Mi hermano quería ser como la Piquer. Eso dijo. Sólo
una vez, delante de una raja de sandía que acabó machacada sobre su cabeza,
cuando mi padre la aplastó de un puñetazo. Desde entonces odio la sandía. Mi
hermano también.
Mi madre no hablaba. Sentada en el umbral
de la casa veía pasar las tardes sin apenas cambiar de posición. Sólo cruzar y
descruzar las piernas y estirar el vestido bajo las rodillas de vez en
cuando. La última vez que escuché su voz
fue cuando gritó pidiendo ayuda. Ella quería mucho al abuelo Santi y siempre
estaba atenta a los ruidos de la casa. De día porque el abuelo se empeñaba en
coger pepitas de oro de las brasas de la candela. De noche porque se levantaba
y quería abrir la puerta para marcharse a trabajar al campo. Lo quería aunque
estaba cansada. Por eso le dijo aquella tarde, mientras untaba de Avril las
quemaduras de su mano, que el Señor debía llevárselo para que todos pudieran
descansar. No creyó en ningún momento que el abuelo fuera a tomarla en serio.
Cuando tropezó con la zapatilla a la entrada de la cuadra y vio la otra
zapatilla a punto de caer de un pie, gritó tanto que gastó toda la voz.
Mi padre no quiso renunciar a la que fue y
negó a la nueva mujer que se deslizaba por la vida como un soplo de aire, sin
más ruido que el de sus pies al caminar. Empeñado en hacerla hablar, la
zarandeaba con la fuerza de quien no acepta el deseo ajeno. Mi hermano y yo
asistíamos todos los días a aquella escena repetida, abrazados, sin hacer otra
cosa, con el temor de que aquella
violencia nos tocara. Mientras tanto, mamá se iba diluyendo, sentada en
el umbral, como pavesa que se deshace con un golpe de aire. Un día desapareció
sin más. Papá se enfadó tanto que agarró la correa, la enrolló en la mano y
estuvo dándole correazos a mi hermano a quien culpaba siempre de todo lo que
ocurría en nuestra casa.
Mi hermano procuraba ocultar los moretones, encubriendo a papá, cosa
que yo no entendía. ¿Quieres que nos manden a un Centro de Acogida?, preguntaba
cada vez que le pedía que hiciera algo. Yo lo quería mucho y él, cuando
sorprendía un puchero o una lágrima, me cogía de una mano y me llevaba al
cuarto de mamá. Abría el armario, sacaba uno de sus vestidos, se calzaba los
zapatos de tacón, cogía el neceser donde ella guardaba sus cosas y se daba
colorete, rimmel y se pintaba los labios. Cantaba y bailaba para mí y yo sentía
el orgullo de gozar del privilegio de tener a un artista para mí sola.
Cuando
papá enfermó, mi hermano se pasaba día y noche al lado de la cama, poniéndole
compresas en la frente, sujetándole la cabeza cuando vomitaba. Yo me quedaba
mirando desde la puerta de la habitación, debatiéndome entre el rechazo que
había anidado en mi interior hacia mi padre y el deseo de que no muriera.
Y no
murió. Parecía como si le hubieran apaleado cuerpo y alma y no conservaba ni un
atisbo de su rabia. Tenía los ojos húmedos, siempre al borde del llanto y
buscaba continuamente la mano de mi hermano y la besaba con fervor. Yo lo
observaba todo algo distante, a la espera, aunque no sabía de qué.
Ocurrió
una mañana espléndida de primavera. Papá estaba en el patio, sentado en la
mecedora donde le había dejado mi hermano. Yo leía un libro a su lado sin
prestar mucha atención a sus quejas ahogadas, a su baba cayéndole sobre la
camisa del pijama. Primero escuché el taconeo que venía de adentro de la casa,
luego el frufrú del vestido, y antes de que mi hermano hiciera su aparición
estelar, me llegó el olor del perfume de mamá.
Papá no se murió de la impresión, como yo
esperaba, cuando vio a su hijo vestido de mujer en mitad del patio, ni cuando
se le acercó y le estampó un beso de carmín en sus mejillas resecas. Levantó la
cabeza y lo miró de arriba abajo, sonrió y dejó escapar una lágrima. Mi Teresa,
mi Teresa, no dejaba de repetir, llamando a mamá, mientras mi hermano, con el
embrujo en el cuerpo, bailaba para los dos hasta caer agotado sobre los
geranios del patio.
4 comentarios:
Es bueno regresar al origen. Volver a los blogs para leerte de nuevo, Lola Sanabria.
Tus historias son siempre emocionantes, vivas, humanas y tan bien escritas.
Esta Teresa es un ejemplo de ello.
Un abrazo gordísimo, y caluroso, como corresponde.
Bueno sobre todo para mí, por recibir tu visita querida Elena.
Abrazos a pares.
Buah, qué preciosidad de historia. Qué hermosura. Felicidades, Lolaza.
Un abrazo, o más.
Hermoso tú,padre.
Lluvia de besos.
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