9/2/17

SEQUÍA



Tomada de la red.


Mi vida amorosa había sido un hilo que se cortaba en continuos fracasos. Creo que fue la razón por la que me licencié en Lengua y Literatura. Me gustaba la poesía de amores contrariados, me gustaban las historias de pasiones con regusto amargo, pero también las que hablaban de futuros de vino y rosas.

Fue al final del primer trimestre. Corregía los exámenes cuando una hoja sin nombre escapó de las rimas y sobrevoló la mesa hasta aterrizar en el suelo del salón de mi casa. «Te quiero». Y un corazón rojo de sangre. Me pareció muy cursi pero me hizo sonreír. Al día siguiente sacaría la hoja, blandiéndola cual espada frente a los ojos de mis alumnos, y él tendría que confesar. Esa noche, antes de dormirme, le puse rostro a mi enamorado. Tenía los ojos del castaño en otoño, como Adrián, el jugo de las cerezas como la boca de Nacho, la rebeldía de las caracolas del pelo de Alejandro... Hice un retrato con lo mejor de mis alumnos. Aplacé mi decisión y no suspendí a ninguno. Aquella misma tarde solté mi moño estirado y fui a la peluquería. Un tinte rojo encendido y un corte a trasquilones me devolvieron mi edad real.

En el segundo trimestre recibí otra declaración de amor. Esta vez mi enamorado, además de un corazón alado y varios versos que a mi me parecieron los mejores que había leído en mi vida,  escribía sobre mi pelo y el olor a lilas que le llegaba cuando me movía entre las mesas. No suspendí a ninguno. Soñé con él durante días y noches. Me compré un vestido corto, de escote en pico, y paseaba mi ilusión de arriba abajo mientras leía los poemas de Rilke, consciente de que me estaría mirando.

El curso está a punto de terminar y todos se irán de vacaciones. Segundo de Bachillerato. Ha llegado el momento de barajar suspensos,  tres o cuatro por cada uno de mis alumnos preferidos. Dos meses de espera, y de nuevo septiembre.

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