30/7/17

ETERNIDAD DEL INSTANTE

Tomada de la red.

En el último momento, los dedos de los pies, asomados al vacío, se movían en el aire con un aleteo de supervivencia. Eso la distraía en esa brevedad intensa del presente. Joana no podía, no quería tal vez, cerrar los ojos como haría cualquiera en sus circunstancias. Los abría al hundimiento del sol, hilado de violetas y rojos, en el balanceo de cuna del agua, calmada por la noche que asomaba su hocico de sombras. «Creo que te vendría bien un licorcito y algo dulce». La voz la hacía volver la cabeza. La anciana sonreía, a la entrada de una casa que no había visto cuando llegó a un lugar solitario, sin un alma a la redonda. En su interior asolado por la desdicha de la pérdida, se abría, igual que flor de Corona de Novia, un soplo de vida. Se alejaba del precipicio e iba al encuentro de la mujer más vieja que había visto jamás.
            Pasaban la noche bajo una luna cegadora que iluminaba el blanco de sus vestidos y hacía de las mujeres dos fantasmas sin pies, manos, ni cabezas. Joana escuchaba la verborrea de la anciana con atención, fascinada por la ligereza de sus movimientos y el entusiasmo con que le hablaba de sus hijos, de sus nietos, biznietos incluso, mientras le iba mostrando con orgullo todas las dependencias donde habían habitado. Cunas azules y blancas, tan nuevas que parecían recién pintadas, acogiendo a niños ausentes; camas arropadas con colchas de patchwork hechas por unas manos de dedos retorcidos como raíces que una vez tuvieron los huesos sanos y la piel tersa; ruedas y ganchos de metal, cochecitos de colores, muñecos de trapo, tranvías de latón, cuentos de brujas, hadas y ogros, la colección completa de los cómics de Yakari, un ejemplar en tres dimensiones de El principito. Todo tan cuidado que era como si ningún dedo hubiera recorrido las líneas y amado las ilustraciones, y leído en voz alta para los niños, como si ninguna mano infantil le hubiera dado vida a algún juguete. La anciana hablaba y hablaba de aquella vida cargada de buenos momentos. Siempre comenzando por su segundo matrimonio, nunca más atrás de los veintisiete años. Porque cuando Joana  le pedía que pasara ese umbral, la noche se apuraba y llegaba el día.
            Despertaba en su casa, aún con la paz del olvido. Miraba a su alrededor y todo era grande para ella. La cama y las mesillas duplicadas.  En la cocina, con el borboteo y el aroma del café volvía la escena familiar, el barniz que cubría la memoria se resquebrajaba y afloraban los recuerdos. La taza de él y el tazón de la niña, sedientos de café, leche y cereales, eran un puñetazo que la doblaba con un dolor infinito. Encogida, recibía las imágenes como alfilerazos que perforaban la carne desollada por el golpe a traición de la desgracia. Y así iba de los pantalones y las camisas colgados de las perchas, que acariciaban sus vestidos dentro del armario común, en íntima convivencia, a la habitación desolada de la hija, para tragar la cicuta hasta el último sorbo que acorchara los sentidos. Miraba las faldas, los zapatos, las rebecas, los peluches, la cama, tan pequeña, y aun grande para un cuerpo diminuto. Una y otra vez. Hasta que no tenía más daño que absorber y lo vomitaba todo. Entonces quedaba el vacío. Un enorme agujero oscuro. La nada.
            Recorría el camino ya marcado por las ruedas de un coche desbocado, cual caballo atraído por la ferocidad del mar embravecido por la tormenta. Pero Joana lo encontraba calmo, con el sol que invitaba a soñar con besos y abrazos. Risas. Vida que no prendía en un flujo interior carente de emociones. Esperaba el instante. «Al atardecer», dijeron. Y a la caída de la tarde se acercaba al acantilado donde los dedos de sus pies aleteaban, asomados al precipicio. Enseguida aparecía la anciana, tan familiar a pesar de la devastación del tiempo, con ese gesto de enredar un mechón de pelo en el dedo índice, y le hablaba de otras vidas que iba desplegando como flores que se abrían, perfumadas de esperanza.
            Un instante, dos; un mes, o tres, o cuatro; un año, tal vez cinco. Y llegó un despertar convulso con llanto a mares por las ausencias. El dolor emulsionó con la vivencia y endulzó el recuerdo de un día de taller con la niña: cuentas de colores, tiras de cuero tintadas, cristales, figuras de latón, las manos de Joana guiando las de la hija desde primeras horas de la mañana. A mediodía, bocadillos y refrescos. Y al atardecer, el primor relumbrando en las pulseras y los collares, expuestos sobre la tela de raso azulón, para la venta. En tropel, sin orden ni concierto, con ganas de cicatrizar heridas, asomaron los paseos de los tres por la playa, sus huellas efímeras y eternas en el instante, hollando la arena; la caída del primer diente de leche y los bigotes de un ratón de fieltro relleno de algodón y enorme barriga, asomando debajo de la almohada; las canciones mientras ensartaban flores para una diadema; los juegos de amor entre sábanas perfumadas con esencia de jazmín. Los viajes en el coche. Tantos y tan jugosos que merecían ser rescatados de los escombros de la última excursión. Sin ella. Porque se quedó a envasar mermeladas de albaricoques, higos y melocotones. Padre e hija. Los dos juntos. Para siempre.
            Siguió yendo al acantilado siempre que notaba un mordisco feroz de nostalgia. Recogía tomillo, anís, aloe vera y otras hierbas y hacía un ramillete con ellas. Se sentaba al borde, con los pies colgando sobre el agua, y lo lanzaba para que las olas lo llevaran mar adentro, donde Jorge buceaba en los días cálidos de verano. Regresaba con aquellas caracolas y cuentos sobre corales, peces duende, medusas Arcoiris y caballitos de mar que tanto le gustaban a Estrella.

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