Tomada de la red. |
Mi vida amorosa había sido un hilo que se cortaba en
continuos fracasos. Creo que fue la razón por la que me licencié en Lengua y
Literatura. Me gustaba la poesía de amores contrariados, me gustaban las
historias de pasiones con regusto amargo, pero también las que hablaban de
futuros de vino y rosas.
Fue al final del primer
trimestre. Corregía los exámenes cuando una hoja sin nombre escapó de las rimas
y sobrevoló la mesa hasta aterrizar en el suelo del salón de mi casa. «Te quiero».
Y un corazón rojo de sangre. Me pareció muy cursi pero me hizo sonreír. Al día
siguiente sacaría la hoja, blandiéndola cual espada frente a los ojos de mis
alumnos, y él tendría que confesar. Esa noche, antes de dormirme, le puse
rostro a mi enamorado. Tenía los ojos del castaño en otoño, como Adrián, el
jugo de las cerezas como la boca de Nacho, la rebeldía de las caracolas del
pelo de Alejandro... Hice un retrato con lo mejor de mis alumnos. Aplacé mi
decisión y no suspendí a ninguno. Aquella misma tarde solté mi moño estirado y
fui a la peluquería. Un tinte rojo encendido y un corte a trasquilones me
devolvieron mi edad real.
En el segundo trimestre
recibí otra declaración de amor. Esta vez mi enamorado, además de un corazón alado y varios versos que a mi me parecieron los mejores que había leído en mi vida, escribía sobre mi pelo
y el olor a lilas que le llegaba cuando me movía entre las mesas. No suspendí a ninguno. Soñé con él durante
días y noches. Me compré un vestido corto, de escote en pico, y paseaba mi
ilusión de arriba abajo mientras leía los poemas de Rilke, consciente de que me
estaría mirando.
El curso está a punto de
terminar y todos se irán de vacaciones. Segundo de Bachillerato. Ha llegado el
momento de barajar suspensos, tres o
cuatro por cada uno de mis alumnos preferidos. Dos meses de espera, y de nuevo
septiembre.
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