En el último momento,
los dedos de los pies, asomados al vacío, se movían en el aire con un aleteo de
supervivencia. Eso la distraía en esa brevedad intensa del presente. Joana no
podía, no quería tal vez, cerrar los ojos como haría cualquiera en sus
circunstancias. Los abría al hundimiento del sol, hilado de violetas y rojos,
en el balanceo de cuna del agua, calmada por la noche que asomaba su hocico de sombras.
«Creo que te vendría bien un licorcito y algo dulce». La voz la hacía volver la
cabeza. La anciana sonreía, a la entrada de una casa que no había visto cuando llegó
a un lugar solitario, sin un alma a la redonda. En su interior asolado por la
desdicha de la pérdida, se abría, igual que flor de Corona de Novia, un soplo
de vida. Se alejaba del precipicio e iba al encuentro de la mujer más vieja que
había visto jamás.
Pasaban la noche bajo una luna cegadora que iluminaba el
blanco de sus vestidos y hacía de las mujeres dos fantasmas sin pies, manos, ni
cabezas. Joana escuchaba la verborrea de la anciana con atención, fascinada por
la ligereza de sus movimientos y el entusiasmo con que le hablaba de sus hijos,
de sus nietos, biznietos incluso, mientras le iba mostrando con orgullo todas
las dependencias donde habían habitado. Cunas azules y blancas, tan nuevas que
parecían recién pintadas, acogiendo a niños ausentes; camas arropadas con
colchas de patchwork hechas por unas manos de dedos retorcidos como raíces que
una vez tuvieron los huesos sanos y la piel tersa; ruedas y ganchos de metal,
cochecitos de colores, muñecos de trapo, tranvías de latón, cuentos de brujas,
hadas y ogros, la colección completa de los cómics de Yakari, un ejemplar en
tres dimensiones de El principito. Todo tan cuidado que era como si ningún dedo
hubiera recorrido las líneas y amado las ilustraciones, y leído en voz alta
para los niños, como si ninguna mano infantil le hubiera dado vida a algún
juguete. La anciana hablaba y hablaba de aquella vida cargada de buenos momentos.
Siempre comenzando por su segundo matrimonio, nunca más atrás de los
veintisiete años. Porque cuando Joana le
pedía que pasara ese umbral, la noche se apuraba y llegaba el día.
Despertaba en su casa, aún con la paz del olvido. Miraba
a su alrededor y todo era grande para ella. La cama y las mesillas
duplicadas. En la cocina, con el
borboteo y el aroma del café volvía la escena familiar, el barniz que cubría la
memoria se resquebrajaba y afloraban los recuerdos. La taza de él y el tazón de
la niña, sedientos de café, leche y cereales, eran un puñetazo que la doblaba
con un dolor infinito. Encogida, recibía las imágenes como alfilerazos que
perforaban la carne desollada por el golpe a traición de la desgracia. Y así
iba de los pantalones y las camisas colgados de las perchas, que acariciaban
sus vestidos dentro del armario común, en íntima convivencia, a la habitación
desolada de la hija, para tragar la cicuta hasta el último sorbo que acorchara
los sentidos. Miraba las faldas, los zapatos, las rebecas, los peluches, la
cama, tan pequeña, y aun grande para un cuerpo diminuto. Una y otra vez. Hasta
que no tenía más daño que absorber y lo vomitaba todo. Entonces quedaba el
vacío. Un enorme agujero oscuro. La nada.
Recorría el camino ya marcado por las ruedas de un coche
desbocado, cual caballo atraído por la ferocidad del mar embravecido por la
tormenta. Pero Joana lo encontraba calmo, con el sol que invitaba a soñar con
besos y abrazos. Risas. Vida que no prendía en un flujo interior carente de emociones.
Esperaba el instante. «Al atardecer», dijeron. Y a la caída de la tarde se
acercaba al acantilado donde los dedos de sus pies aleteaban, asomados al
precipicio. Enseguida aparecía la anciana, tan familiar a pesar de la
devastación del tiempo, con ese gesto de enredar un mechón de pelo en el dedo
índice, y le hablaba de otras vidas que iba desplegando como flores que se
abrían, perfumadas de esperanza.
Un instante, dos; un mes, o tres, o cuatro; un año, tal
vez cinco. Y llegó un despertar convulso con llanto a mares por las ausencias.
El dolor emulsionó con la vivencia y endulzó el recuerdo de un día de taller
con la niña: cuentas de colores, tiras de cuero tintadas, cristales, figuras de
latón, las manos de Joana guiando las de la hija desde primeras horas de la
mañana. A mediodía, bocadillos y refrescos. Y al atardecer, el primor
relumbrando en las pulseras y los collares, expuestos sobre la tela de raso
azulón, para la venta. En tropel, sin orden ni concierto, con ganas de
cicatrizar heridas, asomaron los paseos de los tres por la playa, sus huellas
efímeras y eternas en el instante, hollando la arena; la caída del primer
diente de leche y los bigotes de un ratón de fieltro relleno de algodón y
enorme barriga, asomando debajo de la almohada; las canciones mientras
ensartaban flores para una diadema; los juegos de amor entre sábanas perfumadas
con esencia de jazmín. Los viajes en el coche. Tantos y tan jugosos que
merecían ser rescatados de los escombros de la última excursión. Sin ella.
Porque se quedó a envasar mermeladas de albaricoques, higos y melocotones.
Padre e hija. Los dos juntos. Para siempre.
Siguió yendo al acantilado siempre que notaba un mordisco
feroz de nostalgia. Recogía tomillo, anís, aloe vera y otras hierbas y hacía un
ramillete con ellas. Se sentaba al borde, con los pies colgando sobre el agua,
y lo lanzaba para que las olas lo llevaran mar adentro, donde Jorge buceaba en
los días cálidos de verano. Regresaba con aquellas caracolas y cuentos sobre corales,
peces duende, medusas Arcoiris y caballitos de mar que tanto le gustaban a
Estrella.
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