La fuente era lugar de
alborozo, resbalones, caídas al pilón y risas infantiles. Hasta que conocimos la
historia de los cocodrilos en las alcantarillas de Nueva York y le cogimos
canguelo al colector de la pared lateral de bajada a los caños. Pasábamos delante
con los ojos cerrados en un gesto de si no lo veo no existe.
Excepto Mario, el niño
más triste del pueblo. Iba con el burro y sus aguaderas de esparto a llenar los
cántaros al atardecer y pasaba sin miedo al desagüe.
Cuando Mario desapareció
hubo un silencio de alquitrán, con cuchicheos de adultos sobre el padre.
El día de los difuntos descubrimos
una nueva tumba en el cementerio. Aprendimos que los monstruos no viven en las
alcantarillas.
Decidí que cuando fuera
mayor mi empleo consistiría en defender a la población más vulnerable para
erradicar la violencia de sus vidas. Oportunidades no iban a faltarme.
2 comentarios:
Tan desolador y real como la vida misma.
Enhorabuena
Gracias, Pepa.
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