. Aquello era para mi hermano, no para
mí. Pero allí estaba. Una cosa de lo más manida. De lo más
trillado. ¡Un platillo volante! Intenté defenderme aplicándole unas cuantas
descargas, pero nada, ni flores. Los putos bichos verdes se cachondearon de mí.
Me abdujeron. Y aquí sigo, dando vueltas en un platillo volante con estos seres
repugnantes. Y ¿saben qué? Mis padres volvieron con unos tíos como armarios de
dos puertas. Le pusieron la camisa de fuerza a Agustín y se lo llevaron a un
sanatorio. Lo van a visitar a menudo y le preguntan, entre amenazas y llanto,
que fue lo que hizo con su hermano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario